Луиза Мэй Олкотт

100 Clásicos de la Literatura


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      —No, no es exactamente un perro policía —dijo el hombre, con algo de decepción—. Yo más bien diría que es un Airedale —pasó la mano por el lomo pardo, que parecía un paño de cocina—. Fíjese en el pelo. Qué pelo. Este perro jamás le dará la lata con un resfriado.

      —Me parece precioso —dijo mistress Wilson con entusiasmo—. ¿Cuánto cuesta?

      —¿Este perro? —el hombre lo miró con verdadera admiración—. Para usted serán diez dólares.

      El Airedale —indudablemente había implicado algún remoto Airedale en el asunto, aunque aquellas patas fueran llamativamente blancas— cambió de dueño y fue a caer en el regazo de mistress Wilson, que acarició con arrobo aquel pelaje a prueba de las inclemencias del tiempo.

      —¿Es niño o niña? —dijo con delicadeza.

      —¿Este perro? Es niño.

      —Es una perra —dijo Tom terminantemente—. Aquí tiene su dinero. Vaya y cómprese diez perros más.

      Entramos en la Quinta Avenida, cálida y adormilada, casi pastoral, en la tarde veraniega de domingo. No me hubiera extrañado ver aparecer en una esquina un gran rebaño de ovejas blancas.

      —Pare —dije—. Tengo que dejaros aquí.

      —De eso nada —me interrumpió Tom—. Myrtle se ofendería si no subes al apartamento. ¿Verdad, Myrtle?

      —Venga —me insistió mistress Wilson—. Llamaré por teléfono a mi hermana Catherine. Los que entienden dicen que es muy guapa.

      —Me gustaría ir, pero…

      No nos detuvimos, volvimos a acortar por Central Park hacia el oeste y las calles Cien. En la calle Ciento cincuenta y ocho el taxi se paró ante un trozo del gran pastel blanco de un edificio de apartamentos. Lanzando al vecindario una mirada de reina que vuelve al hogar, mistress Wilson cogió el perro y sus otras compras y entró en la casa con aires de grandeza.

      —Voy a llamar a los McKee —anunció mientras subíamos en el ascensor—. Y a mi hermana, claro.

      El apartamento estaba en el ático: una pequeña sala de estar, un pequeño comedor, un pequeño dormitorio y un cuarto de baño. Hasta la puerta del cuarto de estar se acumulaban los muebles, tapizados y demasiado grandes, y dar un paso significaba tropezarse con escenas de damas columpiándose en los jardines de Versalles. El único cuadro era una fotografía muy ampliada, desenfocada, de lo que parecía ser una gallina posada en una piedra. Mirada desde lejos, sin embargo, la gallina se convertía en una cofia, y el semblante de una dama anciana y corpulenta resplandecía en la habitación. Había encima de la mesa varios números atrasados de Town Tattle, un ejemplar de Simón, llamado Pedro y algunas revistas de cotilleos de Broadway. Mistress Wilson se preocupó del perro ante todo. Un ascensorista fue de mala gana a por leche y un cajón con paja, a lo que añadió por iniciativa propia una lata de galletas para perro grandes y duras, una de las cuales pasó la tarde deshaciéndose apáticamente en el cuenco de leche. Y, mientras, Tom sacó una botella de whisky de una cómoda cerrada con llave.

      Sólo me he emborrachado dos veces en mi vida, y la segunda fue aquella tarde, así que una confusa capa de niebla empaña todo lo que pasó, aunque un sol espléndido iluminó el apartamento hasta pasadas las ocho. Sentada encima de Tom, mistress Wilson llamó por teléfono a varias personas, y luego se acabaron los cigarrillos, y bajé a comprar a la tienda de la esquina. Cuando volví, los amantes habían desaparecido, y yo me senté prudentemente en el cuarto de estar y leí un capítulo de Simón, llamado Pedro: o era infame o el whisky distorsionaba las cosas, porque aquello no tenía ningún sentido.

      En el momento en que Tom y Myrtle (después de la primera copa mistress Wilson y yo nos tuteamos) reaparecieron, los invitados empezaron a llegar al apartamento.

      La hermana, Catherine, era una chica delgada y con mucho mundo de unos treinta años, pelirroja, pelada como un muchacho y peinada con brillantina, y de una blancura láctea, cosmética. Se había depilado las cejas y se las había repintado en un ángulo más elegante, pero los esfuerzos de la naturaleza para restaurar la línea antigua le daban a la cara una expresión incoherente. Cuando Catherine se movía, el cascabeleo en sus brazos de las innumerables pulseras baratas producía un tintineo incesante. Entró con tal ansiedad de propietaria, y miró el mobiliario tan posesivamente, que pensé que quizá fuera aquélla su casa. Pero se lo pregunté y se echó a reír de un modo exagerado, repitiendo mi pregunta en voz alta. Me dijo que vivía con una amiga en un hotel.

      Mister McKee era un hombre femenino, pálido, el vecino del piso de abajo. Acababa de afeitarse, porque tenía una mancha blanca de espuma en la mejilla, y mostró un extraordinario respeto al saludar a cada uno de los presentes. Me informó de que trabajaba «en el mundillo artístico», y más tarde me enteré de que era fotógrafo y de que había hecho la borrosa ampliación de la madre de mistress Wilson que flotaba en la pared como un ectoplasma. Su mujer era estridente, lánguida, bella y horrible. Me dijo con orgullo que su marido la había fotografiado ciento veintisiete veces desde el día de la boda.

      Mistress Wilson se había cambiado de ropa poco antes, y ahora lucía un complicado vestido de tarde de gasa color crema que dejaba a su paso un frufrú permanente cuando se movía por la habitación. Bajo la influencia del vestido su personalidad también experimentó un cambio. La intensa vitalidad del garaje, tan perceptible, se había transformado en una impresionante fatuidad. Su risa, sus gestos, sus afirmaciones fueron volviéndose más afectados por momentos, y, conforme ella se expandía, la habitación menguaba a su alrededor, hasta que, ruidosa y chirriante, mistress Wilson pareció girar sobre una peana en el aire lleno de humo.

      —Tesoro —le gritó a su hermana, con voz remilgada y aguda—, toda esa gentuza te engañará siempre. Sólo piensan en el dinero. Vino una mujer la semana pasada a arreglarme los pies y, cuando me dio la cuenta, era como si me hubiera operado de apendicitis.

      —¿Cómo se llamaba? —preguntó mistress McKee.

      —Mistress Eberhardt. Se dedica a arreglar pies a domicilio.

      —Me encanta tu vestido —observó mistress McKee—. Me parece maravilloso.

      Mistress Wilson rechazó el cumplido levantando desdeñosamente una ceja.

      —Está viejísimo —dijo—. Sólo me lo pongo cuando no me importa la pinta que llevo.

      —Pues te sienta de maravilla, no sé si me entiendes —continuó mistress McKee—. Si Chester te fotografiara en esa pose, haría algo aprovechable.

      Todos miramos en silencio a mistress Wilson, que se apartó de los ojos un mechón de pelo y nos devolvió la mirada con una sonrisa radiante. Mister McKee la estudió con atención, ladeando la cabeza, y luego se puso la mano delante de la cara y la movió hacia atrás y hacia delante.

      —Cambiaría la luz —dijo al cabo de un momento—. Me gustaría resaltar el modelado de las facciones, e intentaría captar el pelo de la nuca.

      —Yo no cambiaría la luz —proclamó mistress McKee—. Me parece que es…

      Su marido dijo «Shsss» y todos volvimos a mirar a la modelo, cuando Tom bostezó audiblemente y se puso de pie.

      —Beban algo, pareja —les dijo a los McKee—. Trae más hielo y más agua mineral, Myrtle, antes de que se duerma todo el mundo.

      —Mira que le dije al chico que trajera hielo —Myrtle levantó las cejas, desesperada por la holgazanería de las clases bajas—. ¡Qué gente! Tienes que estar detrás de ellos todo el tiempo.

      Me miró y se rio sin motivo. Luego cogió y besó al perro en un arrebato y entró majestuosamente en la cocina como si un equipo de cocineros estuviera esperando sus órdenes.

      —En Long Island he hecho cosas muy interesantes —declaró mister McKee.

      Tom lo miró sin entenderlo.

      —Dos las tenemos enmarcadas abajo.

      —¿Dos