11 de septiembre del 2001 este caos intentó tragarse a decenas de millones de familias en Estados Unidos, incluida la mía.
Osama Bin Laden, heredero de un clan saudí muy rico e influyente, dirigía desde Afganistán una organización terrorista que pretendía dominar el mundo islámico. Había atacado las embajadas de Estados Unidos en Kenia y Tanzania, así como un destructor de la Armada americana frente a las costas de Adén, y anhelaba desde hacía décadas un ataque como el del 11-S.
Yo vivía entonces en un suburbio de Washington. Casa con jardín, la puerta siempre abierta, los árboles de treinta metros, las barbacoas a punto, los vecinos discretos y solidarios. La capital del imperio no podía protegernos de la violencia callejera, pero se suponía que sí podía hacerlo de los enemigos del mundo exterior, los que vivían al otro lado de ese foso, entonces todavía más imaginario que real, que separa a los unos de los otros.
Nosotros éramos los unos, y Bin Laden quería convertirnos en los otros. Quería expulsar a los soldados estadounidenses de los países musulmanes, acabar con el dominio del cristianismo sobre el islam, derrotar a las dictaduras árabes prooccidentales y restablecer la umma, la comunidad de creyentes que ideó Mahoma en el siglo VII.
La causa palestina era la principal motivación que tenía para intentar revertir el flujo de la historia. Un pueblo sin Estado, sometido a la ocupación militar israelí con la ayuda de Estados Unidos, simbolizaba todo el mal que el cristianismo y el judaísmo habían causado a los pueblos islámicos.
Bin Laden creía que, atacando el territorio estadounidense como ningún otro país había hecho a lo largo de la historia, conseguiría el cierre de las bases del Pentágono en los países árabes. Estaba convencido de que los estadounidenses, enfrentados al horror del 11-S, saldrían a la calle, como hicieron al final de la guerra de Vietnam, para exigir a su gobierno la retirada militar de los territorios islámicos. Las dictaduras corruptas y vasallas de Estados Unidos perderían entonces a su principal aliado, y Al Qaeda podría combatirlas desde dentro con plenas garantías de éxito.
El 11 de septiembre del 2001 era un martes. Los niños habían ido al colegio y los padres al trabajo. El sistema funcionaba como siempre, con las puertas abiertas y el optimismo a flor de piel. Wall Street se disponía a vivir otra jornada de intenso mercadeo financiero sin saber que un fanático en Kabul había encontrado la manera de pervertir el sistema de ganancias.
Los comandos suicidas secuestraron cuatro aviones comerciales. Estrellaron dos contra las Torres Gemelas en Nueva York y uno contra el Pentágono, a las afueras de Washington. El cuarto lo más probable es que hubiera hecho blanco en el Capitolio pero se vino abajo en una zona rural de Pensilvania. Aquellas aeronaves transformadas en misiles causaron casi 3.000 muertos.
Bin Laden expuso la profunda soledad del poder estadounidense, su gran vulnerabilidad ante los desafíos más radicales. El presidente George W. Bush, volando en el Air Force One sobre el espacio aéreo continental sin encontrar una forma segura para aterrizar en la base área de Andrews y alcanzar la Casa Blanca, indicaba el gran éxito que había tenido Al Qaeda.
Estados Unidos había sufrido un segundo Pearl Harbor, unos atentados que equivalían a una declaración de guerra.
Durante todo el día, la población estadounidense, sobre todo en Washington y Nueva York, estuvo expuesta a la misma nada que aflige a los desposeídos.
Bin Laden contaba con este fuerte impacto emocional. Pensaba que los estadounidenses se rebelarían contra el gobierno que no había sido capaz de protegerlos. Pensaba que el individualismo, la defensa de la propiedad privada, las mismas fuerzas del capitalismo, forzarían un cambio radical en la política exterior y que Estados Unidos se replegaría sobre sí mismo.
El pueblo estadounidense, sin embargo, cerró filas con su presidente y secundó el llamamiento a las armas. Había sucedido lo mismo después del ataque japonés a la flota del Pacífico en la base hawaiana de Pearl Harbor la mañana del domingo 7 de diciembre de 1941. Si Estados Unidos entró entonces en la Segunda Guerra Mundial, ahora iba a hacerlo en una “guerra contra el terror”. El contraataque diezmó a Al Qaeda y aplastó al régimen talibán que lo había acogido en Afganistán.
Han pasado veinte años desde el inicio de esta guerra contra la insurgencia yihadista, el último gran error estratégico de Estados Unidos en el siglo XX, aunque formalmente en el XXI, causante de uno de los grandes desequilibrios en la trama que sostiene a las naciones.
Destruir es más fácil que construir. Lo vemos en un partido de fútbol, en un Parlamento y en todo el universo, donde la destrucción es irreversible. A la fuerza que tienen los sistemas para comportarse de la forma más probable los físicos la llaman entropía. Es, además, una fuerza expansiva. Un gas siempre ocupará todo el espacio en un recipiente cerrado y un tren sin frenos en una pendiente siempre irá más deprisa. La entropía no es reversible. El gas no se contraerá sin más y el tren no se detendrá por sí mismo.
Hay una entropía en la historia y, al igual que sucede en la física, marca la dirección y la intensidad del tiempo. Los astrofísicos creen que el universo seguirá expandiéndose hasta que agote la entropía que lo mueve. En ese momento, la parálisis es muy probable que provoque su extinción. No habrá vuelta atrás. No somos Dios. No sabemos darle cuerda al reloj de la existencia.
Cuando un jarrón de cristal cae al suelo y se rompe no puede volver a componerse solo. Aunque metamos los trozos en una bolsa y la agitemos, no lograremos que se recomponga porque eso supondría, de algún modo, volver atrás.
Del mismo modo que no hay retorno, no hay satisfacción plena por las heridas sufridas.
El líder humillado buscará satisfacción en el campo de batalla. Enviará a sus ejércitos a conquistar la tierra que ha de darle la inmortalidad y morirá sin ver el alcance de la destrucción surgida de su error, del tremendo error de creerse que la historia está para ser construida. La historia no se hace, se vive. La historia somos nosotros, los buenos y los malos. No hay hecho histórico que no nazca de la cabeza y el corazón de un hombre. Es nuestra voluntad o la falta de ella la que acciona el movimiento de la historia, la que determina el progreso, la gran ambigüedad que encierra cada paso adelante.
Siglos de zarismo y estalinismo no han llevado a la armada de Vladímir Putin hasta los bosques, las ciudades y los campos de cereales de Ucrania. Ha sido su ambición de querer estar en la historia, para él épica y gloriosa, de una Rusia inventada, soñada, idealizada y, por tanto, irreal, ajena a la verdad.
Putin está en una historia ilusoria, como estuvieron los caudillos megalómanos. Está en ella comiendo tierra, devorando vidas, sin asumir la responsabilidad de sus decisiones porque esto es algo que solo pueden hacer las personas capaces de ser antes de estar, y los autócratas como él no son, solo están, no pisan los campos, sobrevuelan quimeras, se atrincheran en palacios, edificios inexpugnables, castillos kafkianos en los que nunca podremos entrar. Desde allí ordenan, mandan y liquidan, eliminan al adversario, modifican las fronteras, se acomodan en la historia, como si la historia fuera un sofá, un trono, una cama imperial, un mausoleo como el de Lenin en la plaza Roja de Moscú.
Así se fraguan las derrotas de los sátrapas ilusos y el sufrimiento de los súbditos inocentes.
Ucrania no devolverá nada a Rusia. Puede que un día remoto le diera la luz, pero ahora ya no tiene nada más que darle. La historia no es un objeto que pueda cambiar de manos. Nadie puede inventarla ni adueñarse de ella. Putin puede aplastar ciudades y conquistar el territorio, pero la victoria, la victoria que la historia certifica, es otra cosa y está fuera de su alcance.
George W. Bush también pensaba en la eternidad cuando invadió Afganistán a finales del 2001. Buscaba venganza, la venganza del humillado por los yihadistas del 11-S, una humillación muy parecida a la que ha llevado a Putin a la guerra de Ucrania, pero se encontró con la derrota del prepotente, del invasor ilusionado con su mundo y su historia, su tecnología y su moral, convencido, engañado, cegado por una superioridad irreal.
Veinte años de guerra en Afganistán, la más larga a la que se ha enfrentado Estados Unidos, le sirvieron