Tadeo Palacios

Mañana nunca llega


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confiar en mí, todo esto ha sido un infortunado impase, un terrible caso de teléfono malogrado que, por lo visto, inició el secretario del consejo. ¿Cómo lo llamó usted? Ah, sí, el Orejón Farfán.

      Teófilo guardaba un silencio fantasmal, tanto que hubiera deseado transparentarse con tal de que dejaran de punzarle las risitas de la concurrencia que lo auscultaba con desconcierto, reparando en sus mocasines despegados, en el cuello borroneado de su camisa y en la basta descosida del mejor pantalón de su guardarropa.

      —Sí, como le decía, este es un infeliz caso de error por homonimia. Muy común en la Administración Pública, debe saber, y cuantimás en asuntos tan triviales como esta comidita de camaradería en la que, usted puede constatar, solo hay miembros del consejo y allegados de extrema confianza. Por ejemplo, ¿ve al caballero de sacón? Es el doctor Lequernaqué, médico del Hospital Privado y esposo de la señora Lozada, la regidora que ve usted ahí con sus lentecitos, tan linda ella.

      —Ah…

      —Ese fue el origen de la confusión. ¿Se da cuenta? Un apellido peculiar el suyo, ¿no? Aquí nadie se desdice de la invitación porque, bueno, nunca hubo tal. Ese es el señor Lequernaqué que desde el principio iba a venir hoy, no usted.

      No cabía la menor duda para Teófilo. Y aunque ese otro Lequernaqué bien pudo haber pasado por algún pariente suyo, un sobrino, el primo que no veía hace años —la piel oscura, el cabello afiladísimo, la fisonomía apretada y robusta—, la clase y el porte de ambos no eran iguales: el médico lucía un cartón en un bien equipado consultorio y un anillo en el anular, enfermera y una esposa con cargo digno. El paquete completo. Cada una de esas cosas le había ganado al tipo su lugar en la mesa de honor. En cambio, Teófilo, que llevaba el anular desnudo, que carecía de un cartón en la pared, o una amante o esposa con cargo honorable, no tenía la menor oportunidad de pararse a su costado sin esquivarle la vista, ruborizado. Él, que coleccionaba cachivaches rescatados durante la faena. Él, que poseía una retahíla de escobas despelucadas, tornillos y clavos en una lata, y dos mudas de uniforme, solo podía contar con el aguadito de patitas que la Mañuca improvisaba cada noche.

      —Doctorcito, son veinte años colaborando con el municipio… y yo…

      —Sí, y se lo agradezco, no sabe cuánto.

      —Creí que era un agasajo que había coordinado con el sindicato. Verá, soy el más antiguo de todos los…

      —¡Eso queremos! Ciudadanos y trabajadores honestos como usted nos sacarán del foso al que hemos caído, don Lequernaqué. ¡Mis felicitaciones y siga adelante! Yo también me hice solo. Se sufre, se padece, pero mire hasta dónde he llegado.

      Sin darse cuenta, el barrendero se había dejado conducir por el paso ligero de la autoridad hasta el umbral de la picantería, de manera que ahora sopesaban la marcha de los autos que bajaban por la calle Tacna hasta la avenida Bolognesi.

      —Mire —siguió Dioses—, nadie tiene por qué, digamos, enterarse de todo este bochornoso incidente. El lunes le prometo que reprenderemos a ese tal Farfán por las molestias que nos ha causado, sobre todo a usted. ¡Un memorándum se va a ganar ese metete, querido Teófilo! ¿Puedo tutearlo, cierto?

      —Sí, pero…

      —Bueno, bueno, Teófilo, a ver, dónde la puse… Espérame… ¡Ah, aquí está!

      Y sacando una billetera de su pantalón al cuete, Armando Dioses tomó la mano callosa —e igualmente sudada— del obrero, la abrió con cuidado, le mostró los dientes espantosamente blancos y alineados, puso cincuenta soles entre sus dedos y se los cerró en puño sobre el dibujo chaposo de Abraham Valdelomar.

      —¿Cincuenta soles? Yo no puedo…

      —¡Por favor, Teo! Acéptelos. No es mucho, pero creo que compensa sus pasajes y, por supuesto, el tiempo perdido —y volviéndose al sitio que aguardaba su retorno con una cerveza, continuó—… En fin, no quiero ser descortés con mis invitados. Ha sido todo un placer y lamento mucho que hayamos pasado por esto, de verdad, con toda el alma.

      Sin apretones, sin un abrazo, sin una sola palmada. Solo Teófilo y su pequeñez, su silencio y esa muestra de secreta, aunque sucia benevolencia, ardiéndole en la mano, palpitando tanto como la vergüenza en el lado izquierdo de las costillas.

      El reloj de la iglesia San Sebastián daba la una y cuarto. Los gallinazos pendían del cielo dejando que el sol encendiera sus alas y sus sombras, proyectadas sobre la ciudad, recorrían las calles como enormes espectros intermitentes. El calor hacía de la brisa un suspiro terroso que le golpeaba con malicia el paladar.

      Lequernaqué no supo qué lo había atravesado. Tampoco quería percatarse de que su pecho, ahuecado, fofo, combado una vez más en dirección al suelo, había perdido eso que, si no era confianza, por lo menos se le parecía. Al final, esa irrefrenable necesidad de creer que podía significar, por lo menos una vez, algo más que un par de extremidades pegadas a un palo de escoba o a una carretilla lo empujó a exhibir el espectáculo ambulante que era la comedia de su figura maltrajeada. Incluso si un buen día consiguiera limpiar cada mísero grano de arena de esa ciudad condenada a arder por toda la eternidad, suya era la condescendiente lástima del anonimato, le estaba reservada.

      La culpa había sido enteramente suya.

      Quería llorar, pero sus ojos, gastados por las horas que pasaba barriendo, se encontraban secos.

      Se vio invadido por el impulso de romper el billete en dos y dejarlo en la pista para que el lunes pudiera echarlo en una de las bolsas con las que cargaría su carretilla, mas supo contenerse: solo por esa noche, al menos, quería dejar de comer aguadito.

      Aquella tarde de sábado, con el hambre subiéndole por la garganta y una amarga cólera deslizándose por su espinazo, Teófilo comprobó dos cosas mientras recogía sus pasos hacia el paradero de motos del óvalo Bolognesi: la primera fue que, después de todo, Armando Dioses era un pobre rosquete. Y la segunda, y quizá la más importante, era que su mujer estaba en lo correcto: la mona, aunque se vista de seda, mona siempre se queda.

      What is (not) love?

      Estoy como un búho en la oscuridad al que aún no

      le llega la hora del canto

      Pilar Dughi

      Le quedan tres cuartos de hora al sábado y yo sigo en la esquina del parque, detrás del timón del Lada, con el tufo del trago que rasguña mi garganta y la nariz roja, ardiendo y moqueando por la parchada que me di en el baño del Soltimbú. Pero ella no aparece y la busco en los numeritos fosforescentes del reloj que muerde mi muñeca y los grillos volando y chocándose contra los faros del carro. Un minuto, y hurgo la esquina por la que debería pasar. Van tres y no llega. No importa, me digo. Puedo esperar, miento.

      Un mixto en mi boca. Armé dos con el resto del moño que tenía y con un poquito del falso que Gonchi me fio en la discoteca. Le meto una calada y la noche es un gigante en caída libre. Dos caladas más y miro cómo la candela avanza y la Rizla prendida se desvanece. Y el papel, ah, cómo se disuelve en la candela. Y la hierba, ah, cómo se deshace en culebritas humeantes que zigzaguean, se pierden en la nuca de la inmensa madrugada y se derrumban en cámara lenta sobre los arenales que envuelven Piura.

      Comienzo a pensarla: lleva su cabello recogido, como las tombas o las enfermeras de las postas. Puedo imaginarla atravesando los aros que escupo y que se estrellan contra el parabrisas. Clip-clop-clip-clop. Corre a mi encuentro y mis dedos son los hilos que el invierno le ha cosido a sus jeans. Clip-clop-clip-clop. Y su sombra se acerca enloquecida y al galope: una yegua desbocada que viene a quebrarme las piernas.

      La luz de los postes lo ensucia todo de anaranjado: empapa los algarrobos, las pistas tapizadas de baches, incluso esta esquina del parque Juan Pablo II en la que estoy cuadrado, esperándote, Camila, en medio del tira y jala, tira y jala. No quedan estrellas arriba.

      9 de julio del 94, un invierno asqueroso. El ventarrón en el desierto es una mierda, pero tengo que bajar el vidrio. Feel the vibe with your mind (feel the vibe, everybody come alive). Golpeo un par de veces y boto el humo por la