Jaime Hales

Baila hermosa soledad


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pro­fesora de filosofía en el mismo colegio de las Monjas don­de había seguido sus es­tu­dios, sin que el hom­­bre se es­for­za­ra por tener una relación estrecha con los hijos y mucho me­nos asumiera sus obligaciones como co­rrespondía. Sin­tió de­seos de abra­zar­la y be­sarla, de decirle que éste era el mo­men­­to de reencon­trar­se, que to­do se daba pa­ra que ellos pu­die­ran volver al ca­mi­no de amor que no de­­bieron haber aban­­do­na­do a los doce años, que esta tra­gedia po­día ser un mensaje y una es­pe­ranza, pero co­mo la ti­mi­dez de amor se lo co­mía por den­tro, le pareció ina­de­cua­do hablar de todo esto cuando re­cién ha­bía muerto la madre de su amiga y una vez más optó por retirarse, in­ven­tando una ex­cusa y prometiendo visita que lo más probable era que no cumpliera, y así fue, para ter­mi­nar sen­ta­do en la misma plaza de siem­pre, esa vez sin llo­rar, pero con una cara que no era de san­to si­no de angustiado.

      Desde aquella tarde de pésames, habían transcurrido tres años y medio, un poco más, parece.

      Ahora estaba allí, tan cerca de la casa de Mar­ga­ri­ta, con este enorme pro­­ble­ma pen­diente, incapaz de tomar de­­ci­sio­nes o resolver nada con mínima ga­­rantía de efi­ciencia. La ca­sa de seguridad estaba constituida en una ra­to­ne­ra; había per­dido el contacto con el Partido y en el Partido no sabrían a qué se de­bía esta situación, si es que estaban en condiciones de sa­ber algo. La de­ten­ción del pre­sidente del Partido, al menos, no podría ser silenciada. Vol­vió sobre sus pa­sos, dio un rodeo y avan­zó hacia la casa de Margarita por un camino que le per­­mi­tiera no pasar frente a la casa de Milena ni a la casa del Fis­cal, para que nin­­gu­no de los dos lo viera, tal vez, para que nin­gu­no supiera que iba a la casa de Margarita. Agregando un nue­­vo miedo a sus miedos políticos, avanzó a tra­vés del calor y del tiempo. Controlando ca­da mús­culo, pal­pan­do los muslos du­ros, Ra­fael caminó, nervioso y co­bar­de, hasta llegar a la puer­ta de la casa de Mar­garita, la morena de pelo largo y frondoso y ojos verdes, tristes siem­pre aun­que estuviera contenta, su amor de infancia.

      Se detuvo, esperó un momento antes de to­car el tim­bre.

      Porque su alma se llenó de temores y de acasos, co­mo los de su ayer ado­­les­cen­te y por un instante olvidó a los agen­tes, al General, al Partido, su barba de tantos años, la de­ten­­ción del presidente del Partido, para dar curso a la tras­pi­ra­ción de las manos y el agi­tado pal­pitar de sus sienes.

      ¿Qué le iba a decir? ¿Vengo a dormir a tu casa por­que me están si­guien­do? ¿Vengo porque no tengo donde ir? ¿Ven­go porque aun te amo con la profundidad de mi mirada que tú construiste con tus evasivas y tus amores por otros? ¿Y si no estaba? ¿Si ya no vivía allí? ¿Si tras esas altas rejas había aho­ra un cuar­tel, como tantos otros que se ex­tendían por la ciu­dad? ¿Si tenía ma­rido nue­vo? ¿Si ella tuviera más miedo que él?

      Todo pasó en un segundo por su mente, a veces tan ágil y ahora co­mo la de un ni­ño asustado, todo metido por su cuer­po, recorriendo pecho y pier­nas, recordándole su úlcera reac­tivada que necesitaba comer algo con ur­gen­cia o sim­ple­men­te un vaso de le­che, como en el cuento de Manuel Ro­­jas que leyó siendo adolescente. Lloró cuan­do lo le­yó la pri­me­ra vez y luego lo re­leyó tantas veces que ter­minó por saberlo de memoria, hasta el último ad­je­ti­vo. Ahora tenía el mismo do­lor que el protagonista de “El vaso de le­che” y de­ci­dió dar el pa­so, aunque fuera lo último de su vida, aunque resultara el error más grave, porque tam­bién podría ser el acierto más cer­tero, sabiendo que la equi­vo­cación lo conduciría a un ca­mi­no sin alternativa.

      Resultó como tenía que resultar y no como pasa en las novelas de aven­­tu­ras, pues Mar­garita seguía viviendo allí y por supuesto que, a las tres de la tar­de poco más tarde pro­ba­ble­mente, no estaba en casa. La empleada le in­for­mó que re­gre­saba a las seis y sólo después de una insistencia en que usó to­­do su poder de convencimiento, ella lo dejó en­trar, pe­ro sólo has­ta el jardín y lo sentó en una terraza sombreada por abu­ti­lo­nes y coprosmas, cer­­ca de un enor­me matorral de rosas de to­dos los colores. Desconfiada, pero cui­dando de no ofender, le ofre­ció un vaso de jugo que él cam­bió por uno de leche fría y sin azúcar, por favor, y que la buena mujer sirvió acom­pa­ña­do de galletas tritón, delicioso emparedado de masa de cho­co­la­te con blanca crema en su interior, de esas mismas que Rafael y Margarita comían por to­neladas en el patio, mi­rán­do­se a los ojos con risa y la boca llena, porque las habían sacado sin per­mi­so de em­pleadas y mamás. Por lo visto a Mar­ga­ri­ta le se­guían gustando y ya no te­nía que esconderse para comerlas. En cambio, él, tantos años después, sólo las vol­vía a comer cuan­do tenía que es­con­derse. Parecía un juego de ideas y pa­la­bras.

      Las galletas y la leche le die­­ron la oportunidad de re­­lajarse en la terraza y, por primera vez en mu­chas horas, sentirse tranquilo, pro­te­gi­do. Para eludir pensar, re­corrió con su men­te cada parte de su cuerpo, bus­can­do la má­xima relajación, partiendo por el cuello y avan­zando por las ex­tre­mi­dades. To­mó una decisión: no pe­di­ría teléfono ni pen­saría en nada con­cre­to so­bre su futuro in­mediato has­ta que pudiera hablar con su amiga. Por­que en­ton­ces sabría a qué atenerse. Con las manos en las piernas, relajándose, se que­dó dormido.

      Despertó sobresaltado, pero abrió los ojos len­ta­men­te. Vio a su lado a una her­mosa mu­jer, de rasgos va­ga­mente co­no­cidos. Demoró algunos segundos en darse cuenta donde es­ta­ba y descubrir que una muchacha desconocida lo mi­raba fi­ja­men­te, con una sonrisa si­len­cio­sa, desde otra silla en el patio de la casa de Margarita. Pelo liso de color castaño cla­ro, que le caía livia­na­men­te so­bre los hombros desnudos. Lo miraba con de­tención, como si él fuera un ani­mal de zoo­ló­gico, reco­rrién­do­lo entero con la cara llena de risa con­te­ni­da.

      − Hola.

      Nada más, no preguntó nada ni suspendió la ob­ser­va­ción. Ella tenía una galleta en la mano y otra en la boca. Ra­fael se enderezó y respondió con un ho­la si­mi­lar, carente de en­­to­na­ción, alisando su pelo con la mano y luego bus­can­do la bar­ba que se había cortado la noche an­­terior, después de die­cio­cho años, pa­ra que nadie lo pudiera re­co­nocer. Se miraron fi­jamente du­rante un ra­to. La muchacha se divertía y sus ojos re­flejaban que entendía que éste era un juego simpático, con un animal desgreñado y sor­pren­di­do que despertaba de un sue­ño plá­ci­do en el patio de su ca­sa. Concluyendo que era una mu­­chacha muy bella, se in­corporó en la si­lla, repitió un hola, pero con mayor in­tensidad, de­jando en claro que estaba dis­pues­to a ini­ciar un diálogo. Pero ella lo siguió mi­rando en si­len­cio, con la son­risa llena de galletas.

      − ¿Eres Fernanda?

      Ella dijo que sí con la cabeza, sin hablar, con una es­pecie de rugido y la misma inmutable actitud.

      Era Fer­nan­da, la hija de Margarita y el aviador in­ge­niero. Bonita mu­jer de die­cisiete años, re­pre­sen­ta­dora como di­cen las viejas, es decir, atrac­tiva y más desarrollada de lo que se es­pe­ra­ba de una niña de su edad, tan atra­yen­te que sin du­da él la habría mirado al pasar a su lado en la calle, pe­ro pre­firió no haberla visto en la calle, sino allí para tener cer­te­za que sólo de­bía mirarla como una niña, como la hija de su ami­ga, como una especie de so­brinita postiza, una hija por apro­­xi­mación y no como la mujer de pechos fuertes, aspecto sa­luda­ble, hom­bros suaves y muy cautivadora, que resultaba ser.

      − Tú debes ser Rafael.

      No era una pregunta, sino una afirmación. Otra sor­pre­sa más en un día lleno de sorpresas. Ella lo había re­co­­no­ci­do. La pequeña Fer­nan­da, que nun­ca lo había visto sin barba, por­que él se la dejó crecer an­tes que ella naciera, lo había re­co­nocido. Tal vez ella había visto fo­tos suyas de muchacho. Por eso su sorpresa, ya que cuando se miró al es­pe­jo