Martín Bernales

Policarpo


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que hemos incorporado y que hacen seguimiento a su secuela judicial, cuando la hubo. Esto último revela que varios casos recién han terminado su tramitación judicial o, incluso, aún siguen tramitándose. Esto no tiene que ver con que no hubiese evidencias que investigar; deriva de acciones u omisiones de otros agentes estatales realizadas para evitar que estos hechos fuesen juzgados o sancionados, sea por la vía del apoyo, del silencio cómplice o de la simple negligencia, destacando entre aquellas acciones el Decreto Ley de Amnistía de 1978132.

      Como lo señaló el Informe Rettig133, y lo reconoció la propia Corte Suprema en 2013, las violaciones a los derechos humanos de aquella época se vieron favorecidas por la “omisión de la actividad de jueces de la época que no hicieron lo suficiente para determinar la efectividad de dichas acciones delictuosas […] pero principalmente de la Corte Suprema de entonces que no ejerció ningún liderazgo para representar este tipo de actividades ilícitas, desde que ella no podía ignorar su efectiva ocurrencia”, incurriendo en una “dejación de funciones jurisdiccionales”134. La Corte, a inicios de los 90, empezó a matizar en algunos casos la aplicación automática de la Ley de Amnistía siguiendo la llamada “Doctrina Aylwin”, que exigía investigar los hechos e identificar a sus responsables antes de amnistiar. Aplicaría a otros, después, la “tesis del secuestro permanente”, conforme a la cual existiendo personas desaparecidas el delito se seguía cometiendo y quedaba fuera de la amnistía de 1978 cuyo marco temporal se limitaba a hechos previos a su publicación. Este camino de avances y retrocesos paulatinos llevará, a partir de una sentencia de 1988, a establecer la ineficacia de la Ley de Amnistía por contravenir el derecho internacional humanitario y de los derechos humanos135 (algo que en 2006 también declaró la Corte Interamericana de Derechos Humanos)136. Tras la detención de Pinochet en Londres la Corte Suprema nombraría jueces de dedicación exclusiva para acelerar los procesos que seguían pendientes137. En cuanto a las reparaciones civiles, la tendencia inicial de la Corte Suprema fue declarar la prescripción de las acciones, algo que luego rectificó entendiendo que la imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad se extendía a las indemnizaciones derivadas de ellos (cabe señalar que esa interpretación inicial nos ha granjeado una condena de la Corte Interamericana de Derechos Humanos)138.

      Los casos que nos recuerda Policarpo ejemplifican la tardanza de estos procesos. Algunos de ellos ni siquiera estaban sujetos a la Ley de Amnistía, evidenciando que esta no fue la única restricción para obtener justicia. Así ocurre con los homicidios de Juan Ramón Olivares Pérez y Rubén Eduardo Orta Jopia, quienes fueron ejecutados el 7 de noviembre de 1980 por agentes de la CNI139. 40 años después la causa está en la Corte Suprema, que todavía conoce de los últimos recursos interpuestos por los imputados. Lo mismo puede decirse de un asesinato tan emblemático como el de Tucapel Jiménez140 cuya secuela judicial tardó nada menos que 28 años y demuestra cómo un juez diligente (el actual ministro de la Corte Suprema, Sergio Muñoz) puede hacer la diferencia y cerrar en tres años la primera instancia de un proceso penal que antes se arrastraba por diecisisiete. En contraste, los procesos judiciales seguidos contra quienes actuaron contra la Dictadura y sus agentes fueron mucho más expeditos, al punto que al existir condenas los culpables pudieron acceder a los indultos que, excepcionalmente, autorizó la reforma constitucional de 1991141.

      Policarpo también nos habla de casos sujetos a la Ley de Amnistía, como las 15 personas, en su mayoría trabajadores agrícolas, cuyos restos aparecieron en la mina de cal abandonada en Lonquén, que recién cerró su arista civil con un fallo de la Corte Suprema en 2018, o la historia de la doctora británica Sheila Cassidy142, detenida y torturada, y cuya captura por agentes de la DINA en 1975 tuvo como “daño colateral” el asesinato de la empleada de la casa de los Padres Columbanos donde ella se encontraba, Enriqueta del Carmen Reyes Valerio, otro caso que solo se cerró judicialmente en 2018 (tras 43 años)143. Sorprendentemente esta última historia ha pasado a ser relativamente desconocida entre nosotros, cuando en su momento implicó una protesta formal del ministro de Relaciones Exteriores del Reino Unido, el retiro temporal del embajador —llamado a consulta a Londres en 1977— y el envío del caso a la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas (si bien tras el ascenso al poder de Margaret Thatcher la relación bilateral se normalizó)144.

      Evitar la impunidad en estos casos implica sostener que estos agravios afectan los valores que nos definen como comunidad política, reafirma la pertenencia a esta última de las víctimas —lo que puede servirles de reparación— y también la de los perpetradores al ser llamados a responder por sus actos145. Formalizar esta verdad es esencial para evitar “potenciales teorías revisionistas o negacionistas de las atrocidades cometidas”, y porque preservar una historia sobre el pasado influirá en “la forma en cómo pensamos y actuamos en el presente y cómo nos proyectamos al futuro”146. Con todo, es inevitable que estas sentencias que oficializan una verdad judicial dejen, también, una paradojal insatisfacción con su tardanza, en vez de la paz que debiera generar la justicia, pues su demora representa una nueva violación de los derechos de las víctimas. Y aunque hay avances que destacar, nuestra sociedad sigue al debe147.

      De algún modo, con este “rescate” de Policarpo pretendemos contribuir con este proceso al permitir que algunas experiencias individuales y subjetivas pasen a ser culturalmente compartidas y compartibles transformando a este libro, también, en un “vehículo de la memoria”, con todas las ambigüedades que tiene esta categoría148.

      Reflexiones finales

      La lectura de estos artículos nos permite asomarnos a lo que hace 40 años veían y pensaban, de Chile y de Latinoamérica, un grupo de valientes católicos y católicas con un fuerte compromiso social y una visión enérgicamente crítica de las transformaciones que se estaban realizando en Dictadura y de las violaciones a los derechos humanos que esta última ejecutaba. Al trasladarnos a lo que se vivía entonces, como una especie de “cápsula temporal”, la revista nos transmite la incertidumbre del futuro en un momento de clara consolidación del proyecto de la Dictadura. Esta incertidumbre es visible más allá de los deseos que expresan quienes escriben, que no pierden la esperanza de su eventual derrota de Pinochet y su proyecto político. Policarpo nos ofrece una lectura de la realidad que es teológica y política, y que se arraiga en una naciente vertiente del catolicismo popular, que emerge en las comunidades de base de las periferias urbanas de Santiago, y se alimenta de la teología de la liberación latinoamericana. Ubicada en esta experiencia particular de Iglesia, la revista sabe que le habla a una sociedad que comparte en lo básico un enfoque cristiano y desde esos valores religiosos y éticos la interpela y critica. Lo hace, además, en un momento de cambios que continúa definiendo nuestro presente.

      Precisamente ese presente nos encuentra hoy con cuestionamientos profundos al ordenamiento constitucional, económico e institucional que se asentó en la Dictadura y que, a pesar de los diversos esfuerzos de democratización política del período de la transición, pervive en distintos aspectos. En ese sentido, la crítica política que se esboza en las páginas de Policarpo es de crucial interés no solo para estudiosos del pasado, sino también para comprender mejor las disputas políticas y valóricas que marcan nuestro presente. Pero, a diferencia de los tiempos de Policarpo, el catolicismo como horizonte valórico parece estar ausente, o al menos silenciado en el debate público. Esto, en gran parte debido a la grave crisis institucional al interior de la misma Iglesia Católica derivada del escándalo de los abusos sexuales del clero y la creciente secularización de la sociedad y la política chilenas. Por ende, la interpretación teológica del presente político que ensayara Policarpo se encuentra no tanto en disputa, como en los años 80, sino enfrentada a un momento de desprestigio institucional que compromete su enunciación pública y la vuelven aparentemente irrelevante. En este contexto, la marginación de las voces del catolicismo progresista en los debates políticos del presente es doble, pues es a la vez una marginación pública debido a los escándalos eclesiales, y una marginación eclesial, dado el giro conservador que asumiera la jerarquía eclesiástica chilena, y cuyos primeros síntomas se dejan entrever en las páginas de Policarpo.

      Quizás precisamente por ese silencio la reflexión ético-política y teológica de Policarpo, enraizada en el catolicismo popular, puede nutrir de manera nueva las discusiones políticas del Chile actual y, en especial, la deliberación constitucional de una convención constituyente