Luisa Carnés

Trece cuentos


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la vida, habiendo llegado a constituir para ellos una obsesión que alteraba su ordinario reposo. Muchas veces uno de los mellizos despertaba sobresaltado sorprendiendo al otro incorporado. «Ya sé lo que piensas —le decía—. Yo estaba soñando lo mismo, y el sufrimiento me hizo despertar.» «Y no sería raro que ocurriera… Ya tenemos cerca de setenta años.» «Pero si “ocurriera” como “debiera” ocurrir, no habría temor… Lo peor es que “quede” uno de los dos… Lógicamente, debo ser yo, por mayoría de edad quien…», resumía el mellizo tres minutos mayor. «No, no puede ser…» Su estrecha ligazón les sugería la imposibilidad de sobrevivirse el uno al otro. Tenían el convencimiento de que sus almas volarían simultáneamente, ligadas como lo habían estado sus vidas, durante cerca de setenta años, por el brazo derecho del mellizo mayor, y les espantaba la idea de morir con tres minutos de diferencia.

      *

      Tan fuerte llegó a ser aquel pensamiento, que decidieron anticiparse a «su hora», irle al encuentro, como garantía de que habían de realizar juntos el viaje. Pero como eran personas sensatas y repugnábales el causar la menor molestia, aunque fuera póstuma, escribieron una carta al juez de su distrito, en la que le participaban sus mutuas angustias, así como su mutuo fallecimiento, y otra a su portera, por la que le legaban sus muebles y los cuadros familiares, incluso el corazón de yeso, con la aorta de brecolera.

      Para resolver su problema, no fueron muy originales. Como dos vulgares suicidas, se encaramaron a la balaustrada del Viaducto en el momento en que las churreras asoman al paisaje luminoso de las Vistillas y los guardias de seguridad apuran la primera copa del servicio. A esa hora, los mellizos, cogidos de la mano, cortaron por última vez con su cojera simultánea el viento madrileño, quebrándose definitivamente —agrio limón y seca cera— contra las agudas piedras de la calle Segovia.

      UNA MUJER FEA

      (1932)

      Tan convencida estaba de su fealdad, que se abstuvo de darles la buena nueva a sus amigos por temor a que se burlasen. Fueron ellos quienes la rodearon al verla llegar la tarde de un domingo a Villa Josefina, el merendero donde se reunían casi todas las fiestas.

      —¿Dónde has dejado a la pareja?

      —¡Caray, qué reservona!

      —¿Qué, cuándo es el buen día?

      Ella se sonrojó y volvió la cabeza al otro lado (aún solía sonrojarse la virgen madura), fingiendo buscar algo.

      —¡Bueno! ¡Pues vaya guasa!

      Se sentó y se puso a mirar a las personas que ocupaban los veladores inmediatos; las parejas, que bailaban muy juntas, en un patio próximo; la botella y los vasos, mediados de tinto, que había sobre la mesa larga, de madera sucia y resquebrajada.

      Y como en aquel instante viese comparecer a Faustino en la puerta del merendero, se turbó aún más.

      Los otros, al advertirle, levantaron en alto sus vasos, bordeados de redondeles húmedos.

      —¡A la salud de la nueva pareja!

      —¡Vivan los novios!

      Benita cogió un pedacito de pan que había en la mesa, hizo de él una bola y la aplastó con el índice contra la madera agrietada.

      *

      Faustino era demasiado guapo, más bien alto, grueso, el pelo muy negro, rizado, brillante; los dientes, chiquitos, blancos; la boca, muy pequeña y bien dibujada.

      Como buen barbero, se jactaba de tocar bien la guitarra y de saber piropear como nadie a las jóvenes que pasaban ante la puerta de su establecimiento.

      A Benita la conoció en Villa Josefina, adonde iba todos los domingos, con un compañero de trabajo y varios amigos horteras.

      Salían con ellos tres muchachas: dos de ellas sirvientas; la otra, cajera de un comercio de confecciones. Las tres se relacionaban amorosamente («estaban arregladas», decían ellas) con los amigos de Faustino.

      Las mujeres del grupo tenían del barbero un concepto nada amable. Le tildaban de presuntuoso y fatuo, fundadas quizá en que él, tan amigo de las mujeres, no las había requebrado nunca. «No sé qué esperará este.» «Lo menos, una duquesa.» «¡Claro, como es tan guapo!», se decían.

      Una tarde, al despedirse, les anunció Sacramento, la dependienta: «El domingo que viene traeré pareja a Faustino». Riéronse los demás. «Oye, ¿dónde has encontrado esa joya?» «A lo mejor esta nos va a traer un retrato de la Venus de Milo.» Ella explicó: «No, en serio. Es una muchacha que borda para mi casa. Bueno, pero que no sirva de guasa, ¿eh? Os advierto que es fea con ganas. Me da lástima ver la vida que hace. No tiene familia. No sale nunca de su guardilla. La he dicho que si quería venir con la pandilla. No creáis que es una chavala; ya le andará rondando a los treinta. Supondréis que lo de antes fue pura broma. Ya sé que la pareja de Faustino tiene que venir de muy alto… y en avión, por lo menos».

      Únicamente «por darle en las narices a Sacramento», quien a pesar de «hablarle» a uno de los muchachos del grupo, le «miraba con buenos ojos», acogió Faustino con afabilidad, y hasta con cierta finura, que reservaba solo para las hembras de su agrado, a Benita la bordadora.

      Sí que era feílla la pobre. No había exagerado Sacramento al hablar de su fealdad. En cambio, hizo omisión de sus manos, que eran blancas y delicadas, como debieron de ser las manos de esas princesas de los cuentos infantiles que bordan mantos de oro detrás de los ventanales de sus palacios viejos.

      Faustino no conocía manos semejantes, y en parte por tocar aquellas manos raras, en parte por «darle en la cara a la Sacramento», invitó a bailar a Benita. «Pero si yo no sé…» «No importa, aquí no vamos a ganar un concurso.» «¡Si no sé dar un paso siquiera!» «No se preocupe, ya aprenderá.»

      Benita dio unas vueltas por el patio entre los brazos de Faustino. Le pisaba muchas veces; tropezaba a cada instante en los pies de su pareja, y le pedía varias veces perdón por sus tropezones. «¿Ve usted?… Ya le decía yo…»

      En domingos sucesivos la acompañó a su casa, al regreso del merendero, y le hizo alguna confidencia acerca de su vida, solamente porque no era charlatana, ni entrometida, ni le gustaba oír anécdotas escabrosas, como a las otras mujeres del corro.

      Ella le correspondió con su confianza; en primer lugar porque era efusiva; luego, por el deseo de estrechar su amistad con aquel hombre, que gustaba a sus amigas y que había puesto sus ojos, su confianza en ella, a pesar de su fealdad. Le dijo que ganaba diez pesetas al día, y que a fuerza de grandes privaciones había ahorrado unas pesetas, con las cuales pensaba establecer una tiendecilla modesta, que dedicaría a la confección de ropa interior.

      Él también pensaba establecerse algún día, cuando alcanzase el premio gordo en navidad. «Cualquiera piensa en esas cosas como no le toque la lotería. Tiene uno un oficio de lo más miserable.»

      *

      Lentamente fueron aproximándose sus vidas.

      Ahora la esperaba Faustino a la puerta de su casa para acompañarla al merendero.

      Durante el camino hablaban poco. Él le preguntaba por sus planes, y ella respondía: «Se trabaja, pero ¡qué le vamos a hacer! Ahora miro todos los días los periódicos a ver si encuentro algún huequecito que me convenga. Preferiría que fuese en calle céntrica, pues la gente paga el sitio. En un barrio apartado no se hace una peseta».

      Faustino pensaba: «¡Qué bien sabe vivir esta mujer!».

      Una vez estuvo enfermo varias semanas.

      Sacramento se lo dijo a Benita. «Está bastante malo Faustino. Vamos a ir a verle esta noche; si quieres venir… Te lo digo porque como sois tan amigos…» «Sí… Bueno. Pero no vayas a pensar que…» «¡Ni mucho menos! A ver si vas a creer que creo que te hace el amor. No es por nada, pero… En fin, que Faustino pica muy alto.»

      El barbero estaba hospedado en un piso