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al hombro a los muertos de los demás y llevar colgando sus fantasmas en las letras de mi apellido. Hasta que los amigos y los extraños se acostumbraron a la idea, supongo, y dejaron de molestarme o se aburrieron, o todo a la vez. Con el tiempo, Salgado y Jiménez hasta me respetaban porque, según ellos, había que tener estómago y nervio para quedarse a solas con los cuerpos amoratados y retocarlos y peinarlos y vestirlos y devolvérselos a la familia que los aguarda, que espera entre llantos a quien habrán de dejar partir. «¿Si ustedes no lo hacen, quién lo haría? Mis respetos». Tu dedicación desterró la vergüenza de mi pecho y ya no pude dejarte solo, viejo. Esta también sería mi carga.

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      Te hizo sentir orgulloso lo rápido que pude atenerme al oficio y a su técnica. Me hiciste postular para doctor, pero el puntaje no me alcanzaba ni para sacamuelas. Soy bruto, viejo, pero no cojudo. Por eso pasábamos las tardes y noches encargando flores, arrendando el auto, preparando los ataúdes, despachando lamparones y, por supuesto, cuidando de los «clientes»; y yo observaba cómo remendabas la carne, cómo dejabas secos los cuerpos, y la sangre en tirabuzón se iba por la canaleta y envolvías con ungüentos al «paciente» y curabas con formol y les calzabas el hábito y su poquito de rubor, su peinadita. Miraba y aprendía, miraba y metía poco a poco la mano. En mis ojos seguía tatuada la imagen del papá Maldonado y su rostro, esos gestos del que por fin ha llegado a un refugio de quietud, libre de dolor, donde la enfermedad no lo alcanzará de nuevo (eso decía la vieja). Y devolvía los ojos a los cuerpos a los que debíamos vestir, arreglar, coser, curar, limpiar, maquillar. Y en todos se repetía para mí la cara del abuelo, tu cara, la mía. Este era el encargo que teníamos: acompañar, disfrazar la ausencia que llega con el último aliento, esconderlo bajo el ropaje del sueño tranquilo, hacer posible el duelo.

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      ¿Cómo un bicho en el aire, en la saliva de los otros, en la piel, en las gotitas que baleaban el rostro del prójimo iba a detenerte? ¿Cómo mantenerte escondido y seguro durante la pandemia que nos amenazaba? ¿Ibas a permanecer solo con la vieja escuchando por la tele que tu gente caía, que acababan a la intemperie? ¿Cómo resistirte a semejante riesgo venido de los confines del mundo? Nadie iba a pudrirse bajo el sol del mediodía en tanto estuvieras ahí.

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      Me acuerdo cuando entraste por la puerta, de improviso, para encargarte de la misión que sentías propia a pesar de lo mucho que te pedí descansar. La vieja me avisó llorando por teléfono y te esperé sentado bajo el dintel de la entrada del local, listo para impedirte el paso y devolverte por donde habías llegado. «Los chicos y yo lo tenemos cubierto, viejo». Pero nunca escuchaste. En la arena se desparramaban las carpas de los que aguardaban a que el hospital les devolviese a sus familiares vencidos, sofocados por el bicho. Me saludaste desde detrás de una mascarilla, como si nada pasara, como si supieras por anticipado que nada podía hacerse para impedirte venir, para despojarte de tu momento, de eso a lo que te habías dedicado por treinta y cinco años: «¿Qué mierda haces afuera?», dijiste, y te seguí.

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      Nos cuidamos. Procuramos hacerlo mucho más que antes. ¿Por qué ocurrió? Nos pinchábamos el dedo a diario. Negativo todas las veces. Los chicos que contratábamos iban con escafandras, levantaban a los caídos, les envolvían, les fumigaban, los depositaban en la carroza y forraban los ataúdes. Pero insistías: «Nadie merece ser tratado como ganado». Y te rehusabas a dejarme solo. Rechazabas la oferta de quedarte en el dintel de la puerta y preferías acompañarme cuando hiciera los arreglos; cuando, detrás de una bata de astronauta, intentaba borrar de los rostros la desesperación de la asfixia, aun cuando sabía que ya en el cajón embalado en plástico nadie volvería a verlos jamás.

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      Muchas veces vi cómo devolvías el dinero, se lo apretabas en la mano a las hijas cuya madre les había sido arrebatada, a las mujeres cuyo esposo se perdió en el abismo de la uci y el coma inducido. Lo hiciste durante la pandemia, a pesar de que el dinero no nos sobraba; lo hacías como siempre lo hiciste antes del encierro con los casos que considerabas más graves, más urgentes. A mediados de julio, rehusaste parar. Prohibiste que imitásemos a las compañías que ya habían cedido. ¿Ya estabas enfermo?

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      La vieja está sola en la casa junto a tu sitio vacío. Yo no he vuelto desde que tuve que pasar por ti. Ahora estoy a tu lado y te miro tendido en la misma camilla en la que tu padre dormía hace tanto. Te miro y arreglo tu corbata. Toco tu rostro. Es injusto que nadie más que yo pueda hacerlo ahora. Acaricio con rubor tus mejillas lívidas y acicalo el cabello que aún te queda. Lamento tanto no tener a nadie a mi lado todavía. El bicho te tomó por asalto y sin mostrarse. No hay un hijo que prometa frente a tu cuerpo encargarse de mis huesos.

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      La primera vez que me enseñaste tu trabajo fue cuando el abuelo murió. Aquella vez, mis diez años no bastaron para responderte. Ahora que te abrazo en silencio y que la rigidez de tu cuerpo hiere mis brazos, tampoco puedo decirte que toca despedirnos. Tú solo has cerrado los ojos. Te pondrás de pie por la mañana, ¿no es cierto, viejo?

      Descansa por el momento. Yo seguiré aquí velando tu sueño, en tanto el frío gira sobre nosotros y el zumbido de la luz colma mi pecho.

      La invitación

      Lequernaqué había llegado al restaurante antes de lo previsto. Mejor, la tarde debía ser perfecta. Bajó de la moto, pagó al conductor con cinco soles y le devolvió el ridículo casco que durante el viaje había tratado de calzarse inútilmente. «Quédate con el vuelto, chino». Hoy más que nunca podía permitirse el lujo de apreciar la gracia que se esconde en la caridad hacia el prójimo. «¡Gracias, profe!». En otras circunstancias, habría prescindido de aquel gesto, acaso indignado por el despilfarro, chupando los dientes y apurando su vuelto. En otras circunstancias quizá, pero no hoy. Se diría que incluso el muchacho lo había puesto de buen humor: imagínate, ¡de barrendero municipal a profesor! Pero, entonces, dónde quedaban los gritos de su señora, la Mañuca, cuando le espantaba las gilas a los hijos: «Aunque la mona se vista de seda, mona se queda. Bien pintaditas y detallosas en la calle, pero el resto del día, ¡ay!, todas lagañosas». Pura envidia y mala entraña. El que se traga esa vaina es por cojudo, pensó, y sus dientes no pudieron contener esa larguísima carcajada que lo emparentaba más a los chilalos que a los hombres.

      Faltaba media hora, según comprobó en la pantallita verde de su Nokia. Extrajo del bolsillo un peine y se lo pasó una, dos veces, como intentando recomponer la raya que partía su cabeza en dos parcelas de caña puntuda.

      Como el sol le calcinaba hasta la planta de los pies, ni bien se hubo acicalado, decidió aguaitar adentro del restaurante. El aire acondicionado aliviaba el resquemor de un pellejo maltratado por la intemperie. Los comensales quitaban de sus fuentes ajíes cortados en flor y diminutas sombrillas de papel colorido. Otros desarmaban con el tenedor imponentes torres de pescado en trozos y ungían fuentes de chicharrón con el jugo de limones recién exprimidos. En las paredes los paisajes rurales de chicheríos, cecina tendida y tinas de chicha hirviendo hacían juego con el meticuloso entramado de paja de las sillas y el tejido de los sombreros de chalán clavados al muro.

      Lequernaqué buscó y buscó, pero sus pupilas arañadas por el polvo no tropezaron con ninguna cara que le resultase medianamente familiar, o por lo menos conocida, por lo que convino en que mejor esperaría sentadito, a la sombra de una ponciana del parque que estaba a una cuadra, al pie de la iglesia de San Sebastián. No fuera a ser que lo acusaran de zalamero, o peor, de urgido. Así que, con el buche henchido de algo que si no era orgullo por lo menos se le parecía, subió por la calle Tacna, escogió una de las bancas que daban a la pista, dobló un pañuelito para enjugar su frente como quien pule con lija una pared, y resopló ansioso, satisfecho, sintiéndose un poco más augusto que de costumbre. Y pensó en que a veces hay esperas que dignifican.

      Anoche, su esposa creyó que le estaba tomando el pelo. «Me crees caída del guabo, ¿no, Teófilo?», le recriminó entre incómoda y divertida. Igualito le respondieron Sosa, Rodríguez y hasta Namuche cuando se los contó, solo que ellos le torcieron la boca y le dijeron que no jodiera y que mejor siguiera pasando la escoba porque todavía les faltaban cuatro calles del