Luisa Carnés

Trece cuentos


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      —No, más bien son dos muñecos románticos, caídos de una vieja caja de música, que conservaran aún el eco de una nota incompleta y el tufillo a la naftalina del arcón en que reposaron muchos años.

      —Tampoco harían mal papel como figuras desprendidas del reloj de la torre de Westminster, cuyas piernas hubiera trabado el minutero.

      —Es cierto, y cuyo renqueo marcara el tictac de la hora de su desprendimiento.

      El tiempo pasó un cepillo de olvido sobre el relieve grotesco de los mellizos, y el coro de comentarios que abriera la presencia de ambos fue sustituido por una blanda ternura colectiva. Les cedían el paso en las escaleras y corredores de la facultad. Les ofrecían cigarrillos y les hacían partícipes de la narración luminosa de sus aventuras.

      No obstante, los mellizos sentían el vacío en torno a su doble amarillez. Los gritos de los otros estudiantes apagaban su delgada voz. El vigor ajeno los sacudía como a árboles raquíticos el viento de marzo, y la piel obscura de los mozos que se endurecían en excursiones domingueras al Alto del León los hacía aparecer más enjutos, y acentuaba el agrio limón de su tez.

      La muerte de don Gonzalo los empujó hacia otros derroteros. De las aulas austeras de la facultad de la calle de Atocha, pasaron a un piso alto de la de Preciados, mezclándose a la sorda algarabía de los alumnos de una academia popular.

      En vez de médicos fueron auxiliares de Correos por oposición.

      Aprobaron el mismo día, y fueron tan exactos en las palabras y en la prontitud de la contestación, que el jurado calificador, en la imposibilidad de dividir la calificación máxima entre dos opositores, estableció (por primera vez en la historia de los exámenes de auxiliares a un cuerpo del Estado) la categoría de primero y primero bis al aprobar a los mellizos.

      *

      Fueron quedando solos. Desaparecían, uno a uno, los miembros de la familia Pérez González, y surgían lazos negros a una esquina de sus viejos retratos, colocados en las paredes de una sala grande, cuyos cortinajes de pana verde lagartija apenas dejaban paso a la fría luz de la calle de las Huertas.

      Vivían cerca del paseo del Prado, en una rancia casona que miraba a un colegio de monjas. El piso de madera estaba minado por la polilla, y las alfombras que lo cubrían mostraban anchas calvas color ceniza. Los pasillos exhibían sucios calendarios. Había una cocina grande, en la que se apagaba lentamente una rojiza bombilla de carbón; un despacho cubierto de cuadros detestables, el retrato ampliado del difunto don Gonzalo, un mapa de España, el bajorrelieve en yeso de un corazón, en el cual la aorta se abría como una brecolera, y multitud de libros, de hojas húmedas y amarillentas.

      Olía allí a chinches y a vejez.

      Los propios mellizos envejecían. Habían cumplido cuarenta y cinco años; su piel agrio limón se cuarteaba, sin apenas haber gustado el contacto de una mujer.

      Una criada vieja les atendía: les preparaba el frugal alimento, limpiaba la casa de parásitos y zurcía sus manguitos negros, que destrozaba la estrecha relación con una mesa de una estafeta de Correos.

      Trabajaban por las mañanas y holgaban por las tardes. Y se les veía invariablemente, cada atardecer, calle Huertas abajo, hacia el Jardín Botánico, con su doble renqueo y su doble luto, reluciente de vejez en el punto más carnoso de su cuerpo. El sol doraba sus ralos cabellos aplastados sobre un deshilachado cuello, tieso de almidón, y brillaban sus botas de tafilete. Andaban despacito, sorteando con torpeza el cirio desmayado de su humanidad a los ómnibus que subían de la estación del Mediodía.

      En el Botánico se acomodaban siempre en el mismo banco de madera, después de haber aventado el polvo, simultáneamente, con sus pañuelos blancos; luego sacaban un periódico, cuyas hojas se distribuían equitativamente, con una equidad establecida cuarenta años antes cuando compartían la lectura festiva del diario conservador que leía el finado don Gonzalo.

      Y regresaban al anochecer, crujiente el doble renqueo por la arena adherida a sus botas, mientras la luna asomaba por encima del fieltro negro de sus sombreros y algún piano invisible salpicaba el ámbito obscuro de la calle con las notas —renqueantes también— de la Serenata de Schubert.

      *

      A los sesenta años los jubilaron, y como sus ingresos económicos disminuyeran, acordaron reducir sus gastos habituales, prescindiendo de la anciana sirvienta que había cerrado los ojos a todos los miembros de la familia Pérez González, e iniciándose ambos en los quehaceres domésticos.

      Recorrían su camino tradicional, calle de las Huertas abajo, aventando, cada tarde, el polvo de un banco de madera, acogido a la sombra aterciopelada de un álamo blanco del Botánico. Juntos leían, juntos deletreaban las cartulinas escritas en latín, sujetas en cada uno de los árboles. Juntos marcaban un paso de minué cuando los críos les arrojaban a los pies alguna corteza de plátano, o de naranja, llevados del mal deseo de verlos contorsionarse en una doble pirueta de improvisados augustos.

      La vejez les unía más y más cada día. Se aproximaban sus espíritus y envolturas, acortándose la distancia de un brazo al otro, doblándose el cirio quebradizo de sus cuerpos hasta llegar a constituir un solo tronco macilento. Ensordecían sus oídos y perdían facultad sus ojos, lo que establecía en torno de ellos una atmósfera densa, creándoles un mundo singular, de colores y ruidos apagados, de imprecisas formas, que solo para ellos existía, y que tenía su exacta expresión en la casa húmeda, poblada de parásitos y crespones difuntos. En el interior de la casa su doble voz era amortiguada por la muelle presión de las alfombras, la madera de los muebles y la pana de los cortinajes.

      Los mellizos se desenvolvían en ella ampliamente; sus movimientos adquirían la desenvoltura de que la calle les privaba y su mutua ternura adquiría inflexiones más tiernas. Cobraban, en fin, interior y exteriormente, una más acusada personalidad, una corporeidad más concreta.

      Esta plenitud de su ser, que se traducía por una más mutua y total entrega de sus pensamientos más recónditos, indujo una vez al mellizo mayor a decir al menor:

      —Esta soledad en que vivimos, y que es nuestra mejor compañía hoy, será insoportable para el que «quede», cuando uno de nosotros falte (evitaba la palabra «muera»). ¿Qué será del que «quede»?

      —Tienes razón, hermano. No habíamos pensado nunca en «eso».

      La similitud había sido tan leal y precisa en sus vidas de mellizos que nunca les había herido la idea de que uno de ellos pudiera morir antes que el otro, dejando al que «quedase» colgado de un desamparo y de una falta de equilibrio eternos.

      —¿Qué será del que «quede»?

      El pensamiento los mortificaba constantemente y, como eran buenos creyentes, desgranaban cada noche una sarta de oraciones al Ángel de la Buena Muerte, rogándole que cuando les llegase su hora no se dejase, por descuido, un pábilo sin apagar.

      *

      El temor se acentuó con motivo de una enfermedad del mellizo mayor. Comenzó quejándose de un profundo dolor en el costado, y entre quejido y quejido, preguntaba a su hermano:

      —¿Te duele muy fuerte?

      Porque no concebían que la enfermedad les hiriera traidoramente y que a sus dolores no respondieran los del mellizo menor.

      —¿Te duele mucho, hermano?

      Y como la pregunta fuera envuelta en el temor a fallecer antes de tiempo, el otro mellizo se sintió obligado a quejarse de dolores imaginarios:

      —Sí… Verás. Aquí… En el costado…

      Respiró el otro:

      —Ahí mismo, sí. Como si te clavaran una aguja, ¿verdad?

      —Eso es.

      Fue muy laborioso el trabajo que hubo de realizar hasta convencer al médico de que le «curase» enfermedades ilusorias, pero tanto lloró y rogó, que el doctor salió de la casa convencido de que realizaba una obra de conciencia, después