Diego Fusaro

Pensar diferente


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un «existencial»2. El ser-en-el-disenso, si quisiéramos expresarnos cambiando un poco el vocabulario heideggeriano, es una de las peculiaridades de ese animal no estabilizado y estructuralmente no estabilizable que es el hombre.

      Los demás animales, por su parte, no disienten, excepto en formas elementales o estrechamente relacionadas con el mundo de la vida. Únicamente el hombre se opone, aunque haya satisfecho sus instintos primarios, protestando, rebelándose y siguiendo el camino de la revolución o la subversión contra un orden político que considera diferente respecto a cómo podría y debería ser.

      Sin embargo, además de estas figuras plurales y mutuamente irreducibles, más allá de todo isomorfismo, se da un horizonte común, un dispositivo del disenso que, al no resolverse totalmente en las figuras en las que se encarna, las vuelve posibles, desde los ciompi a La Carta 77, desde los herejes de la Aetas Christiana a los Panteras Negras.

      El algoritmo secreto del disentir podría identificarse con ese «decir-que-no» al poder, a la situación dada o al orden simbólico que, surgiendo primeramente en la conciencia del individuo, se traduce después en un deseo de autonomía e independencia, pero también en un anhelo de liberación y puesta en marcha de una historia alternativa.

      Cabe destacar desde un principio que el disenso, pese a concretarse políticamente en las figuras conceptuales que de él se derivan (la rebelión y la revolución, la contestación y la desobediencia, la protesta y la disidencia) es, por su naturaleza, un acto previo por lo que respecta a todas sus configuraciones políticas.

      Todo el que intente definir el disenso, indicando sus formas concretas y plurales, probablemente sería blanco de las acusaciones que Sócrates, en el Menón (77ab), hace a su interlocutor, cuando este, a la pregunta sobre la esencia de la virtud, contesta con ejemplos de conducta virtuosa y, por eso mismo, «hace trizas» el concepto y «hace muchas cosas de una sola» (

).

      El disenso se concreta en el archipiélago multifacético de las pasiones y del sentir, como revela su misma raíz semántica, que remite precisamente a un modo de «sentir diferente» (dissentio) respecto al modo común.

      Su fuente originaria radica, pues, en ese sentir diferente que ya es un sentir contrario y antagónico y, por consiguiente, un movimiento del alma que se dirige obstinate contra respecto a la dirección que debería emprender si siguiera su curso «natural». La célula genética del disenso corresponde, pues, a un sentir diferente que ya es un sentir contrario en ciernes: y que, por esa razón, puede convertirse en las figuras concretas en las que el disentir cristaliza haciéndose operativo.

      El disentimiento, en consecuencia, puede ser entendido justamente como el elemento básico a partir del cual se constituyen, en su multiplicidad prismática, las formas de oposición y antagonismo, todas diferentes y, no obstante, unidas en su fundamento por ese impulso prerracional que induce al yo a divergir y a darle forma a ese gesto.

      Por consiguiente, no es posible considerar el disenso como una categoría conceptual de la política, ni estudiarlo encasillándolo en el léxico de la filosofía política, so pena de reducirlo, por eso mismo, a una de las figuras específicas a las que da lugar (desde la revuelta a la revolución, desde la desobediencia a la rebelión), pero sin resolverse en ellas.

      Una operación teórica de este tipo sería lícita si el disenso se configurara, en su esencia, como una realidad conceptual específica, con su propio núcleo teórico estable y permanente, identificable inequívocamente incluso más allá de las encarnaciones históricas concretas en las que ha venido sedimentándose.

      Pero el disenso no cuenta con dicho estatus. Prueba de ello es que cada vez que pretendemos estudiarlo en el plano político, lo reducimos inevitablemente a otra cosa, en particular, a una o más de una de sus figuras específicas; por eso mismo, nos vemos obligados a abandonar la investigación sobre su esencia en cuanto tal.

      Sin embargo, lo cierto es que todas las figuras del disenso, aunque muy diferentes unas de otras, tienen en común que su eventual legitimación puede darse exclusivamente ex post, es decir, cuando su acción ya se ha llevado a cabo con éxito. ¿Cómo podría el poder aceptar como legítimo lo que socava sus cimientos? ¿Cómo podría aceptar en el marco del propio ordenamiento la disidencia y la revolución, la desobediencia y la rebelión?

      Del disenso no es posible, por tanto, encontrar una fórmula more geometrico, pero tampoco una «institucionalización». Es, por su propia naturaleza, no institucional, mejor dicho, es «antiinstitucional»: se podría, en todo caso, comparar con la figura hegeliana de la «conciencia infeliz» que advierte, en una dimensión preconceptual ligada ante todo al sentir, la alteridad entre el ser y el deber-ser, entre la realidad y sus posibilidades irrealizadas.

      El disenso cuestiona, por definición, el orden establecido, y revela una secesión con respecto a él que tiene que ver ante todo con el individuo y su interioridad —la dimensión del sentir—, para luego volverse potencialmente social y exterior; posee, pues, la capacidad de organizarse en las figuras reales y concretas antes evocadas.