en una alegre sonrisa de camaradería muy parecida a la mueca de un muchacho. Tenía labios carnosos: esa boca no era dura. Agustín la miró con interés porque le pareció un fenómeno propio de un juego de luces y sombras.
Pero enfocó la linterna hacia otro ángulo, de modo que los dos pudieran verse bajo una luz tenue y dijo con irritación:
—De acuerdo, ¿quién es usted? ¿Sabe que el sótano es más seguro durante la alarma?
Ella se sentó. Él vio que ella era lo que él denominaba cuadrada, muy musculada, probablemente deportista. De treinta y tantos, no estaba mal de tipo, demasiado masculina para él, sobre todo la expresión de su cara y el comportamiento. Tomó asiento junto a ella a la mesa rebosante de papeles. Ella vio las sombras bajo sus pómulos y en las sienes, sus largas extremidades, las finas aletas de la nariz, el cansancio. Muy español, una raza susceptible, muy nervioso, probablemente muy decente e hipersensible, todo llevado al extremo, juzgó ella. Se propuso conseguir su colaboración.
En ese momento entró Morton, el corresponsal del New York Telegraph. Agustín lo conocía y lo despreciaba porque lo había visto a menudo en los bares de la Gran Vía en plena y asquerosa borrachera de whisky; lo consideraba un fascista y una masa de carne poco apetitosa. Agustín no podía seguir la conversación en inglés, pero vio cómo la censora leía y daba el visto bueno al manuscrito en un lapso de tiempo que se le antojó demasiado breve. Eso no le gustó y volvió a helarse en su interior. Sonó el teléfono.
Por lo visto es para usted, camarada comandante —dijo la mujer, y le tendió el aparato. Manuel comunicó que se habían alejado los bombarderos, pero que había que mantener la alerta otro cuarto de hora, que la bomba de antes había caído en Vallecas: siete muertos, dieciséis heridos, fabricación alemana. Además, otra bomba que no había explotado.
—¿Es usted alemana? —preguntó Agustín a la mujer cuando el periodista hubo salido de la habitación.
—Sí —notaba que resurgía la hostilidad.
—¿Cómo se llama? Enséñeme sus credenciales.
—Me llamo Anita Adam y aquí tiene mis documentos del Ministerio de Estado —dijo ella con cierta aspereza—. Llegué anoche de Valencia y a partir de ahora tengo turno de noche en la censura.
Los papeles estaban en orden, pero eso no le decía mucho. Aquí estaban en Madrid, no en Valencia. En muchas cosas el Ministerio seguía estando en manos de antiguos intrigantes. La censura de prensa era un departamento del Ministerio de Estado. Pero Madrid estaba en guerra, la responsabilidad era de las autoridades militares, y aquí, en la Telefónica, suya por el momento. El bueno de Hilario Goma, ya mayor y jefe de la censura, no le ofrecía suficientes garantías para vigilar el trabajo de esa alemana. Se veía que era inteligente y enérgica. ¿Por qué estaba en España?
Lo preguntó como lo pensaba:
—¿Qué hace aquí en Madrid?
Anita no entendía su desconfianza. Hasta entonces solo se había topado con la cordialidad espontánea de los chóferes y la cortesía ampulosa de los funcionarios del Ministerio con respecto a la periodista extranjera y, además, con su fanática voluntad de trabajar y su larga trayectoria de actividad política, creía tener carta blanca en la España republicana.
—¿Que qué hago aquí? No le entiendo bien, comandante. Lo único que veo es que está cuestionando mi función. Naturalmente que estoy aquí como todos nosotros, como socialista y antifascista, o como quiera llamarlo. En cualquier caso, como camarada que quiere ayudar.
—¿No tenía nada que hacer afuera?
—Oh, sí, camarada, perdone: si alguna vez decido no volver a llamarle camarada tendrá un significado que no quiero conceder a esta conversación, al menos por ahora. Así que seguiré llamándole camarada. Sí, tengo trabajo afuera. Pero ahora no hay nada tan importante como España. Y quiero imaginar que puedo y tengo que hacer una labor útil aquí. ¿Por qué me ha hecho esa pregunta?
Él no estaba preparado para esta respuesta. La miró: sus labios volvían a ser finos y fruncía las cejas. Tenía que estar muy enfadada. No importaba. Tenía que darse cuenta de que su autoridad se miraba con lupa precisamente por ser extranjera.
Se fijó en sus dedos sin querer. Tenía unas manos muy suaves, pequeñas y femeninas.
Agustín estaba tan terriblemente cansado que no reparó en el tiempo que tardaba en responder y lo fácil que era seguir su mirada. Anita dijo con su voz más fría (y eligió ese registro conscientemente):
—Está claro que no quiere aquí ni extranjeras ni mujeres. Por desgracia hablo algunos idiomas y conozco la situación de la prensa internacional, conocimientos que al parecer aquí brillan por su ausencia. —Es una putada, pero es cierto, pensó él. Tanto más peligrosa es ella. Pero de repente su desconfianza se le antojó exagerada—. Trabajo aquí, al igual que luchan mis amigos de la Columna Internacional.
No habría debido decirlo, lo notó enseguida. Él era español. Su reacción era completamente lógica, pero dolía. Su silencio después del reproche indirecto resultó violento. No era un buen comienzo para trabajar.
Entretanto, se le entremezclaban pensamientos contradictorios. La Columna Internacional… legión extranjera. No, eso no. Además de aventureros hay también revolucionarios… y nuestros milicianos se han largado. Pero los bombarderos alemanes y las bombas… esta es una aventurera ambiciosa, pero si es honesta le he hecho daño… contesta bien, lo malo es que no tenemos españoles formados para este trabajo… su mirada es sensata, a lo mejor se puede hablar con ella. Es ella la que asume la función ahora… la conferencia con Valencia va a caer de un momento a otro, lo mejor es acabar y subir.
—¿Por qué está usted sola aquí arriba? —preguntó inesperadamente en otro tono mientras se sentaba en el borde de la mesa, lo que suele ser una señal de desarme interno.
Anita sopesó el nuevo tono de voz y llegó a la conclusión de que él la consideraba valiente.
—He enviado al ordenanza al sótano, tenía que quedarme aquí. Me parece que las noticias de bombardeos son muy importantes para hacer propaganda a nuestro favor y que en esto hay que prestar todo el apoyo a la prensa. —Ella también cambió el tono, sabiendo muy bien el efecto que producía.
—Puede decir a los corresponsales que la bomba de hace un rato cayó en Vallecas, siete muertos, dieciséis heridos, la bomba era de fabricación alemana. Ha caído otra que no ha estallado.
—Gracias, camarada. Pero habría que dar la marca exacta del fabricante y el número de serie si es posible, y hacer una foto si se puede. Mire, hay que alimentar a los de los periódicos con noticias reales. —Hablaba con pasión, toda su cara se movía.
¿No se dará cuenta de que es una vergüenza para todos los alemanes lo que ocurre aquí o es que le parecerá que no es una de ellos?, se preguntó él. Vaya personaje más extraño, pensaron los dos casi al mismo tiempo. Pero lamentaron que Johnson les interrumpiera precipitándose en la sala.
Ese inglés con el pelo de color arena era amigo de la mujer, constató Agustín de inmediato. Ella le contó la noticia que acababa de recibir y estaba claro que se alegraba de verlo. El inglés empezó a hablarle sin cesar, preocupado, probablemente quería enviarla al sótano. Agustín estaba molesto por no entender inglés. Rechazó la lógica suposición que habrían asumido todos sus paisanos de que se trataba de una relación amorosa. No, era amistad; si es que podía haber amistad entre un hombre y una mujer, lo que él no creía. Él, Agustín, conocía a los hombres y a las mujeres, le pareció que el inglés estaba tímidamente enamorado de la mujer, pero ella no. Él se inclinó sobre ella, pero ella se echó hacia atrás con una sonrisa amable. Agustín observó cómo le cambiaba la boca; en sus comisuras apareció un pequeño signo de interrogación. Le gustaba esa boca, pensó que sería agradable besarla. Solo eso, nada más.
Cuando Johnson se fue, titubeando e insatisfecho por dejar a Anita en esa oscura inseguridad