Tadeo Palacios

Mañana nunca llega


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le parte el cráneo a la noche.

      Mi cabeza (se) rompe (en) el velocímetro.

      Las ruedas al vuelo. El caucho y su rastro achicharrado sobre la berma.

      Ojalá me llamen a desayunar pronto: los domingos mi viejita hace un frito de la conchasumadre.

      Las náuseas me trepan por la garganta: un batido de algo que, espero, no sean los pedazos de mi hígado. No importa cuánto lo niegue: aunque esté jodido, aún creo que cruzarás la esquina, Camila.

      Empujo la puerta. Zafo las piernas que el tablero oprime. Puja que te puja, hasta que aflojan los huesos y toda mi humanidad se hace añicos contra el suelo. Boqueo: soy un pescado al que sacaron del agua y arrojaron a la pista caliente. No hay dolor, mi carne es de concreto.

      Trato de incorporarme, lo intento desesperadamente y me sostengo de la puerta. La música sigue en la radio, pero ahora mismo eso no importa. Las piernas me fallan, la puerta del Lada se desprende y muerdo el asfalto de nuevo. Me toco la boca: me faltan dos dientes. En su lugar, una espesa cascada escarlata se desliza por mi mentón. Giro la cabeza. La sangre empapa mi pelo.

      La trompa del auto, retorcida; los vidrios como bolitas de mercurio por doquier; y el humo que sube y sube desde el motor descubierto: el Lada es un dragón herido. Un laberinto de escamas rotas, desgastadas. Una bestia beige moribunda que mea combustible sin control.

      —¡Una ambulancia!

      —¡Pobrecita! ¡Ayúdenme a levantarla!

      —¡Ponle la mano a ver si respira!

      —¡No, no la muevas, la puedes fregar más!

      Te demoras mucho, Camila. ¿Ves? Unos huevones vienen a buscarme bronca. ¿De dónde salieron? ¿Qué tanto hablan? Los conoces, ¿no? ¡Tú los mandaste! ¡Tu viejo y el Toño les han pagado!

      —¡Les voy a sacar la mierda a toditos!

      Entre arcadas, devuelvo hasta las tripas. La nariz me cuelga de un hilo de piel. Apenas puedo respirar, pero el desmayo no viene: mi carne es de concreto y no hay dolor. La noche continúa aplastándome…

      —Ese cojudo está zampadazo.

      —Es medianoche, ¡llamen a la policía!

      —¡Pidan primero una ambulancia!

      Quiero levantarme, enfrentar a la multitud que se me ha echado encima. Lanzo, inútil, un par de ganchos y escucho sus carcajadas, mientras siento cómo los golpes van a dar a la nada y se pierden en la indiferencia del polvo. Los huesos clarean a través del jean. Soy una lombriz partida a la mitad. Y en el vendaval de voces y dedos afilados, intento cerrarle el hocico a los que no dejan de ladrar. Pero no importa cuánto lo intente, todo lo que queda en mis ojos son garabatos, trazos de luz como candelillas temblorosas y un chillido muerto en la garganta, ahogado por la náusea.

      Y tú que sigues sin llegar.

      Lloro tumbado boca arriba, duro, tieso como los perros que los terrucos colgaron de los postes e incluso de la estatua esa del papa que está en el parque. «Den Xiao Ping, perro traidor», en un cartón amarrado al pescuezo del animal. Cómo lloraste por los pobres, Camila, el día en que los vimos banderear por todo Santa María del Pinar. Encima de cachaniños, mataperros, dije, y no pude contener la risa porque, desde cierto ángulo, parecía que la figura de cemento de Karol Wojtyla era la que en realidad estaba ahorcando al animal. Me odiaste desde entonces. Me odias ahora, solo que aquí no hay cachorros tiesos, ni terrucos, ni estatuas cagadas por las palomas y embarradas de sangre seca. Solo estoy yo, tan hecho mierda de repente.

      —¡La chica no respira!

      —Yo lo vi a este cuadrado en la esquina del parque.

      —Arrancó y se la llevó de encuentro.

      —¡Asesino! ¡Asesino!

      ¿Asesino? ¿¡Asesino yo!? ¡Por la puta madre! ¡Ningún asesino! ¡Soy un poeta! ¡El emperador del verso es incapaz de matar!

      Escucho llegar a más y más autos. Más extraños se han sumado a la turba que me asfixia. Empiezan a llover las primeras piedras, las patadas feroces. El casete ha girado de repente. Los bajos se confunden con el estallido de sirenas que está cada segundo más cerca.

      Dibujo tu cara en mis retinas. I don’t know why you’re not fair. Te extraño, Camila, mucho, mucho. I give you my love, but you don’t care. Y veo tu rostro iluminarse con el juego de azules y rojos, rojos y azules que traspasan mis párpados. So what is right and what is wrong? Las piedras le sacan chispas a la carretera. Los meteoritos que anuncian mi extinción. Ojalá pudiera anotar eso en mi cuaderno, conchasumadre. Ojalá alguien me hubiera escuchado. Gimme a sign…

      Aúllo, pero la noche me niega la luna.

      Silbatos, bocinas, sirenas, faros. El viento las arrastra, me consumen.

      Empieza a garuar.

      Y tú, Camila… tú que no llegas.

      Hora del baño

      Sé que te disgusta verme entrar al cuarto cuando hace calor y cargo la tina y llevo la esponja entre los dientes mientras hago malabares para sostener el jabón, el champú y un patito con el que te bañas porque te gusta y porque sabes que solía ser mío y ahora, desteñido y sin el ojo izquierdo, es tuyo y de nadie más.

      O eso es lo que quiero creer, Laurita. Pero, incluso con juguete de hule y la esponja de tul y el champú-no-más-lágrimas, puedo escuchar tus pucheros cuando me agacho a dejar las cosas, disponiendo de cada una con paciencia, colocándolas sobre las manchas que este ritual interdiario ha dejado en el parqué.

      Y gruñes, te quejas, revuelves las sábanas que acabo de sacarle a tu cama y que de puro amarillas van al cesto de la ropa sucia (mañana toca lavar, tender, recoger, doblar).

      Me ves salir del cuarto. Sigues con la pataleta. Yo finjo no escucharte desordenarlo todo. Tarareo. Busco el agua del hervidor. Voy por el balde que dejé en el fregadero. Y después de revolver y probar la temperatura con la mano, voy dificultosamente de regreso con diez litros. Cualquier día el asa de acero me cortará los dedos.

      Uy, qué rica. Vas a ver qué calientita está, Laurita. Pero en tu rostro solo quedan los pucheros con los que cada mañana me tropiezo yo mismo en el espejo, demacrado, harto de buscar cómo estirar la plata. Entre la pensión del viejo y lo que gano por las clases y talleres no alcanza. Ya no sé en qué pantalón me falta buscar algún billete olvidado.

      Tus jarabes son caros, ni hablar de tu doctor. Si tan solo hubiera estudiado Medicina como me rogaba el viejo... hace rato te hubiera compuesto, Laurita. Y tendría con qué comprarte la fórmula de vainilla que te gusta y no la soya que tomaste ayer. ¿Pero qué otra cosa puedo darte?

      Si supieras que el libro no se vende y que el periódico ya no quiere recibir mis columnas. «Lo de hoy son los chicos, Ramirito». Mi reemplazo hace videos para TikTok, pero también tiene el título universitario que me falta. Un éxito el muchacho, dicen.

      Por eso María se fue. No podía con las dos a la vez. Al menos ahora se le ve feliz con el ingeniero. No la odies, te lo pido. En el fondo, ella también quiso estar con nosotros. Tú no tienes nada que ver. ¿Quién habría de escogerme luego de toda la mierda que le hice? ¿Por qué no le hice caso al viejo?

      Los amigos me evitan y no los culpo: esta mala racha seguro es contagiosa. Aparte, quién se juntaría con el tipo sobre el que pesa un expediente en el juzgado de familia, dos reparaciones y, desde 2009, quinientas copias de una plaqueta invendible en los anaqueles de las librerías del centro.

      Por suerte, tú no te enteras de nada, mi Laurita. Mejor así. No debo explicarte nada, solo debo abrazarte fuerte y procurar que comas a diario, que no te falten las pastillas, que haya con qué mover al médico para que te atienda en la casa y tu ropa huela rico.

      Pero si hay algo que detestas que haga, el único momento en que de verdad sé que me odias, es cuando el calor chamusca y me ves montar este espectáculo de jarras, baldes y envases, aunque luego se te pase al tenerme