Tadeo Palacios

Mañana nunca llega


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      Sin concesiones, con prosa ágil, vigorosa y registros que subvierten con talento las convenciones, los cuentos de Tadeo Palacios Valverde nos hunden en la vorágine de las pasiones humanas que los tiempos de crisis sanitaria y política han acrecentado. Se trata de la radiografía lúcida de una sociedad frente a cuya descomposición resisten con terquedad quienes aún creen que otro mundo es posible.

      Christiane Félip Vidal

      A pesar de su juventud, Tadeo Palacios tiene una prosa tan lograda que podría leerse cantando. Vive en ella algo de la oralidad de Oswaldo Reynoso —en Los inocentes— y de la música del hablar de Piura. Pero esta elegancia sutil no es señal de calma: el lenguaje, como un viento que se manifiesta suave solo al principio, va construyendo historias donde el dolor y la ira emergen brutales, con la sensorialidad a flor de piel.

      Juan Manuel Robles

      «La tarde ya lo inundaba todo con su sangre», escribe Tadeo. La tarde y su promesa agridulce, materna y paterna. Espera, abandono, amor, resistencia, malentendido, pisoteo, lucha. La tarde es ambigua y urgente. La tarde arremete, no es retráctil. Como estos cuentos. Sus colores: rojo fuego; su paisaje: el desierto, el mar y la ciudad; un sabor: tamarindo; y estos lenguajes: la ternura y la cólera. Cada tarde llega a su mañana, Tadeo, pero el mañana nunca llega.

      Katya Adaui

      La irrupción de Tadeo Palacios en el circuito literario con estos poderosos relatos confirma lo que intuíamos los que nos acercamos a sus primeros esbozos: no solo es el vuelo y la innegable calidad de su prosa, estamos ante un escritor impetuoso, vital, arriesgado que vive la literatura y defiende a muerte esta extraña forma de vida.

      Diego Trelles Paz

      Tadeo Palacios

      Mañana

      nunca llega

      Mañana nunca llega

      © Tadeo Palacios, 2021

      © Pesopluma, 2021

      1ª edición electrónica: marzo 2022

      Serie Iceberg

      Piloto: Teo Pinzás

      Copilota: Paloma Reaño

      Tripulante: Ligia Boga

      Diseño y diagramación: James Hart

      Imagen de cubierta: Victor Sanjinez

      Conversión electrónica: Pintax.com

      ISBN: 978-612-4416-31-6

      Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° 2022-03018

      Editado por Pesopluma S.A.C.

      Parque Francisco Graña N° 168, Magdalena del Mar, Lima – Perú

      www.pesopluma.net | [email protected]

      Este libro no podrá ser reproducido, total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito de la editorial. Reservados todos los derechos de esta edición para todo el mundo.

      Las palabras pertenecen

      también a mis abuelxs

      ¿Cómo hacer olvidar a la lengua su ayer manchado de espanto? ¿Cómo cicatriza la lengua olvidando su ayer?

      Juan Gelman

      El auténtico coraje consiste en admitir que la luz que hay al final del túnel probablemente es el faro de otro tren que se acerca en dirección contraria

      Slavoj Žižek

      La guerra ha sido la norma, y la paz, la excepción

      Susan Sontag

      El legado

      1

      La primera vez que me enseñaste tu trabajo, viejo, fue cuando el abuelo murió.

      Entonces tenía diez años y sentía envidia de los demás muchachos del colegio. Ellos tenían papás capaces de levantar una casa, como el del Bizco Jiménez, que era ingeniero. O que ganaban mucha plata soldando huesos rotos, remendando el pellejo ajeno, curando gente, como el papá de la Pulga Salgado. Él, por ejemplo, me enseñó las fotos que le habían sacado en el consultorio de su viejo. La piecita era reluciente y seguramente olía a desinfectante, a flores, a lo que debe oler la esperanza cuando alguien recibe la noticia de que va a sanar pronto. Tú, por el contrario, te negabas a dejar el cuartito calcinado por el cloroformo y el Pinesol en el que rondaba la pena ajena. Después de todo, la funeraria fue lo único que el abuelo te dejó y era tuya hasta la última de sus telarañas.

      2

      Estoy cansado. Dos muchachos me echan una mano y las solicitudes nuevas no dejan de llegarnos. Pensé varias veces en desconectar el teléfono, apagar el celular y borrar nuestro sitio de Facebook. Supongo que, si continuases aquí, conmigo, lo habrías hecho mejor. Los hospitales reventaron hace semanas y los hornos de cremación ya no aceptan más cuerpos. Pensé en cerrar el local, pero es muy tarde para detenerse ya. No. En realidad, me niego a parar. Los primeros meses la peste nos obligó a escondernos. Un largo e indefinido escape hacia dentro. Las autopistas, desiertas al principio, hoy están abarrotadas con la gente que intenta adaptarse a la tragedia y, a pesar de mascarillas y pruebas y controles, sigue muriendo todavía. Nadie quería exponerse al bicho, salir y calzarse las botas, los trajes. Pero tú insististe. Si no eras tú, entonces quién, me decías. Yo no podía desmentirte.

      3

      Me acuerdo de aquella primera vez en la trastienda, juntos. Los ataúdes blancos y café, negros y grises, con los acabados y las molduras repujadas asoleándose, y las rosas y los Cristos silenciosos y empernados a la madera, y las lámparas con sus luces tenues sobre pedestales, como exhibiendo un simulacro del adiós para todo el que se asomara al vestíbulo: una muestra inmediata y por adelantado de lo último que rodearía a sus restos. El abuelo parecía dormir sobre la camilla metálica bajo un chorro de luz fluorescente. Le habías puesto una túnica holgada. Hasta ese día me habías mantenido lejos, siempre del lado opuesto del mostrador, como si quisieras alejarme del peso que, sabías, venía con los muertos ajenos. Me tomaste por los hombros y en silencio miramos al papá estarse inmóvil, envuelto por fin en una quietud inquebrantable, sin cables entrando y saliéndole del brazo, sin el bip de las máquinas ni el dolor de los tubos forzándole la boca. En el cuartito aquel, entre herramientas y frascos, en medio del gruñido incesante del aire acondicionado, me dijiste que, cuando tú te marchases y tu carne se hubiera amoratado, me tocaría prepararte, despedirte. Mis diez años no eran suficientes para prometértelo, viejo, y solo nos estuvimos ahí por el resto de la tarde fría, girando sobre nuestras cabezas. Quería llorar. A mis amigos les dejarían casas nuevas y hasta una clínica. Te miro ahora y todavía no me salen las palabras que pude haberte susurrado, que debí pronunciar como quien hace una promesa. No lo hice.

      4

      De lunes a domingo, de siete a siete, ocupabas una silla en el dintel de la puerta del local. Recogías las sobras de los hogares que no iban a encargarle una casa al papá de Jiménez y recibías a los que no pasaban por la consulta del doctor Salgado. Durante décadas, el de nosotros había sido el único servicio fúnebre de Piura. El abuelo Maldonado lo recibió de su padre y este último decidió abrirlo frente al Hospital Obrero, en medio de la pampa seca que cortaba en dos lo que luego habría de ser la avenida Grau. Después, una a una las compañías de seguros fueron abriendo sucursales. Decías que lo de ellos era un negocio, un trámite indeseable, irrespetuoso y, para colmo, carísimo. Y había que ser un miserable

      para buscar enriquecerse con el sufrimiento ajeno. «A los muertos no se les filetea como si fueran ganado o chivos», repetías. Para lidiar con la muerte a diario, para decidirse a hacer de la despedida un oficio, había que estar dispuesto a dejar un poco la vida en ello, viejo. Y si no eras tú el que ofrecía ese consuelo, si no eras tú el que tendía esa mano, si no eras tú en medio del arenal, bajo la luz del fluorescente y el asedio de los zancudos, ¿entonces quién?

      5

      Recuerdo que, por mucho, detesté lo que hacíamos. «Ahí van