Teobaldo A Noriega

Novela colombiana contemporánea


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y conservadores, la trágica huelga bananera, etc.), y una lectura antropológico-cultural que iluminaba el elemento añadido en la estrategia de aquella escritura. La hilaridad que permitía mi incursión en un mundo lleno de toda suerte de prodigios quedaba, al final, contaminada por una tristeza heredada, síntesis de nuestra cultura y nuestra historia. Irremediablemente, y a medida que me acercaba a las últimas páginas de la novela, el consejo del librero catalán a sus queridos discípulos en Macondo revelaba mi propio descubrimiento: “que el pasado era mentira, que la memoria no tenía caminos de regreso, que toda primavera antigua era irrecuperable, y que el amor más desatinado y tenaz era de todos modos una verdad efímera.” (348). Era una visión escondida, profundamente ancestral, en la que yo —alelado lector— gracias a esa escritura lograba experimentar un nostálgico goce de autorreconocimiento que, a partir de entonces, define mi relación con esta obra.

      El escrutinio estructural del texto revelaba además que, junto a la extremada condensación verbal, la estrategia narrativa se apoyaba constantemente en un dinámico juego de naturaleza intertextual y polifónica. La polifonía quedaba enmarcada por el constante desplazamiento de perspectivas en la voz-sujeto-que-narra: de nosotros a yo, de yo a tú, de tú a él, de él a usted, de usted a nosotros; multiplicidad coral frecuentemente hecha explícita en ciertos discursos individuales: Patricio Aragonés cantándole sus cuatro verdades al General antes de morir (27-30); Francisca Linero, recién desposada, atacada por la pasión libidinosa del General (99-100); la innominada adolescente que entre los doce y los catorce años se presta a los juegos eróticos del General en su distracción senil (221-223); la puta del puerto que la reemplaza (226-227). La intertextualidad resultaba del hurto poético de otros discursos camaleonizados, parodiados o ironizados por la ficción total: el Diario de Colón (44-45), el Cancionero Popular, la Cartilla de Leer (174-175), y por supuesto la poesía de Rubén Darío (“Marcha triunfal”, 194; “Sonatina”, 220; “Responso a Verlaine”, 267). No escapando de esta dinámica intertextual los ecos directos del mundo mayor de la propia escritura garciamarquiana.

      En mi intención está implícito el deseo de aclarar algunos interrogantes que le sirven de base al presente estudio: entre los muchos criterios posibles, ¿cuáles resultarían determinantes para señalar en una novela su condición postmoderna?; esclarecido lo anterior, ¿cómo reconocer tales indicios? Como se verá a continuación, en el acercamiento crítico aquí aplicado creo haber encontrado una adecuada respuesta. Por la misma razón, y a fin de evitar convertir las páginas que siguen en otro muestrario del ya abundante arsenal teórico-ideológico sobre el tema, he preferido que en este caso sean los textos mismos los que vayan revelándonos aquellos rasgos que más claramente los definen como ejercicios