de lo neutro no se opone al habla, sino que muestra que ella se da en una comunicabilidad que también puede callar. El derecho de guardar silencio no es otra cosa que la captura legal de la potencia de callar, tanto como la huelga legal busca capturar la huelga general. En tanto el silencio es la norma que imponen dogmáticamente las dictaduras, la posibilidad de hablar puede tomar el carácter revolucionario que tiene el silencio, porque lo que está en juego no es la dicotomía silencio-habla, sino la posibilidad como terreno en la que ambas pueden darse.
Un ejemplo bello del deseo de lo neutro es la delicadeza, tal como la aborda Barthes. Muy influido por sus lecturas del Tao e impresionado por la “ceremonia del té” descrita por Kakuzo, Barthes muestra la delicadeza puesta en juego en la “eliminación altiva de toda repetición: la delicadeza se espanta, se ofende con las repeticiones inútiles,”15 lo que acompaña una búsqueda por lo suplementario, por la sobredeterminación de los placeres. La negación de la repetición trae consigo un deseo por abarcar más formas, implicando en la ceremonia sentidos diversos. El placer del té se disemina no solo en su sabor, sino en cientos de detalles que abren a la verdadera inutilidad. El canto del hervidor, que contiene en su interior trozos de hierro que golpetean musicalmente; la diferenciación de las formas, de modo que cuando la tetera es redondeada, el plato ha de ser cuadrado o si por la ventana se ven flores, estas no han de encontrarse en el interior de la habitación. Cada uno de los detalles delicados contribuye a metaforizar, “destacar un rasgo y hacerlo proliferar en el lenguaje, en un movimiento de exaltación.”16 Contra la delicadeza aparece lo viril, que triunfa con la repetición, relegando lo delicado a lo inútil, a lo femenino. Lo que es delicado, en tanto detalle que siempre está expuesto hacia lo otro, no tiene cabida en ese varonil empirismo, que no hace fluir, sino que retiene para detectar causa y efecto. Barthes piensa en Deleuze cuando dice “cada vez que en mi placer, mi deseo o mi pena, soy reducido por la palabra del otro (a menudo bien intencionada, inocente) a un caso al que corresponde una explicación o una clasificación general, siento que hay una infracción al principio de delicadeza.”17 La persona, en este sentido, es siempre poco delicada, porque ella emerge precisamente de la clasificación humana y no puede aspirar a otra cosa que la repetitiva moda.
Entonces, el silencio, la delicadeza, el sueño, pero no ese sueño que sueña, sino el sueño indeterminado, donde el pensamiento se suspende, como en la descripción de la aventura con hachís de Benjamin, son figuras de lo neutro, que escandalizan a los dogmáticos sean ellos partidarios del blanco o del negro. Tal vez lo más terrible que lo neutro asoma es la imposibilidad de hacer de él un programa y, sin embargo, puede ser temible, desbaratador, transformador del orden, iluminador de otros órdenes, porque lo que indica con desprecio permanentemente lo neutro son los principios que nuestra tradición ha erigido como inamovibles, especialmente aquel principio racionalista que ha querido sujetar el deseo de lo neutro a la intelectualidad de un individuo. Lo neutro es el escándalo de Aquino, el retorno de una constelación averroísta donde el deseo se escapa para suspender lo individual, abriendo a la mirada la multiplicidad que “el fascismo de la lengua,” como dice Barthes, busca permanentemente dirigir.
Lo inasible de lo neutro, que es desde siempre también un deseo que no quiere asir, se aparece como un acontecimiento que deja traslucir lo que Deleuze llama un campo trascendental, ese lugar de pura inmanencia, de “conciencia pre-reflexiva impersonal, duración cualitativa de la conciencia sin yo.”18 Porque más allá de este cerco que impone la persona, lo común aparece como el lugar en que esa persona es posible, como forma en que ese flujo se actualiza. La persona no es más, entonces, que una actualización de aquello que es puramente inmanente, que como bien dice Deleuze “es potencia, beatitud plena,”19 que sufre de un pliegue sobre sí misma. A propósito de la subjetivación en Foucault, Deleuze dice que “es preciso que con velocidades infinitas se llegue a constituir el ser lento que somos o que debemos ser.”20 Así aparece la persona, o el proceso permanente en el que se rigidiza la potencia infinita, se coloca el lindes sobre la posibilidad y se cerca a esa vida inmanente y tan indefinida que el filósofo francés la llama una vida ‒es decir una vida cualquiera que sin embargo es también la experiencia de una vida singular. Se impone sobre ella, digo, una fórmula determinada de actualización en la que ella se separa en sujeto y objeto.21 Lo neutro, dirá Barthes, se ve apresado por el predicado. La adjetivación del mundo ‒independientemente que sea un insulto o un cumplido‒ nombra para establecer una esencia que cierre identitariamente las cosas, separando lo uno de lo múltiple. De ahí en más solo hay una triste certeza ‒porque la certeza es la ficción que articula el sentido de nuestra experiencia‒ de que encontramos únicamente soledad y firmeza en nuestra razón, esa razón que pareciera jugárselo todo en el gobierno de sí y de los otros.
Lo neutro, en este sentido, es un nombre de la existencia perfecta, el medio puro en el que algo se nombra. Y nombrar es estabilizar la distancia entre lo profano y lo sagrado, entre el afuera y el adentro. Por eso el pensamiento ‒la filosofía, la teoría‒ no son conocimiento de algo en particular, sino del ser perfecto. El pensamiento del medio puro desactiva toda trama de dominación porque expone la dominación misma como escena, rompe con la mercantilización de la vida porque muestra al fetiche del capital como sistema de posibilidades, actualización del medio en una forma singular. El nombre es el factor antropogenético por excelencia, a partir del cual se configura toda separación entre hombres y dioses, hombres y animales, y entre hombres y hombres. La preocupación por sostener esta separación ha sido el rol fundamental, como bien comenta Agamben, de la religión, incluso en el momento actual, en el que la principal religión es el capitalismo que separa y produce diferencias, aunque no haya nada que separar:
Y como en la mercancía la separación es inherente a la forma misma del objeto ‒escribe Agamben‒, que se escinde en valor de uso y valor de cambio y se transforma en un fetiche inaprensible, así ahora todo lo que es actuado, producido y vivido ‒incluso el lenguaje‒ son divididos de sí mismos y desplazados en una esfera separada que ya no define alguna división sustancial y en la cual cada uso se vuelve duraderamente imposible. Esta es la esfera del consumo.22
Lo neutro pareciera configurarse, a primera vista, como un escape del sentido que rige el paradigma contemporáneo. Cuando nos acercamos a lo neutro la persona desaparece, porque ella nunca es neutral. Es hombre, es mujer, es inteligente, es tonta. La fisiognomía es, desde esta perspectiva, una ciencia de la persona, que establece las gradientes necesarias para su clasificación. El gesto de lo neutro es antipersonal. Comunica la posibilidad de comunicar y por eso su rostro se escapa al descriptor. En la adjetivación, lo neutro es ingresado en las dicotomías bueno-malo, alto-bajo, fuerte-débil, humano-animal, razón-cuerpo. La adjetivación corta el flujo que es la vida y la vuelve contra sí misma bajo la forma jerárquica del dominio. Las singularidades no prescinden de formas, características, maneras de ser. De hecho, ellas son modos del ser. La adjetivación, por el contrario, es la manera en que tal o cual singularidad es anulada para formar parte de una división general, comprensible y administrable por las relaciones de poder vigentes. La persona es la adjetivación más general por medio de la cual ingresan en un mismo sistema todos los humanos, con la posibilidad siempre presente de perder esa condición y quedar sin adjetivo más que la mera ‒pero peligrosa‒ vida biológica. Pero también en el capitalismo esa misma división ingresa como fuerza de trabajo, mano de obra barata o ejército de reserva: cuerpo y sensibilidad a disposición del capital intelectual reservado a unos pocos.23
En este punto, debemos volver sobre el problema de la repetición. Deleuze comprende la repetición de una manera diferente a Barthes, donde el problema no sería el gesto mismo de repetir, sino el establecimiento de fórmulas de generalidad y equivalencia. Esa repetición que en Barthes es amenaza de lo expuesto infinitamente, en Deleuze es asimilable a lo equivalente, porque las cosas solo pueden pertenecer al orden de lo ya aprisionado por alguna esencia cuando su repetición es entendida como una generalidad. La repetición, en cambio, es incambiable e insustituible. “Los reflejos, los ecos, los dobles, las almas ‒dice Deleuze‒ no son del dominio de la semejanza o de la equivalencia; y de la misma forma que no existe posible sustitución entre los verdaderos gemelos, no hay posibilidad de cambiar su alma. Si el intercambio es el criterio de la generalidad, el robo y la donación son los de la repetición.”24 Esa