proyecto racionalista moderno como el esencialismo de la teología política decisionista. Quienes han situado a Averroes en una suerte de bisagra temporal que abre al racionalismo de los modernos tienen razón cuando resaltan la pugna entre el cordobés y la teología, donde este siempre defendió la necesidad y primado de la filosofía. Pero allí se olvida, muchas veces, que la modernidad es también una subordinación del pensamiento a la teología, que desde Aquino viene vociferando la absoluta pertenencia del intelecto al sujeto individual. Y olvidan que hoy se hace mucho más evidente, en lo que concierne a nuestra vida política y económica, la hegemonía discursiva de la oikonomía divina y la soberanía teológica, que la búsqueda de modos reflexivos de con-vivir.
La oposición de Aquino al pensamiento de Averroes tiene una clara doble vertiente por donde se asoma la teología y la soberanía política de manera indisociable. Primero, porque, en el teólogo, el intelecto es aquella facultad del alma ‒alma como acto del cuerpo‒ que trasciende el cuerpo y permite la resurrección del individuo. Sin intelecto personal no hay salvación.4 En segundo lugar, porque “sustraída de hecho a los hombres la diversidad del intelecto –dice Aquino‒, la única entre las partes del alma que aparece incorruptible e inmortal, se sigue que después de la muerte no resta nada del alma de los hombres sino una única sustancia intelectiva; y así se elimina la atribución de los premios y de las penas y de la diversidad que le distingue.”5 Nos acercamos así al problema de la Ley, que aquí parece todavía estar en el más allá, hasta que el Aquinate diga literalmente que si el intelecto es separado, la voluntad habría de estar en él y no en el hombre, y así este “no será dueño de sus actos, ni ninguno de sus actos sería loable o vituperable: ello significa arrancar los principios de la filosofía moral.”6 La moral, esa vieja ficha que conquista a religiosos y laicos, y que Aquino vincula correctamente al control, es posible solo a través de la introducción en cada uno de los individuos de una parte inmortal que asume en la tierra la responsabilidad de su salvación o su condena en el más allá. Nietzsche lo vio con claridad cuando dijo que “los hombres fueron pensados «libres» para poder ser juzgados […] en consecuencia, toda acción tuvo que ser pensada como querida, el origen de toda acción como radicado en la conciencia.”7
La marcha de los vencedores, de los que proclaman el patrimonio cultural como aquel lugar intocable e indiscutible, no puede admitir la idea de un pensamiento inapropiable, escurridizo, tal como el que Averroes proponía como sustento mismo de la especie. Ahí, la Ley queda en entredicho porque ella necesita de sujetos responsables que quieran acceder al paraíso, y cuando el cielo sea destruido por la ciencia, todavía quedará la idea de progreso para seguir avanzando hacia una salvación imposible, como diría Nietzsche, queriendo, en última instancia, la nada. “Es evidente ‒argumenta Roberto Esposito en Due, un libro en el que pone al descubierto su filiación averroísta hasta ahora solo sospechada‒ que, rompiendo la relación entre pensamiento y sujeto, o reinterpretándola en una clave que hace del sujeto el trámite, más que el propietario, del pensamiento, Averroes disgrega no solo un bloque metafísico sino también un horizonte teológico-político pivotado en torno a la semántica de la persona.”8
Esa palabra nos faltaba aquí: persona. La máscara perfecta de la moral, su dispositivo teatral que hace del escenario el marco del orden por donde transitan los seres únicos e indivisibles, inconfundibles con los animales, soberanos de sus actos, a imagen y semejanza del señor. Lo que resucita, diría un Aquino del siglo XXI, es la máscara, porque esta, sin coincidir con el cuerpo, tan cercano a lo animal, permite identificar con facilidad al culpable del merecedor de la bienaventuranza. “Para ser propietaria ‒dice Esposito en otro lugar‒, la persona no puede coincidir con el cuerpo.”9 Máscara sujeta al cuerpo para asumir la responsabilidad como consumidor crediticio, en realidad sostiene al cuerpo, lo forma con la costumbre, lo produce para que éste no muestre su fondo oscuro donde el lobo asecha. Y como asecha nomás majaderamente, el dispositivo de la persona se despliega también al interior de la especie humana para pegotearse en el rostro de algunos, dejando a otros en un raro estatus entre el animal y el humano. A los terroristas, a los subversivos, a los refugiados, les falta la máscara. A veces a los refugiados y pobres del mundo se les presta una para aparecer en televisión y no molestar a la audiencia. La mayoría de las veces la máscara es tan grotesca que produce el mejor efecto teatral y permite unas cuantas lágrimas de los que ya tienen la máscara pegada en doce cuotas. Opuesta al gesto, a esa “comunicación de una comunicabilidad,” dice Agamben, ‒donde no hay nada que decir porque lo que se muestra es “el ser-en-el-lenguaje del hombre como pura medialidad”10 ‒ la persona es el símbolo de una sociedad que niega la posibilidad de un sujeto como la modernidad misma lo imagina, en cada una de sus más férreas defensas del primado de la racionalidad individual. Lo que queda de la autonomía del sujeto es un tic nervioso provocado por la tirantez de la máscara personal.
Tendríamos que decir que más que opuesta al gesto, la persona captura la potencia gestual y le da un nuevo sentido en el que aparece una relación de términos opuestos. Solo así puede aparecer el reverso de la persona o la persona degradada. La persona juega, entonces, en el campo gravitacional del primer y segundo pronombre singular o plural. Una otredad que conduce a la enemistad tan cara a Schmitt, pues, a pesar ‒dice Esposito‒ de “toda la retórica acerca de la excedencia del otro, al confrontarse dos términos solo cabe concebir al otro en relación con el yo. No puede ser sino no-yo: su reverso y su sombra.”11 En otras palabras, cuanto más se fortalezca el carácter de sujeto, la autoafirmación, la autonomía ‒y muchos otros autos‒ más se de-subjetiva al otro. Raza, clase, género y otros conceptos que tanto agradan a la sociología, son conceptos-dispositivos, que funcionan como oposiciones basales para la afirmación de la persona o su des-personificación. En un extremo nos encontramos hoy al empresario, en el otro las figuras del refugiado, el terrorista y el pobre. Entre medio, se mueve la gran masa de deudores que luchan por no vivir en el miedo inconcebible a la despersonalización.
Pero no hay que engañarse con el efecto de la máscara. No hay algo como un detrás de ella, sino simplemente una producción, un modo de agrupar los síntomas que indican humanidad. Lo importante, entonces, es precisamente eso. El orden de las cosas, más que el sueño platónico de una idea que sostiene a la materia, o debordiano donde el espectáculo de las ideas oculta la materia. Lo que hay, y en esto quiero acercarme a la traducción árabe del eînai griego que es mawǧūd, es decir, haber, que indica un darse de las cosas. Quizá haciendo una interpretación aventurera y forzada ‒pero para qué está la filosofía sino para aventurar y forzar‒ podríamos decir que en el mawǧūd se está rehuyendo la esencia, tal como en el griego se usaba el artículo neutro to que, como dice Barthes, las lenguas romances han retomado en el artículo indefinido “lo”, saliendo así del binarismo entre lo que existe y lo que no existe.12 Lo que hay no es el ser de las cosas al modo de una esencia. Tampoco un binarismo en el que exista el ser y el no ser, sino un tercer elemento que abre la posibilidad del ser y del no ser, del hacer y no hacer. La persona y la no persona, son, entonces supuestos binarios de nuestra tradición que se afirman en una idea esencial. Si los comprendiéramos solo como una constelación de elementos posibles, podríamos ver que en las constelaciones operan fuerzas destructivas, que arrastran lo que creíamos estable al caos o lo reagrupan en torno a nuevas relaciones de magnetismo.
Mencioné, entonces, a Barthes porque él se lanza en contra de los binarismos y lo hace con una determinada mirada sobre el paradigma. Para él, el paradigma no ilumina, sino que cierra, porque es precisamente el núcleo en torno al cual giran los conceptos dando una idea engañosa de estabilidad. Lo neutro sería un antídoto antiparadigmático, lo que desbarata y ridiculiza el sentido que lo articula,13 siempre sostenido en el rechazo de algo y la elección de un otro. Lo neutro contraría el dogma, no lo ignora como si no le interesara que el mundo adquiera sentido dogmático, sino que hacia el dogma es violento en tanto deseo de suspensión de “las órdenes, leyes, conminaciones, arrogancias, terrorismos, intimaciones, pedidos, querer-asir.”14 En lo neutro se articula un silencio como posibilidad de callarse frente al sentido del paradigma dominante. Por cierto, se nos aparece la violencia divina de Benjamin como una fuerza neutra, o la potencia-de-no agambeniana como la versión más actual de una filosofía de lo neutro. Es decir, en lo neutro no hay nihilismo, sino