enviado allí y añadió:
—Es un buen tipo, lo conozco desde que una vez trabajó con mi marido en una agencia internacional de noticias.
Así que estaba casada. Pero ¿dónde estaba el marido? No parecía casada, pero tampoco una mujer insatisfecha. Ojalá no estuviera buscando aventuras de guerra con esa boca. Solo faltaría eso. En cualquier caso, tenía que dejar claras algunas cosas:
—Oiga, ahora no me da tiempo, luego le explico lo que las autoridades militares quieren de la censura. Tendrá que trabajar conmigo y con el Comisariado de Guerra. En los asuntos que conciernen al edificio y al servicio telefónico, soy yo la persona a la que se tiene que dirigir. Además, para un extranjero es imposible entender la psicología española, y como se trata de nuestra guerra, no debería olvidarlo nunca. Aquí no puede usted tomar decisiones según sus normas. Evite los errores habituales de los extranjeros. Es usted lo bastante inteligente. ¿Dónde duerme?
—En el Hotel Gran Vía —dijo ella casi con timidez, y lo miró insegura. Le había leído la cartilla con total amabilidad, sin la aspereza hiriente del primer cuarto de hora. Le había dado a conocer sus límites de una forma tan clara que de pronto cayó en la cuenta sin la menor duda de lo sola que estaba y de que allí era una extraña.
—Entonces, para poder explicarle las normas militares con respecto a la censura, venga a mi despacho al piso octavo antes de cruzar al hotel. Haré que la acompañe mi ordenanza a la vuelta y le comunicaré las últimas noticias para que todavía pueda hacer un favor a sus amigos periodistas si pasa algo que se quiera difundir. ¿Tiene miedo? —preguntó Agustín interrumpiéndose.
—Sí, desde luego —dijo ella—, pero no demasiado. Una no es tan importante como creía antes. En cualquier caso, gracias por el ordenanza. Estaré en su despacho a las dos. Es que aquí no conozco nada ni a nadie.
Le tendió la mano y Agustín entendió correctamente el ademán; era algo más personal que el gesto convencional. Ese apretón de manos creó un remanso de encuentro.
—Buenas noches, camarada. No creo que vuelvan los junkers esta noche. Adiós.
Cuando estaba avanzando a tientas por el pasillo, se llenaron de luz las pocas lámparas tapadas con papel azulado y las primeras personas abandonaron la escalera. Había terminado la alerta.
IV
Bevan presentó a la censura el texto de su despacho de la tarde:
«Tras un día tranquilo en el frente, la artillería nacional empezó a atacar por la tarde el centro de la capital, sin causar daños dignos de mención. En su mayor parte se trataba de obuses y granadas de mortero de 75 milímetros (“¿Y eso cuántas pulgadas son? Bueno, que lo calculen en Londres para la edición inglesa”). Una de estas últimas dio a la central de teléfonos. A las 8:55 se anunció la aproximación de cuatro bombarderos y seis cazas. Se dio la alarma inmediatamente y el escuadrón (“en realidad no es un escuadrón, pero la palabra suena muy técnica...”) viró sin arrojar bombas. Diez minutos más tarde, los bombarderos nacionales intentaron alcanzar su objetivo desde otro ángulo; lanzaron dos bombas sobre el barrio de Vallecas, en las afueras, pero solo explotó una, calibrada en unos cien kilos por los expertos. En cuanto a las víctimas, se comunica que hay siete muertos y dieciséis heridos. El corresponsal de este periódico pudo comprobar en el lugar de los hechos que el número de víctimas mortales podría aumentar en las próximas horas a consecuencia de la gravedad de las heridas. Aunque la bomba explotó en medio de una calle, resultaron muy dañadas las fachadas de ocho casas, otra casa pequeña quedó reducida a ruinas por la onda expansiva y los explosivos. Los bombarderos de los nacionales intentaron penetrar en el centro de la ciudad, pero abandonaron su intención cuando entraron en acción los cazas republicanos y emprendieron la retirada hacia Talavera.»
—¿Sabe? —dijo Bevan a Anita con ganas de hablar (acababa de llegar del bar Miami cuando sonó la alarma y, después de haber visto la matanza de Vallecas, se había tomado otros dos whiskys en el bar Gran Vía)—, en mi artículo no menciono los cañones antiaéreos, pero son una mierda. Bueno, eso no lo dejaría pasar, y además a nuestra agencia no le interesa. Menos mal que los bombarderos sí son una noticia sensacional desde el gran bombardeo del domingo. Fue espantoso. Usted todavía no estaba aquí, ¿no?
—Ayer estaba de camino, en la carretera de Valencia a Madrid.
—En realidad, debería de haber informado de vuestra retirada en la Moncloa y la Casa de Campo, pero no lo permitís, y hoy no es tan importante como lo será mañana.
—Mañana y pasado mañana habrá que informar sobre algo completamente distinto con respecto a la retirada; tendréis que dejar pasar alguna información a pesar de la censura. ¿Ya ha terminado con lo mío?
—Sí, está bien. —Dio una copia al periodista y otra al ordenanza. Bevan estaba junto al escritorio y tenía ganas de seguir conversando. De todos modos, la comunicación no se establecería hoy con tanta rapidez, las líneas estaban ocupadas con conversaciones de Estado. Y había algo que no marchaba bien en la comunicación con Valencia. Pero no sabía muy bien cómo entablar conversación con la mujer de la censura.
Por su parte, Anita estaba más retraída de lo acostumbrado. No conocía a ese hombre, no había oído nada sobre él. Era americano, pero tenía más o menos el mismo aspecto que los héroes simplones aunque sorprendentemente avezados de las novelas de Wodehouse. Probablemente no era incompetente, porque su agencia de noticias —la PS, la segunda empresa más grande de América— de ser así no lo hubiera enviado a Madrid. No hay que dejarse inducir a subestimar a otros, pensó. Él me subestima, desde luego, como siempre, porque soy una mujer. Qué aburrimiento.
De pronto preguntó:
—Oiga, señor Bevan, ¿por qué no ha mencionado en su artículo lo más interesante de esta tarde? Que se trataba de junkers y que las bombas de Vallecas eran de fabricación alemana.
—No sé si es cierto —contestó.
—En lo que se refiere a los junkers, tiene que fiarse de los especialistas, igual que yo. Pero el proyectil que no ha estallado y los restos de la segunda bomba seguro que tienen una marca. ¿No la ha visto?
—Sí, pero no la conozco.
—Habrá tomado nota de los caracteres, ¿no?
—Oiga, no. —Casi se había vuelto grosero—. Yo sé lo que interesa a mi gente. No hago propaganda con mis despachos.
V
En ese hueco del pasillo subterráneo —sótano segundo de la Telefónica— se estaba como en un callejón sin salida.
Podía contar con los dedos los diez días que hacía desde que habían huido de Carabanchel, aunque ese tiempo se le antojase infinito, justo dos horas antes que sus vecinos. Concha hubiera preferido quedarse allí. Pero conocía el desamparo de su hermana en todas las cuestiones prácticas que exigían algo de reflexión. Y no quería mezclarse con la gran ola de refugiados. Así que metió lo que pudo en un par de sacos y petates y enganchó el burro al carro. Un burrito bueno, seguro que ya se había quedado sin él.
Por entonces había mucho ruido en el aire, un estruendo que apenas entendían todavía, pero que ya llamaban bombarderos. Los obuses impactaban en las casas y atravesaban las paredes de adobe como si fueran quesos, para estallar a menudo en una habitación vacía o en el patio donde solían jugar los niños. A veces se extendía un reflejo rosa en el cielo gris. Era un shrapnel, así lo llamaban los oficiales. Hay muchas cosas que se utilizan en la guerra y que matan a todos cuando les ha llegado su hora. Solo que era tan difícil entender que la guerra hubiera llegado a Carabanchel.
Todo el mundo hablaba de que vendrían los moros, pero nadie se lo había podido creer de verdad. —No van a llegar hasta aquí, Madrid está a las puertas, y a Madrid no llegan, no puede ser—. Pero entonces empezaron a llegar los carros desde los pueblos día y noche, cada vez de pueblos más próximos,