Martín Bernales

Policarpo


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El Salvador, Nicaragua, Brasil y Chile fueron los países en los que las relaciones entre religión y política cambiaron más profundamente en la medida en que implementaron las reformas pastorales y teológicas impulsadas por el Concilio Vaticano II y Medellín.117 En estos países surgió un tipo de cristianismo de corte liberacionista o progresista, que solidarizó activamente con lo que comprendían era la causa de los más pobres. Esto llevó a distintos grupos de cristianos a involucrarse activamente con movimientos reformistas y revolucionarios de izquierda, asumiendo que compartían una causa común, que era la causa del pueblo y su liberación.

      En el caso de Nicaragua, el proceso revolucionario estuvo acompañado de una revitalización religiosa de gran envergadura, nacida al alero de la opción preferencial por los pobres de una parte importante del clero y la vida religiosa. Inspirados por una relectura del mensaje del Evangelio a la luz de la realidad del pueblo nicaragüense, las comunidades cristianas de base se involucraron directamente en la lucha por derrocar a la dictadura de Somoza. Es más, muchos de los miembros más jóvenes de parroquias y comunidades integraron las filas del FSLN, asumiendo como propia la causa sandinista118. Los distintos movimientos católicos de base compartían la convicción de que la sociedad nicaragüense bajo Somoza estaba lejos de encarnar el mensaje cristiano, y que el rol de la Iglesia era buscar una reestructuración de la sociedad que diera origen a una mayor justicia social. El camino para lograr esto pasaba, para muchos, por apoyar al FSLN, camino que los obispos solo apoyaron tímidamente y por un muy breve tiempo, acrecentando la distancia entre la llamada “Iglesia Popular” y la jerarquía eclesiástica del país119.

      La Iglesia salvadoreña vivió un proceso de revitalización y radicalización política similar al de Nicaragua, con la diferencia de que contó, al menos por algunos años, con el apoyo y liderazgo de un miembro de la jerarquía eclesiástica local: monseñor Óscar Arnulfo Romero. Romero, nombrado por El Vaticano debido a su carácter moderado y sus posiciones políticas y eclesiales conservadoras, comenzaría a apoyar los esfuerzos de los sectores progresistas de la Iglesia salvadoreña luego del asesinato del sacerdote jesuita Rutilio Grande, el 12 de marzo de 1977. Este hecho generó un cambio en el liderazgo de Romero, que desde entonces haría propia la causa de los movimientos sociales, defendiendo los derechos del pueblo a organizarse, denunciando la corrupción de la oligarquía y la brutalidad de los militares en sus sermones dominicales120. Esta opción le costaría la vida: tan solo tres años después de ser nombrado arzobispo de San Salvador, monseñor Romero sería asesinado por un suboficial de la Guardia Nacional, el 24 de marzo de 1980. Su martirio lo convertiría en una figura central para el cristianismo liberacionista en general, y para Policarpo en particular, que frecuentemente hace alusiones a su figura en diversos artículos121 (algunas consignadas en las secciones previas).

      Al comentar la situación centroamericana, Policarpo reflexiona en torno a la relación entre violencia y compromiso cristiano. En esta zona del continente, “ser consecuentemente cristiano y estar del lado de los pobres es sinónimo de ‘comunista’ y ‘subversivo’; por esto el cristiano ya está condenado a muerte, al igual que los campesinos, obreros, estudiantes, maestros”122. Solidarizar con los más pobres era arriesgarse a sufrir su mismo destino, el de una muerte temprana y violenta. Pero también, era abrazar su lucha revolucionaria, en la medida en que la revolución se había convertido en la única opción viable para alcanzar la ansiada liberación de los pueblos123.

      Para muchos de estos cristianos, y en particular para el clero, fue importante enfatizar que su compromiso vital era consecuencia de su opción preferencial por los más pobres, y no de la infiltración de ideologías ajenas a la fe cristiana. Un ejemplo de esto es la carta del sacerdote guerrillero Rutilio Sánchez, que le escribe a los obispos de El Salvador pidiendo su bendición para sumarse a la guerrilla. En esta carta, publicada en Policarpo, Sánchez afirma que “no es Rusia o Cuba quienes alientan nuestra revolución; su raíz está en la larga historia de miseria y represión que hemos sufrido siempre; que nuestro pueblo tiene suficiente inteligencia para comprender la necesidad de sacudirse por sí mismo el yugo, organizándose y combatiendo al injusto agresor”124. Para Sánchez, “acompañar al pueblo es la esencia de ser sacerdote” y por lo mismo, como el buen pastor, no debía huir sino cuidar de las ovejas, especialmente cuando están siendo atacadas por el lobo. Su compromiso con la revolución deriva tanto de su rol sacerdotal de pastor de un pueblo, como de la justicia de la causa de ese mismo pueblo, cuya insurrección no se debe a la infiltración e ideologías extranjeras, sino a la toma de conciencia de la miseria y represión cotidiana que vivían las grandes mayorías125.

      Aludiendo por un lado al Reino de Dios, y por otro a la tradición de pensamiento de la Guerra Justa —que se remonta a San Agustín y que fue especialmente desarrollada por De Vitoria y Suárez—, Policarpo reinterpreta conceptos claves de la gramática política del cristianismo, para apoyar la causa de los pueblos centroamericanos y sus esfuerzos históricos por liberarse de la pobreza y la opresión. A su vez, Policarpo observaba los acontecimientos eclesiales y políticos de Centroamérica, como quien se mira en un espejo, encontrando similitudes con lo que ocurría en Chile, e imaginando futuros y esperanzas para todo el continente. Es más, al comparar la situación de Chile con la situación de Centroamérica Policarpo advierte que puede llegar el momento en que los caminos pacíficos para derrotar a la Dictadura de Pinochet se agoten, y la Iglesia chilena “deba admitir que la insurrección armada es legítima”126. En esto, tendría que seguir el camino trazado por Óscar Arnulfo Romero, el ya mencionado arzobispo mártir de El Salvador127, quien como vimos rompió con la Junta Militar de El Salvador y tomó un camino de compromiso con los movimientos populares, que terminaría con su asesinato128. Monseñor Romero se convierte así en un obispo modelo, que sirve a Policarpo de contraste crítico contra la jerarquía eclesiástica chilena, que aparece como más precavida, silenciosa y ambigua en sus posiciones políticas, y menos decidida a optar radicalmente por la causa de los más pobres.

      Los comentarios de Policarpo en torno a la situación política y eclesial centroamericana llegan a un punto de inflexión con la visita del papa Juan Pablo II a Nicaragua en marzo de 1983. La visita se constituye en el escenario privilegiado para comentar la polarización de la Iglesia centroamericana, dividida, según Policarpo, entre una Iglesia conservadora de cristiandad, que quiere defender su posición adquirida en la sociedad sin romper con las dictaduras, y un segundo sector de la Iglesia, que se había decidido por un camino de compromiso con el movimiento popular129. La visita de Juan Pablo II a Nicaragua sería una gran decepción para los sectores liberacionistas del catolicismo, pues en ella el papa terminaría aliándose de manera clara con los sectores más conservadores del catolicismo nicaragüense, centrando su discurso en la unidad de la Iglesia, criticando a la Iglesia Popular, y omitiendo temas importantes como la opción preferencial por los pobres, la imagen de la Iglesia como pueblo de Dios, las campañas de alfabetización llevadas adelante por los sandinistas y, más gravemente, evitando hablar de los muertos y de la paz en las fronteras130. Según Policarpo, el pueblo nicaragüense pudo percibir que el papa estaba reprendiendo a los cristianos sandinistas, lo que se hizo más evidente cuando eligió no saludar a los miembros de la Junta de Gobierno y del Frente Sandinista al acercarse al estrado. La revista concluye su comentario de la visita afirmando que esta solo acrecentó la división entre cristianos revolucionarios y contrarrevolucionarios, agrandando las heridas en vez de sanarlas131.

      Los comentarios de Policarpo a la situación centroamericana dan cuenta de la existencia de redes de información y solidaridad al interior de los sectores liberacionistas de la Iglesia latinoamericana de la época, que necesitan ser investigadas con más detención para comprender mejor la circulación de ideas, recursos y personas, en este período clave de la historia del continente. En sus artículos, nos podemos asomar a la construcción de una identidad político-religiosa particular, anclada en un modo de vivir la fe cristiana comprometida con el cambio social a favor de los más pobres, y que tiene como protagonistas a las comunidades cristianas de base y a los sectores progresistas del clero y la vida religiosa que trabajaban con ellas. Dicha identidad es la que Policarpo quiere promover dentro de la Iglesia chilena, invitándola a radicalizarse a ejemplo de sus pares centroamericanos.

      Policarpo y la memoria de las violaciones a los DD.HH.

      Un último aspecto que quisiéramos relevar de la lectura