en la estrategia de la movilización social y política. Si realmente había algo, él debió haberse enterado. Recordó el asesinato del Intendente, que fue ejecutado por militantes de la izquierda, pero la orden fue producto de una infiltración de mandos intermedios por parte de CNI. O el famoso COVEMA, integrado por agentes de la policía.
Está impávido: sentado en la cocina tomando su café, con el cigarrillo consumiéndose en la mano, como si simplemente esperara la hora de ir a la oficina o que lo pasaran a buscar para el próximo desafío de golf. No siente miedo ni desesperación. Ni angustia
Una vez más todos los sentimientos han sido postergados a un segundo plano. O tercero, quizás. Solo él, con su café y su cigarrillo, sorbiendo la sorpresa y tratando de analizar, como si fuera un espectador imparcial, el anuncio de este Secretario General de Gobierno, hombre mediocre, arribista, ambicioso, aprovechador, que él conocía con tanta perfección en sus bajezas. Como si acaso todo esto le fuera completamente ajeno, en una actitud que por tanto tiempo le fue sincera y que desde hacía unos años no era más que una pose necesaria, como si él mismo, con toda su elegancia, portador de una buena cuota de poder, envuelto en un manto de riqueza personal, inmerso en una soledad de separado serio y prudente, no fuera uno de los actores de esta tragedia que estaba empezando a desarrollarse.
Para Carlos Alberto no fue sorpresa escuchar su nombre en la lista de quienes debían presentarse o serían detenidos.
Pero sería sorpresa para muchos.
Algún día tendrían que descubrirlo, pero no pudo imaginar jamás, pese a su enorme capacidad para inventar, crear, especular, que llegaría el día en que un personero de gobierno, de este gobierno cuyo inicio había celebrado intensamente, pronunciaría su nombre en una lista de personas que estaban obligadas a presentarse en los cuarteles, acusadas de estar involucradas en un plan para derrocar y asesinar al propio General.
Todo esto lo complicaba, pues él sabía que no era parte de esa conspiración, así es que se convenció de que la vinculación de los dirigentes políticos en el presunto atentado no era más que un montaje, pero siguió pensando que el resto podía ser todo real, que tal vez en verdad hubiera sucedido algo.
¿Una rebelión militar tal vez?
Alguno de sus amigos pensaría que se trataba de un alcance de nombres y no daría importancia a la lista. Es decir, lo más seguro era que sus amigos hubieran apagado el televisor después de que habló el Secretario General de Gobierno y que no les interesara saber los nombres de los conspiradores, unos porque eran los que podían suponerse −los políticos de siempre− y los otros porque les resultarían completamente desconocidos. A sus amigos les bastaría con que se reordenara la situación, con que se pusiera fin a las protestas y a los paros, que se castigara a los culpables de toda la agitación, se controlara a los curas y que se acabara por fin este clima en que la oposición mantenía sumido al país.
Se sintió solo.
Siempre con la parsimonia que lo caracterizaba, fue hasta su dormitorio para cambiarse de ropa: había que prepararse para la detención, para ir a algún lugar del norte o del sur, vivir en un campamento especial con vigilancia militar o tal vez ser expulsado del país.
Pensó que lo mejor que le podía suceder era que lo enviaran al norte. A él le hacía bien el clima seco del Norte Grande, aunque fuera cerca de la costa. La humedad y el frío del sur le afectaban directamente a la salud, especialmente ahora que ya había cumplido los sesenta años, aunque no se notaran a simple vista. Conocía palmo a palmo el país y en el norte había zonas hermosísimas, con esos paisajes tan peculiares que los hombres del sur no sabían apreciar. Más de una vez había discutido con personas que sostenían que en el norte era todo igual, todo café y puros desierto y cerros, desierto y cerros, de pronto un arbustito y más arena por todos lados. Carlos Alberto insistía en que había que saber mirar los cerros y el desierto para descubrir esos matices de sombra y sol, de minerales que la tierra lanzaba a los ojos de los hombres como una especie de provocación o anticipo de sus secretos profundos, esos brillos tan especiales de las rocas bajo el sol, todos los días diferentes, todas las horas distintas, con una amplitud mágica que daba una nueva perspectiva a la vista humana, con todos esos tonos que mezclaban azules y negros con las variedades más infinitas del marrón, con más estrellas en las noches que las que se puede ver en ninguna otra parte, superior incluso a los cielos brillantes de Lonquimay, en esas noches largas y frías, muy frías le habían contado, ya que no lo sabía porque nunca había debido pernoctar en el desierto mismo sino que había transitado por él, pues se alojaba siempre en cómodos hoteles o en las casas de huéspedes de las salitreras o las minas de cobre o alguna vez en los regimientos o cuarteles. Si las noches eran tan frías, como había escuchado decir, tal vez le convendría que lo enviaran a algún lugar costero o a la zona sur, pero no muy al sur, por Parral, por ejemplo, cerquita de las termas de Catillo.
Lo iban a detener. Esta misma noche, seguramente. No le importaba mucho, era un riesgo aceptado desde que se embarcó en todo este asunto y creía con certeza que ésta era la única forma que tenía de ser leal con Patricia, de recuperarla de alguna manera, de rescatar en su interior las horas perdidas, el cariño que quedó a la espera, a la espera de la nada. No le importó ser detenido y aceptó la idea de ir él mismo a entregarse, porque así podría elegir en qué manos caería y no serían los agentes del General, con su brutalidad conocida, los que lo arrestarían y lo llevarían con los ojos vendados hasta sus cuarteles secretos.
Se sintió solo.
Porque estaba solo. No tenía a quien llamar para decirle: “me van a detener o me voy a entregar, aquí están las llaves del auto y el libreto de cheques, cuida el dinero, vigila el refrigerador, apaga las luces”. Su mente pasó rápida revista: los amigos habituales no, ellos no sólo no podrían comprender, sino que se sentirían traicionados y se negarían a ayudarlo, no lograrían jamás aceptar que él, Carlos Alberto, su compañero de partidas de golf o de empresas lucrativas, el que compartía la mesa en el club y los placeres de la conversación y de la buena comida, estuviera complicado en un atentado contra el General. Tampoco alguna de las mujeres que lo habían acompañado, porque todas ellas quisieron llevarlo al matrimonio y cuando él se resistió, partieron de su vida con resentimientos inolvidables, para no volver a verlo, salvo Rosalía, pero ella seguía muy formalmente casada y no había tenido interés en romper su matrimonio ni él se lo había pedido, pues así resultaba más cómodo y ambos entendían que el juego había sido simplemente irse a la cama una vez cada dos o tres semanas, un audaz y furtivo encuentro en Buenos Aires, entretención de la rica, simplemente aventura en todo el sentido de palabra, placer. Nadie.
Sólo Sonia.
Se miró al espejo: a pesar de los sesenta años aun tenía las carnes apretadas, se mantenía delgado y sano, bien parecido en su desnudez, no como sus amigos, que disimulaban la vejez y la decadencia del cuerpo con la ayuda de buenos sastres o la ropa fina, pero que evitaban mostrarse en traje de baño en la playa y sólo exhibían la desnudez en la sauna.
Sonia siempre le auguraba un estupendo porvenir físico y quizás esa misma profecía, tantas veces pronunciada, le incentivó a mantenerse esbelto