del destino del pueblo kurdo. Le visité varios días seguidos. Apenas se levantaba, nunca le oí hablar. Las tumbas crecían a su alrededor.
Una mañana dejó de estar. Lo sepultaron antes de que yo llegara. Le cubrieron el rostro con una tela. Sobre la mortaja colocaron hojas secas y sobre las hojas, piedras planas. Una estela corta y sin inscripción marcaba el túmulo. A su lado, a izquierda y derecha, había decenas de tumbas pequeñas, de no más de un metro de longitud.
Dentro de la tienda familiar, un anciano liaba un cigarrillo recostado sobre la manta que le servía de lecho. Me dijo que era el abuelo de Magid y que lo aceptaba todo, incluso el hambre y la muerte de los niños, si a cambio de aquel sufrimiento los estadounidenses asesinaban a Sadam Husein y transformaban Irak en un país que estuviera en paz consigo mismo. “Nos han forzado a salir de nuestros hogares, y aquí no se puede vivir”, dijo exhalando el humo. Yo asentí, y él levantó los ojos, sonrió al cielo con los pocos dientes que le quedaban y pidió un deseo.
En aquel instante, dos aviones de guerra hicieron una pasada sobre el campo. Fue una casualidad más que un milagro porque la fuerza aérea estadounidense hacía días que patrullaba la zona, pero el anciano tuvo palabras de agradecimiento a su dios misericordioso.
Se trataba de dos A-10 norteamericanos, conocidos como Thunderbolt, diseñados para atacar tanques. Diez minutos más tarde, aparecieron cinco helicópteros. Los refugiados levantaron la cabeza. “Es James Baker, es James Baker, es James Baker”, exclamaron algunos viéndolo pasar de largo.
Bois, un peshmerga de 35 años, apenas levantó la cabeza. Ya no esperaba nada de nadie y menos de los estadounidenses. “No sé a cuánta gente habré matado en mi vida –me contó–, pero seguro que a mucha. Los gobiernos de Irak y Turquía me obligaron. Ahora no quiero matar a nadie más. Me gustaría volver a mi pueblo y vivir como antes”.
Bois se había dedicado a matar para vivir y sobrevivir en nombre de los otros, de la patria, de la historia y la religión. Matar por Dios, obligado por la jerarquía, satisfecho con la misión encomendada. Segar vidas, acabar con el enemigo y ampliar el territorio, eso era todo.
El guerrillero tenía las manos encallecidas y los ojos opacos. Añoraba el pasado agrario y sedentario de su juventud. Había pasado seis años en el Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK) y había participado en más de un centenar de atentados y ataques armados, casi todos contra objetivos militares turcos e iraquíes. Los peshmergas robaban y repartían parte del botín en las aldeas kurdas. Él no lo admitía, pero decenas de civiles turcos habían muerto en aquellos golpes de mano.
El mayor éxito de su partida había sido ocupar Kirkuk y Dahuk. Fueron doce días de gloria, pero luego el ejército iraquí contraatacó y no pudieron resistir. “Nos faltó un líder sólido porque cada uno iba a lo suyo. Demasiados años en las montañas decidiendo por nosotros mismos, debe de ser eso”.
Refugiado en Isikveren, se sentía estafado. La guerra acostumbra a hacerlo con los supervivientes. Estaba cansado y había dejado de creer en la causa kurda. Aquellos doce días de gloria no justificaban los seis años de lucha.
Decenas de miles de kurdos murieron durante aquellas semanas de primavera en la cordillera de Hakkari, víctimas de la política exterior norteamericana. Creyeron en un dios que había sido cruel con ellos.
No existe la piedad geoestratégica. Los líderes que se desviven por salvar a un hombre son los mismos que aceptan la aniquilación de muchos.
La gracia es la culminación de la tragedia, algo muy excepcional. Alejandro, Napoleón y Stalin podían asesinar y perdonar, ser crueles y magnánimos. Stalin decía que matar a un hombre es muy difícil, pero que matar a un millón es muy fácil.
El 2 de diciembre de 1805, después de la batalla de Austerlitz, derrotados los ejércitos rusos y austriacos, Napoleón ordenó disparar los cañones contra los lagos helados sobre los que huían los supervivientes. Los rusos calculan que perdieron a 21.000 hombres en aquella retirada. El emperador francés, sin embargo, salvó la vida de un oficial ruso herido que pedía auxilio sobre uno de los témpanos de hielo. Ordenó a dos de sus lugartenientes que lo sacaran del agua antes de que muriera congelado. Quien horas antes había decidido la suerte de decenas de miles de hombres, ahora se apiadaba de un enemigo moribundo. El soldado ruso recuperó la pierna herida por un proyectil, pero uno de los dos oficiales franceses murió por el esfuerzo realizado en aquellas aguas heladas.
Las grandes magnitudes refuerzan la abstracción en la que fructifica la barbarie, mientras las pequeñas nos colocan frente al reto, mucho mayor, de matar con nuestras propias manos. Nada parece haber cambiado mucho desde Troya.
La agonía kurda en la cordillera de Hakkari alcanzó finalmente las mentes de millones de ciudadanos occidentales, y la Casa Blanca entendió que no podía seguir siendo cómplice de aquellas muertes que, de ser lejanas y abstractas, habían pasado a ser domésticas e individuales.
Sadam Husein conservó el poder, y la coalición internacional, liderada por Estados Unidos, estableció una zona segura para los kurdos en el norte de Irak y otra para los chiíes en el sur. Los aviones iraquíes no podían sobrevolar esas regiones. La CIA creó un nuevo sistema de seguridad en el Kurdistán, y el ejército estadounidense instaló campamentos para los refugiados de Hakkari. Aunque los combates se alargaron hasta octubre, a partir del verano los kurdos fueron bajando de las montañas y regresando a sus pueblos y ciudades.
Muchas veces he tenido la sensación de que Isikveren es un principio, una historia que contiene las otras que he escrito a lo largo de mi carrera. Me enseñó, por ejemplo, que el hombre, muy a menudo, no tiene más remedio que vivir entre la traición y el sufrimiento.
También me enseñó que cuanto más te fijas en el mundo, más entiendes que son derrotas lo que sostienen sus cimientos. Creo que los derrotados, los derrotados libres, no sometidos a la esclavitud, al vasallaje de los vencedores, siempre han sido los grandes arquitectos del presente. El mundo es mucho más de ellos que de los vencedores porque, al ser hijos genuinos de la derrota, lo son también de la paz. Los vencedores, en cambio, para aceptar la paz, deben reconocer también la parte de derrota que habita en ellos. Tal vez por esto, al fin y al cabo, todos podemos reconocernos en una derrota pero no muchos pueden hacerlo en una victoria.
Isikveren también es un paradigma de la fuerza que nos retuerce el alma. Podría haber sido un episodio de la Ilíada, un pasaje más de los hombres que se destruyen ajenos a los caprichos de los dioses.
Fue la primera tragedia de la que fui testigo, y todas las demás se le han parecido. ¿Qué batalla, al fin y al cabo, qué verdadera pugna por el poder no está en este poema que Simone Weil nos ayudó a ver como un poema de fuerza?
La Ilíada –reflexiona la pensadora francesa– es algo único por esa amargura que procede de la ternura y que se extiende sobre todos los seres humanos, igual que la claridad del sol. Nunca su tono deja de estar impregnado de amargura, nunca tampoco se rebaja al lamento. La justicia y el amor, que apenas pueden tener lugar en este cuadro de violencias extremas e injustas, lo bañan con su luz sin que se dejen percibir más que por el acento. Nada valioso, destinado o no a perecer, se desprecia; la miseria de todos se expone sin disimulo ni desdén; ningún hombre es colocado por encima o por debajo de la condición común de todos; todo lo que se destruye es lamentado. Vencedores y vencidos están igualmente próximos, son por igual los semejantes del poeta y del oyente. Si hay una diferencia, es que la desdicha de los enemigos se siente quizá con mayor dolor.
Isikveren, al igual que la Ilíada, muestra la subordinación del hombre a la fuerza, pero también el reequilibrio y la continuación, y yo creo que el tiempo histórico nos demuestra que el mundo funciona así, sin respuestas definitivas, pero tampoco con rupturas eternas.
En mi principio, junto a Isikveren, también estuvieron un kibutz en Israel, un muro en Berlín, unos aviones que cayeron sobre Washington y Nueva York y un joven que se prendió fuego en Sidi Buzid.
Israel, en mi creación personal del mundo, representa la fe y la inocencia.