Луиза Мэй Олкотт

100 Clásicos de la Literatura


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también vives en Long Island? —me preguntó.

      —Vivo en West Egg.

      —¿Sí? Estuve allí en una fiesta, hace un mes más o menos. En casa de un tal Gatsby. ¿Lo conoces?

      —Vive al lado de mi casa.

      —Dicen que es sobrino o primo del káiser Guillermo. Que por eso tiene tanto dinero.

      —¿Sí?

      Asintió.

      —Me da miedo. No me gustaría nada que la tomara conmigo.

      Esta apasionante información sobre mi vecino fue interrumpida por mistress McKee, que de repente señalaba a Catherine con el dedo.

      —Chester, creo que podrías hacer algo con ella —proclamó, pero el señor McKee se limitó a asentir con aire de aburrimiento, y volvió a concentrar su atención en Tom.

      —Si pudiera introducirme, me gustaría trabajar más en Long Island. Lo único que pido es que me dejen empezar.

      —Hable con Myrtle —dijo Tom, soltando una risotada y aprovechando que mistress Wilson llegaba de la cocina con una bandeja—. Ella le dará una carta de presentación, ¿verdad, Myrtle?

      —¿Dar qué? —preguntó, sorprendida.

      —Le darás a McKee una carta de presentación para tu marido, para que haga unos cuantos estudios suyos —siguió moviendo los labios, en silencio, mientras inventaba—. George B. Wilson en el surtidor de gasolina, o algo así.

      Catherine se inclinó sobre mí, muy cerca, y me murmuró al oído:

      —Ninguno de los dos soporta a la persona con la que están casados.

      —¿No?

      —No los aguantan —miró a Myrtle y luego a Tom—. Y digo yo: ¿por qué siguen viviendo con esas personas si no las aguantan? Si yo fuera ellos, me divorciaría y volvería a casarme inmediatamente.

      —¿Ella tampoco quiere a Wilson?

      La respuesta fue inesperada, porque vino de Myrtle, que había oído mi pregunta. Y fue violenta y obscena.

      —Ya ves —exclamó Catherine triunfalmente. Volvió a bajar la voz—. Es la mujer de él la que los separa. Es católica, y los católicos no creen en el divorcio.

      Daisy no era católica, y me impresionó un poco lo rebuscado de la mentira.

      —Cuando se casen —continuó Catherine— se irán al Oeste por un tiempo, hasta que todo haya pasado.

      —Sería más discreto irse a Europa.

      —Ah, ¿te gusta Europa? —exclamó, sorprendiéndome—. Acabo de volver de Montecarlo.

      —¿Sí?

      —El año pasado. Fui con otra chica.

      —¿Estuvisteis mucho tiempo?

      —No, fuimos a Montecarlo y volvimos. Fuimos vía Marsella. Teníamos más de mil doscientos dólares cuando empezamos, y en dos días nos habían desplumado hasta el último centavo. Lo pasamos fatal en el viaje de regreso, te lo puedo asegurar. ¡Dios mío, qué ciudad tan aborrecible!

      El cielo del atardecer, semejante a la miel azul del Mediterráneo, resplandeció un instante en la ventana, y entonces la voz estridente de mistress McKee me devolvió a la habitación.

      —También yo estuve a punto de cometer un error —afirmaba con energía—. Estuve a punto de casarme con un judío insignificante que llevaba años detrás de mí. Yo sabía que no estaba a mi altura. Y todos me decían: «Lucille, ese hombre no está a tu altura». Pero se habría salido con la suya, seguro, si no hubiera conocido a Chester.

      —Sí, pero escucha —dijo Myrtle Wilson, moviendo la cabeza arriba y abajo—, tú por lo menos no te casaste.

      —Por supuesto.

      —Yo sí me casé —dijo Myrtle, en un tono de ambigüedad.

      —¿Por qué te casaste, Myrtle? —preguntó Catherine—. Nadie te obligó.

      Myrtle meditó la respuesta.

      —Me casé porque creí que era un caballero —dijo por fin—. Creí que sabía lo que es una buena educación, pero no valía ni para limpiarme los zapatos con la lengua.

      —Pues durante un tiempo estuviste loca por él —dijo Catherine.

      —¡Loca por él! —exclamó Myrtle con incredulidad—. ¿Quién ha dicho que estaba loca por él? Jamás he estado más loca por él que por ese hombre.

      De repente me señaló con el dedo, y todos me miraron acusadoramente. Intenté que mi expresión dejara claro que yo no aspiraba a ningún tipo de aprecio.

      —Mi única locura fue casarme. E inmediatamente supe que me había equivocado. Él le pidió prestado a no sé quién su mejor traje para la boda, y no me dijo ni una palabra, y el hombre vino a por su traje un día que mi marido no estaba. «Ah, ¿el traje es suyo?», dije, «pues ahora me entero». Se lo di y luego me eché en la cama y me pasé la tarde llorando sin parar.

      —Tendría que separarse —me resumió Catherine—. Llevan once años viviendo en el altillo de ese garaje. Y Tom es el primer amigo que ha tenido.

      La botella de whisky —la segunda— ahora estaba muy solicitada por todos los presentes, exceptuando a Catherine, que «se sentía bien sin nada». Tom llamó al conserje y lo mandó a por unos sándwiches famosos que valían por una cena completa. Yo tenía ganas de irme y pasear hacia el este en dirección al parque, a la luz suave del crepúsculo, pero cada vez que intentaba despedirme me veía enredado en alguna ruidosa discusión sin sentido, que me retenía, como si me hubieran atado. Dominando la ciudad, sin embargo, nuestra fila de ventanas iluminadas ofrecería su parte de secreto humano al observador ocasional de las calles oscuras, algo que también era yo, mirando y maravillándome. Yo estaba dentro y fuera, a la vez encantado y repelido por la inagotable variedad de la vida.

      Myrtle acercó su silla, y de repente su aliento cálido derramó sobre mí la historia del primer encuentro con Tom.

      —Fue en esos dos asientos pequeños, uno frente a otro, que siempre son los últimos que quedan libres en el tren. Iba a Nueva York a ver a mi hermana y a pasar la noche. Tom iba vestido de etiqueta, con zapatos de charol, y yo no podía quitarle los ojos de encima, pero, si él me miraba, fingía leer el anuncio que había más arriba de su cabeza. Cuando llegamos a la estación, lo sentí cerca, y la pechera blanca de su camisa me oprimía el brazo, así que le dije que iba a llamar a un policía, pero él sabía que no era verdad. Yo estaba tan excitada cuando me subí con él al taxi que apenas si me di cuenta de que no tomaba el metro. Lo único que pensaba, una y otra vez, era: «No vas a vivir eternamente; no vas a vivir eternamente».

      Se volvió hacia mistress McKee y resonó en la habitación su risa artificial.

      —Tesoro —exclamó—, te regalaré el vestido en cuanto me lo quite. Mañana pienso comprarme otro. Voy a hacer una lista de todas las cosas que necesito. Un masaje y una permanente, un collar para el perro, uno de esos ceniceros tan lindos con un dispositivo para tragarse la ceniza, y una corona con lazo de seda negro para la tumba de mi madre, que dure todo el verano. Voy a hacer una lista con todas las cosas que tengo pendientes para que no se me olviden.

      Eran las nueve, y casi inmediatamente miré el reloj y vi que eran las diez. Mister McKee se había quedado dormido en su silla, con los puños cerrados sobre el regazo. Parecía la foto de un hombre de acción. Cogí el pañuelo y le limpié de la mejilla la espuma de afeitar seca que me había inquietado toda la tarde.

      El perrillo miraba desde encima de la mesa, cegado por el humo, y de vez en cuando gemía débilmente. La gente desaparecía, reaparecía, hacía planes para ir a algún sitio, y entonces se perdía, se buscaba, se encontraba a un metro de distancia. En torno a la medianoche Tom Buchanan y mistress Wilson, de pie,