Jaime Hales

Baila hermosa soledad


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finalidad de enternecer hom­bres proclives al ma­tri­monio. Se en­contraron accidentalmente en el par­que que es­ta­ba detrás de la Casa de la Cul­tu­ra de Ñuñoa y Rafael supo desde lue­go, sin haber ne­ce­si­tado ser inteligente, que esa niña era la hija de Mar­garita, el fru­to del amor de su amada con otro hom­bre, la que no debió haber na­ci­do como pre­mio a su personal fe­li­ci­dad, la que ha­bría sido otra si hu­bie­ra sido suya, la que en­ton­ces no existiría pues él no es­ta­ba en con­di­­cio­nes de casarse, ya que recién ingresaba a la uni­ver­sidad. Pese a no ser suya, de­bió reconocer que la niña era her­mosa y estuvo con ella va­rias horas, ju­gando en el pasto, sin­­tiendo que la ternura lo em­­bar­gaba por completo, dan­do vueltas por el suelo y con ella so­­bre su pe­cho, rien­do como ríen los niños, sin poner jamás los ojos tristes. Gabriela, que sabía del amor de Rafael por su her­­mana mayor, miraba con evi­den­te contento este es­pec­tá­cu­lo. Ella lo quería mucho y siempre lo amó y esa escena de ter­nura se le grabó en la mente y la re­cordaba cuan­do ima­gi­na­ba que ellos podían casarse, aunque él no la quisiera tanto co­­mo ella, una es­pecie de cadena trágicamente traslapada, con un sen­ti­mien­to soli­da­rio, fiel, fraternal, en el que no ca­bían otras fan­ta­sías que las de una es­po­sa compañera y paciente, lle­­na de hi­jos como su pro­pia ma­dre, que ten­dría contento a es­te marido con mirada de santo y ge­ne­roso en ternura con los ni­ños, sintiéndose ca­paz de hacerle superar este amor impo­si­ble ha­cia su hermana.

      Después de esa tarde en el parque, Rafael no vol­vió a estar con Fer­nan­da, sal­vo en un saludo superficial o en un en­cuentro casual o tal vez sin sa­ber que era ella. Pero du­rante diez años, sistemá­tica­men­te, le enviaba una flor para el día de su cumpleaños y una barra de cho­co­lates con al­mendras para la Na­vidad, con una tarjeta que decía “Con to­do mi cariño, Ra­fael”. Nunca na­die le agradeció los envíos y nadie re­cla­mó cuan­do dejaron de lle­gar. Nunca Mar­­garita lo llamó para pre­gun­­tarle por qué le enviaba regalos a la niña y no a ella en su cum­­pleaños, día que él no podía ol­vi­dar, salvo que hubiera ol­vi­dado el su­yo pro­pio que era un día antes, llamada que habría si­do estu­pen­da para que él pu­diera re­clamar por qué ella nun­ca lo llamaba para su cum­­pleaños y una vez más involucrarla en un lamento de amor que pa­re­ce­ría argumento de ra­dio­­tea­tro, años antes que empezaran las telenovelas.

      − Eres igualito a las fotos.

      Con eso Fernanda contestó la primera pregunta no for­­mu­la­da. Algún día se da­ría cuen­ta que Fernanda tenía ca­pa­cidad desusada pa­ra responder las pre­­guntas que no se for­mu­­la­ban en voz alta, con una in­tuición que la vol­vería pe­­li­gro­sa con el correr de los años. Rafael no dijo nada, aun­­que tal vez de­­­bió de­cir muchas gra­cias, porque eso sig­nificaba que se­guía tan joven como a los quin­ce años. Pe­ro ella, adivinando otra vez, lo bajó bruscamente del pedestal de vani­dad en que co­men­­za­ba a subirse:

      − Me refiero a la mirada. ¿Debo decirte “tío Rafael”?

      − No, Fernanda, dime Rafael no más.

      Ella fue a traer más galletas y leche. Rafael pudo apre­ciar toda la be­lle­za y el des­plan­te de ese cuerpo joven y bien formado.

      ¿Cómo era posible que él se sintiera tan joven y es­ta mu­jer fuera la hi­ja de su amada de la infancia?

      Sintió de nuevo las palpitaciones en el pe­cho y las sie­nes cuando se dio cuenta que ya eran las seis y cuarto y que pron­to se en­con­tra­ría cara a cara con Margarita. Otra vez las du­das, las preguntas acerca de cómo debía en­fren­­tar la si­tua­ción, cómo contarle lo que había que contar sin rom­per con la se­gu­ri­dad. Es de­cir, ¿cómo conseguir seguridad sin romper con las normas de se­gu­ri­dad que él mismo había con­­tribuido a ela­borar? Se acordó del pre­si­dente del Partido y pensó en qui­zás cuántos de­te­ni­dos más habría por to­das par­tes. Tal vez fue­ra el único dirigente del Partido que to­da­vía no es­ta­ba en ma­nos de los agentes, producto de una ver­dadera casualidad. El úni­co en libertad, pen­só, si es que esta situación puede ser ca­li­ficada de libertad.

      Quiso ir al baño. Cuando Fer­nan­da regresó lo guio a tra­vés de la casa y lo dejó en un baño alto y estrecho, sin luz na­tural. Vi­no a su me­moria la torre de Villa Grimaldi, descrita por tantos detenidos y que él tuvo la suer­te de no co­nocer por su experiencia personal. De cara an­te el espejo pasó sus de­dos por los surcos del rostro, por la piel más cla­ra y áspera porque los pe­li­tos em­pe­za­ban a crecer de nuevo. Orinó lar­ga­men­te, con pla­cer, experi­men­tan­do un alivio pro­fundo en todo su cuer­­po, co­mo si esta evacuación fuera su única ocupación y no pasara nada más en el mundo. Se lavó len­tamente, mo­jando la ca­ra para re­frescarse del calor hú­medo y atosigante, des­pe­jan­do el so­por propio de una sies­­ta no programada y poco a po­co fue recuperando la ener­gía y todo su or­ga­nis­mo se inundó de esa necesaria li­vian­dad que conseguía antes de las jor­na­das di­fíciles. No te­nía ro­pa ni cepillo de dientes, ni siquiera má­qui­na de afei­tar. Si resolvía el problema del alo­ja­miento ten­dría que bus­car la solución a estas di­ficultades que para al­gu­nos podrían pa­re­­cer menores, pero no para él que era tan exi­gen­te, tan dependiente de su lim­pie­za per­sonal.

      Al salir del baño se percató que la casa ya estaba en una semi­pe­num­bra. La puer­ta de la terraza estaba ce­rrada y Fer­nanda había entrado los va­sos, para luego echar­se so­bre un asiento, con descuido, teniendo de trasfondo el sua­ve canto de una voz conocida pe­ro que era in­capaz de iden­tificar. La pie­­za era espaciosa, con sillones grandes y co­jines mu­­llidos, de mu­­cho gusto to­do, las telas suaves, las lám­paras de sobremesa tra­dicionales, muchos ceni­ce­ros y ador­­nos de porcelana por to­dos los rincones. La mesa de centro era un gran cris­tal sobre una ro­ca de color rojizo y allí esperaban los vasos de le­che y las ga­­lle­tas. En los mu­ros había va­rios cuadros y re­pro­duccio­nes de obras co­no­ci­das. Miró todo con mu­cho detalle, sin sen­tar­se, sa­biéndose bajo la observación de Fernanda, evitando ha­blar, pues no quería recurrir a in­tras­­cen­dencias o ha­bi­­tua­li­dades de ésas que llenan vacíos y mi­nutos, que­ría eludir las pre­­guntas y las respuestas, quería esperar para hablar só­lo una vez desde adentro de sí mis­mo, sin pensar en nada por aho­ra, pos­ter­gando, siem­pre pos­ter­gando, hasta que llegara el mo­mento de com­pro­meterse en alma y cuerpo, como lo hacía en to­dos los órdenes de la vida, postergando el mi­nuto para con­tar lo que Fer­nan­da está es­pe­rando que cuente, para ha­blar de esas cosas que verdaderamente im­portan cuando un pró­­fu­go de la poli­cía política de la dictadura llega de sor­pre­sa a la casa de un antiguo amor.

      A sus espaldas se abrió la puerta.

      Rafael giró con lentitud y pudo ver entre las sombras de la sala el es­pectáculo de Margarita de pie, con la cartera col­gando del hombro, las lla­ves en una mano y los anteojos en la otra.

      Ahí estaba, con pantalones blancos y un blusón azul que le caía suel­to, su pelo ne­­gro, largo y libre como apa­­re­cía en sus recuerdos, sus ojos tan ver­des y lu­minosos como él quería verlos, tan delgada como el día en que la vio des­pués de la muerte de su madre, tan sorprendida de ver­lo como es­ta­ba él de ha­ber ido a parar allí en medio de su fu­ga en pleno es­ta­do de sitio, la mis­­ma Margarita de siem­pre en un día que pa­sa­ría a la historia de la patria por el ca­lor tan intenso, por el amor, por el atentado, por las de­ten­ciones, pero so­bre todo por­que Rafael y Mar­ga­ri­ta estaban frente a frente. Fernanda, ex­­pec­tan­te, an­sio­sa de pre­sen­ciar un encuentro largamente ima­ginado, que ella sabía des­de ha­cía mu­cho tiempo que algún día iba a presenciar, porque parecía adi­vi­narlo todo, aunque só­lo adivinaba cosas bue­nas, ex­pec­tante porque su ma­dre se en­contraba con este des­conocido que enviaba flo­res en sus cum­pleaños de ni­ña