Anatxu Zabalbeascoa

Gente que cuenta


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de otro modo no habríamos sabido ver. Hay una coherencia entre estas voces, una familiaridad sucesiva en estos retratos, en casi todos ellos, y la causa es la presencia de quien escucha y retrata y cuenta, y también una deliberación tal vez no del todo consciente. A Anatxu Zabalbeascoa le interesan sobre todo personas sabias y raras, contemporáneas pero extemporáneas, conectadas vitalmente con el mundo pero también situadas un poco al margen, por su originalidad, por su vejez, por su agudeza mental, por su irreverencia. Ninguna ortodoxia es más implacable en nuestros días que la de lo actual, lo cool, lo último. Las personas con las que conversa Anatxu Zabalbeascoa suelen haber hecho en sus vidas lo que les da la gana, han inventado cosas, han llegado a revolucionar los saberes o los haceres a los que se dedicaban: pero van a su aire, no aceptan ni las imposiciones autoritarias ni las en apariencia antiautoritarias, son laboriosas y haraganas, son conservadoras y radicales, se ríen de todo y a la vez se toman severamente en serio lo que más les importa.

      El resultado, misteriosamente, es un libro sobre la sabiduría, la del vivir y la del hacer, sea lo que sea, hacerlo lo mejor posible, hacerlo de tal manera que no pueda mejorarse, según el dictamen de uno de los héroes centrales de Zabalbeascoa, Miguel Milá: hacer una novela, una canción, un edificio, una lámpara, una entrevista, hacer algo y vivir al mismo tiempo, criar hijos, sobreponerse a una enfermedad, aceptar la posibilidad del fracaso y lo inevitable de la muerte.

      Treinta años haciendo preguntas

      Mi primera entrevista la hice en un taxi. Corría la primavera de 1991. El diseñador francés Philippe Starck estaba en la cresta de su fama. Había viajado a Barcelona para dejarnos atónitos al explicar que, en una década, llevaríamos un chip que controlaría todos nuestros movimientos. No existía Gran Hermano, tampoco los gigantescos primeros teléfonos móviles. Él, que no ha dejado de diseñar sillas con nombre de persona, hablaba de un futuro inmaterial. Se equivocó por poco. Viajaba con su primera mujer, Brigitte Laurent, que tardaría menos de un año en morir de cáncer. Habían aterrizado por la mañana y se iban a meter en un taxi para regresar a París en el día. No concedía entrevistas.

      «¿Puedo acompañarles al aeropuerto?», pregunté abriéndoles la puerta. Fue Brigitte la que dijo que sí.

      La primera entrevista que publiqué en un periódico fue fruto de escuchar más a mis compañeros de oficio que al entrevistado. «Este tío quiere que lo sigamos al hotel. Va dado. Yo me vuelvo a la redacción», dijo el reportero de «Cultura» de La Vanguardia. Sin redacción a la que volver, yo me fui tras Neville Brody, el grafista del momento. Cuando la tuve, llamé a la sección de «Cultura». «Que esté aquí antes de las doce», dijo secamente el redactor jefe. Durante un par de años, esa voz me haría temblar: las propuestas no se escribían, se hacían de viva voz, y convenía ser precisa y hacer perder poco tiempo al jefe. El día que empecé a trabajar para El País lo telefoneé para invitarlo a comer. Fue entonces cuando empecé a llamar jefe a mi hoy amigo Llàtzer Moix, justo cuando él empezó a verme como a una igual.

      Siempre quise hacer entrevistas. En la facultad, mis compañeros deseaban hacer tele, era el momento en que aparecieron las cadenas privadas, y los clásicos soñaban con ser corresponsales de guerra —solo una lo fue— o con trabajar en deportes —hubo varios—. Yo quería hacer las entrevistas de El País Semanal. Específicamente. Como si fueran un género aparte. Decidí estudiar Historia del Arte porque me faltaba fondo de armario para escribir en cultura. Allí aprendí bastante arquitectura (estudié en Chicago) y tuve la suerte de entrenarme haciendo preguntas a diseñadores que dicen cuanto tienen que decir con sus diseños y, claro, no hay trabajo más duro que preguntarles a ellos. Por eso cuando tras el encargo de un libro sobre la nueva arquitectura española, comencé a preguntar a arquitectos, que en general tienen mucho que contar, me quedé durante años en esa especialidad. Algunos han recordado luego el día que entré en su estudio sin saber quién era Carvajal. Y preguntándolo, claro. Había vivido en un edificio de Mies, ya he contado lo de Chicago, y tampoco presumía de ello. Así, si a mí me fue fácil distinguir entre los que repiten una teoría, que con frecuencia ellos mismos se han autoimpuesto, y los que simplemente se explican, a ellos les costaría poco darse cuenta de que lo tenía todo por aprender. De eso se trataba, debía aprender para afinar preguntando.

      Mi primer encargo de entrevistas para El País Semanal fue lo menos rentable del mundo. Corría el año 2000. Todas eran para un mismo reportaje —es decir, cobré una sola vez— y dediqué varios meses a hacerlas en persona entre Madrid y Barcelona: Ana María Matute, Paco Rabal, Amparo Rivelles, Oriol Bohigas, Xavier Montsalvatge… Matute se dio cuenta de que estaba embarazada casi antes que yo misma. Y el reportaje se llamó «Lo que la vida me ha enseñado». Ahí estaba: iba a pasarme la vida aprendiendo.

      Intenté varias veces hacer entrevistas en El País Semanal, pero hubo jefes que solo me veían preguntando a arquitectos. Y en decoración: la casa me ha dado de comer. Curtida en el mundo de los edificios, comencé a proponer profesionales que tuvieran relación con la ciudad: sociólogas, políticas, psicólogos, ecólogos, paisajistas, casi siempre mujeres y de fuera de España. Pasaron los años, los libros de arquitectura, los hijos, los libros infantiles, y dos mujeres me apoyaron. «Tienes un don —me dijo una redactora jefe—. Te has ganado el puesto». Su sustituta me llamó para invitarme a comer. Quería saber si estaba dispuesta a salirme del mundo cultural:

      —¿Te atreverías a entrevistar a la Pantoja?

      —El día que ella quiera, será un reto. Mientras cobre, no nos dará nada que merezca la pena.

      Contrapropuse entrevistar a María Jiménez. Y esperé dos años a que estuviera bien para recibirme en su casa de Chiclana.

      He sufrido, maldecido y hasta llorado haciendo entrevistas. En Iowa, cuando trabajaba para La Vanguardia, regresé precipitadamente de celebrar mi treinta cumpleaños con mi gran amor, que vivía en Francia, para entrevistar a Kazuo Ishiguro, el fantástico escritor de Lo que queda del día. Craso error. Decidió que no quería entrevistas. Para compensar la decepción, la universidad me invitó a cenar y me sentaron a su lado, pero él solo quería hablar del vino. Dos veces me levanté al baño. La primera para llorar. La segunda para pensar. Decidí cortar en tiritas las preguntas que había anotado en los folios y repartirlas entre mis compañeros de beca —había publicado una novela con veinticinco años y estaba en el International Writing Program—. Cuando Ishiguro terminó la lectura, comenzamos a levantar la mano para hacer las preguntas. La levanté cinco veces, dos para repreguntar. La entrevista se publicó. «Las dificultades del periodista para obtener las noticias no forman parte de la noticia». Esa parte del Libro de estilo de El País la hemos aprendido muchos en vivo.

      La vida se mete por en medio de las entrevistas. A Jhumpa Lahiri la entrevisté calva y en Roma. Hacía seis meses que me había dado cita y la quimioterapia no iba a impedir el encuentro. Pero lo más curioso no fue mi calva, lo sorprendente es que una mujer de origen bengalí y criada en Estados Unidos me preguntara si la entrevista podía ser en italiano.

      Desde la recepción del despacho londinense de Zaha Hadid escuché cómo la arquitecta gritaba que no estaba dispuesta a recibirme. Sabía que no era nada personal. Era más bien costumbre de la casa. Por esa época yo ya no lloraba por algo así, pero me estrujé la cabeza pensando en qué le diría a mi jefe. Eso cuando el periódico pagaba el viaje. Muchas veces fui yo misma quien reunió a tres, cuatro o hasta cinco entrevistados para rentabilizar la inversión que supone comprar un billete de avión. Siempre he sentido que esa relación con la vida real, llegar en metro a las entrevistas, me servía para tener los pies en el suelo. En el mundo de la prensa sobre diseño te hospedaban en cinco estrellas. El de las entrevistas es más bien de pensión o de casa de amiga. Suele ser incómodo. Se sufre. No es que todo eso haga falta, es que sucede: entrar en la vida de otra persona exige, parece ser, alterar también bastante la tuya.

      No soy la única que ha llorado. Durante la entrevista que le hice en Fráncfort mucho antes de que recibiera el Princesa de Asturias, la socióloga Saskia Sassen comenzó a temblar recordando al dueño de la trattoria de Turín que, durante un año, le dio cada noche un plato de sopa. A Jenny Holzer se le saltaron las lágrimas durante un ataque de tos cuando, de repente, se topó con una herida profunda de su infancia. Ella