rebelde
En sentido estricto, el disenso debería ser una virtud constitutiva de las políticas democráticas. Tanto que, tal vez sin equivocarnos demasiado, la democracia podría definirse, en términos ideal-típicos, como el gobierno que no solo acepta y no reprime el disenso, sino que encuentra en él su fuerza y no su debilidad.
Este es el horizonte de sentido dentro del cual se orienta Spinoza, el primer gran teórico moderno de la democracia y, a la vez, el primer sistematizador del disenso como virtud peculiar de esta forma de gobierno. Mediante la categoría de libertas philosophandi, en las páginas del Tratado teológico-político (1670) hallamos la primera reclamada apología del disenso político en Occidente, posterior al ius resistentiae codificado por el pensamiento medieval1.
Según un entramado de geometrías variables de rebelión y tolerancia, cada cual debe ser libre, a juicio de Spinoza, de expresar sus propias ideas, aun cuando vayan contra el orden constituido, y de filosofar sobre cualquier tema, sin incurrir en la censura o en la persecución a manos del poder religioso.
Lo importante es que se respeten siempre las leyes vigentes y el orden constituido, aunque se cuestione en el plano teórico. En ello radica la «libertad de filosofar y decir lo que cada uno piensa»2 (libertas philosophandi dicendique quae sentimus), como escribió Spinoza en una famosa carta. En la estela del pensador de la Ética, podríamos afirmar justamente que la democracia realizada es la forma política que permite una coexistencia armónica entre el individuo y la comunidad, la mayoría y la minoría, evitando que la persona sea aplastada por la tiranía de la mayoría, y pueda reivindicar abiertamente su derecho a pensar de otra manera ante la presencia del consensus generalizado.
Desde esta perspectiva, el disenso no corrompería el poder democrático, más bien lo fortalecería. Activaría prácticas de diálogo sobre temas importantes y pondría en tela de juicio, una y otra vez, las geometrías de todo lo existente y la estructuración de las formas políticas.
Surgiría así un poder constituido y, al mismo tiempo, que debe constituirse continuamente en el juego de la legitimidad dialógica, y en el espacio de una comunidad integrada por individuos igualmente libres y solidarios, capaces de entablar un diálogo y enfrentarse con la fuerza dócil de la razón. El derecho a disentir, que el poder intenta tradicionalmente amortiguar porque constituye un factor debilitante, con el advenimiento de la democracia se convertiría en un elemento de fuerza y consolidación del orden político. El debate público libre, marcado por la alternancia de disenso y consenso fortalecería la comunidad democrática, mitigando la tendencia fatal a la uniformidad del despotismo; reforzaría la fe en la regla democrática como método basado en el conocimiento consciente tanto de la falibilidad de los juicios como de su legitimidad gracias a la igual participación en su elección.
El acto de disentir no significa necesariamente una oposición incondicional al poder. En una comunidad democrática también puede darse una forma de disenso que reconozca que toda deci- sión necesita de un actuar comunicativo, que toda ley, lejos de ser definitiva, puede ser dialógicamente evaluada, sin que esto perjudique a la estabilidad de la comunidad.
De ello resulta que —con Spinoza, más allá de Spinoza— el disenso es coesencial con una verdadera comunidad fundada sobre relaciones democráticas horizontales entre individuos libres, iguales y solidarios. Al igual que la sustancia de la Ética, en el plano ontológico, existe en la pluralidad infinita de sus atributos, así la comunidad democrática del Tratado teológico-político prospera en la libre manifestación infinita de sus formas de ser y pensar. En los espacios de la comunidad democrática, el disenso favorece un poder que no es ni estático ni laxo, sino in fieri, siempre mejorable gracias a un disentir que no se reprime, al contrario, se admite y toma en la debida consideración por su labor constante de perfeccionamiento de la comunidad a la que pertenece.
En el marco de una democracia fundada sobre relaciones entre individuos libres, iguales y solidarios, el objetivo no es una sociedad sin oposición —que produciría una recaída en lo «práctico-inerte» criticado por Sartre3—, sino una estructura sociopolítica donde la oposición sea una práctica compartida y reconocida como fundante del ser social.
En este sentido podemos afirmar con justicia que «la democracia es una forma de gobierno que se basa en el disenso»4 y que, para existir de forma estable, no puede renunciar ni a él ni a su libre expresión.
Por paradójico que pueda parecer a primera vista, el consenso no es el rasgo peculiar del régimen democrático: lo necesita pero no es suficiente. Incluso la dictadura más brutal, en efecto, puede gozar del más amplio consenso. El quid proprium de la estructura democrática debería ser el disenso como figura no solamente tolerada, sino reconocida, practicada y promovida libremente por una comunidad de individuos igualmente libres. Una dictadura sangrienta y cruel puede apoyarse en el consenso, pero nunca va a tolerar la supervivencia de formas de disenso en su propio marco sociopolítico5.
A la luz de estas rápidas consideraciones, se puede afirmar con certeza que la democracia sigue siendo una orientación teleológica, una meta a la que aspirar y no una forma política ya realizada en las estructuras de lo existente.
Si bien es cierto que «cuando el disenso se calla, para una democracia debería sonar la alarma»6, esto supone que las configuraciones actuales de la sociedad de masas aparecen cada vez menos genuinamente democráticas, debido a una triple tendencia: a) el vaciamiento de la soberanía popular (reemplazada por las imposiciones sistémicas, por la voluntad de los mercados y el eficiente automatismo de los gobiernos técnicos); b) la desigualdad cada vez mayor entre el vértice y la base que conduce a la polarización hiperbólica de la sociedad; c) la atrofia generalizada de las formas de disenso, así como la negación de los espacios del pensamiento antagónico y no alineado con el orden simbólico imperante. Esta última tendencia es la que queremos abordar en las páginas siguientes.
En el contexto de la moderna civilización tecnológica, donde las masas actúan cada vez más como cajas de resonancia de la ideología y son manipuladas para construir un consenso pasivo, la capacidad para disentir está fisiológicamente debilitada y, cuando todavía existe, se obstaculiza mediante formas que van desde el silenciamiento hasta la persecución a través de la prensa y los medios de comunicación de masas.
Lejos de vivir de disensos y descansar en el acto comunicativo entre individuos igualmente libres y solidarios, las estructuras políticas (que se declaran incesantemente democráticas), después de 1989 están a una distancia sideral del concepto de democracia también en este sentido.
El acto de disentir es sancionado con nuevas formas de demonización o condenas al ostracismo, impidiendo su propia génesis y fomentando, al mismo tiempo, la proliferación planetaria de un pensamiento único homologado que, falsamente pluralista, promueve siempre y solo el orden simbólico legitimador de las auténticas relaciones de fuerza centradas en la muy concreta abstracción que solemos llamar capitalismo.
En el mundo premoderno y en gran parte de la aventura moderna, tal como la conocemos, el acto de disentir fue castigado y perseguido; sus protagonistas a menudo —desde los herejes a Giordano Bruno— pagaron con sus propias vidas. En la Atenas democrática del siglo IV a. C., por ejemplo, el disenso estaba prohibido y condenado al ostracismo, al considerarse peligroso para la estabilidad de la comunidad.
Y desde la antigua Roma hasta la época de las comunas italianas, muchos autores afirman que el disenso provoca la decadencia y el colapso de la estabilidad política. En la obra Res gestae (XV, 3), Amiano Marcelino nos dice que en sus tiempos incluso daba miedo contar los sueños por temor a ser