parecía al rubor «casi en cada detalle».
Los diferentes usos de los que Crichton-Browne dejó constancia probablemente llegaron a oídos de los autores de la edición de Martindale de Extra Pharmacopoeia of Unofficial Drug and Chemical and Pharmaceutical Preparations, en cuya entrada sobre el nitrito de amilo se decía de él que era «un líquido etéreo y amarillento de olor peculiar y no desagradable». El libro recoge su uso para el tratamiento de los dolores menstruales y el sangrado abundante tras el parto, tal y como lo describió Crichton-Browne, pero también para aliviar el asma, la migraña e incluso los mareos al navegar. En 1883, cuando se publicó por primera vez el tratado de farmacopea de Martindale, el nitrito de amilo aún era conocido principalmente por su aplicación en casos de angina y su efectividad ya se había extendido a lo largo de la profesión, llegando a otros países. Un artículo en el Boston Medical and Surgical Journal definía el nitrito de amilo como «el remedio por excelencia para la angina pectoris»8.
Sin embargo, apareció un rival al nitrito de amilo. En 1879, William Murrell describió el éxito obtenido al aliviar el sufrimiento de los pacientes de angina tras administrarles nitroglicerina. De hecho, esta sustancia ya había sido estudiada previamente en animales, pero causó un dolor de cabeza tan intenso al investigador inicial, que no quiso probarla en humanos (aquel investigador era Brunton). Otros persistieron y la nitroglicerina llegó a ocupar el espacio del nitrito de amilo en el tratamiento de la angina. Hoy en día aún se prescribe en diferentes formas. Si alguna vez has jugado al Trivial, sabrás que la nitroglicerina también es un ingrediente clave en la producción de dinamita. Este uso sorprendente lo patentó Alfred Nobel en Alemania en 1867, el mismo año en el que tenían lugar los descubrimientos de nuestros dos innovadores del cuerpo. El trabajo inconexo de Ulrichs y Brunton en 1867 apuntaba a un futuro queer que ninguno de los dos hombres imaginó. No digo que haya una fecha en concreto a partir de 1867 en la que el futuro queer llegase. «Lo queer aún no está aquí», escribió José Esteban Muñoz9. «Aún no somos queer».
Muñoz escribió esto en 2009, pero esa fecha es irrelevante. Lo que afirmaba es que lo queer está para siempre fuera de nuestro alcance. Muñoz está muerto, como Brunton y Ulrichs, y hoy las personas queer persisten en la búsqueda para nuestros cuerpos de nuevas formas de ser, de actuar, de follar. Lo queer es una actitud, un deseo de cuestionar, de experimentar en direcciones sorprendentes. Es desde este espíritu de innovación constante desde el que debemos pensar en el discurso de Ulrichs y el descubrimiento de Brunton.
Pasaron muchos años antes de que la gente empezara a inhalar nitrito de amilo para follar. Seguro que Brunton se hubiera sorprendido al ver pasar las botellas de mano en mano entre gais. Un elemento de tantos en una subcultura que también se nutre de pantalones de cuero y pañuelos de colores. Pero me gusta pensar que hubiera recibido con alegría la experimentación de los hombres homosexuales y su descubrimiento de un uso alternativo para la sustancia que él popularizó. Después de todo, era un científico, y le encantaba estudiar la interacción entre las sustancias y el cuerpo humano.
Ulrichs performó un futuro que todo queer tiene que performar, normalmente, mil veces: declarar «esto es quien soy y no tiene nada de malo». Nadie había completado ese rito antes que Ulrichs. Fue un uso queer de su cuerpo, y me hace pensar en los usos queer de nuestros cuerpos que aún nadie ha experimentado. Pienso en estos dos hombres de la misma forma en la que pienso en el bromo a temperatura ambiente. Es imparable. Es una fuerza de la naturaleza elemental que altera lo que le rodea: apasionado, reactivo, siempre buscando una conexión.
Mi cuerpo es reconocible: piel rosa, pelo marrón, dos brazos, dos piernas, pene, ano, ombligo, esas cosas. Símbolos. No me reconozco en «tío» o «macho». Para el papeleo, soy un hombre, pero no hay nada en esa palabra que haga de ella una categoría más específica que «humano». Me reconozco en «gay», un eco que recorre siglos, pronunciado por los disidentes sexuales que son mis mayores. Si tengo que usar una palabra, usaré «queer» y me quedo con esa. Me miras a los ojos, ¿o qué?
Las etiquetas declaran un nombre en cada una de las botellitas: Jungle Juice, Everest, Blue Boy, Iron Horse, Double Scorpio, Oink!. Solo los símbolos las diferencian. Tipografía, color, diseño, ilustración, marcas, logotipos. La sustancia que hay dentro de las botellas se nos oculta. Nitrito de isoamilo, nitrito de isobutilo, nitrito de isopropilo, nitrito de isopentilo. Una técnica llamada espectroscopia de resonancia magnética nuclear puede identificar la combinación de líquidos de cada botella. Pero el vapor invisible que se eleva desde su interior es lo único que cuenta. «Iron Horse» es solo exhibición.
Al desenroscar el vapor pueden olerse sus notas. Puede sentirse su efecto latiendo a través de nosotros.
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