Raúl Pérez López-Portillo

Los mayas


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antes que los europeos lo adopten de los árabes, y le dan un valor numérico por su posición relativa. Con estos simples elementos los mayas son capaces de efectuar cálculos complicadísimos, del orden de muchos millones, que “justifican su reputación de matemáticos”.

      Los mayas son los primeros hombres de la era cristiana que se valen de un símbolo afín a nuestro concepto del cero y dan de forma constante un valor a los números en función de su posición. León Portilla sigue a Eric Thompson en Maya Hieroglyphic Writing, y recuerda que los sabios mayas conciben el tiempo como algo sin principio ni fin, lo que hace posible proyectar cálculos acerca de momentos alejados en el pasado sin alcanzar jamás un punto de partida. Thompson ofrece dos ejemplos en The Rise and Fall of Maya Civilization, según la estela de la ciudad de Quiriguá: computaciones precisas señalan una fecha de hace más de noventa millones de años y en otra estela del mismo lugar la fecha alcanzada se remota a cerca de cuatrocientos millones de años. Son cálculos que establecen correctamente posiciones precisas de los días y los meses.

      Pero a esta original concepción de un tiempo sin límites en el pasado o en el futuro, León Portilla puntualiza que establecen un punto de referencia, especie de principio de su era cronológica. Así, casi todas las inscripciones calendarias de sus estelas se computan en función de ese momento de partida que, traducido en términos de nuestro calendario, se sitúa 3113 años anterior a la era cristiana.

      El tiempo en Mesoamérica se resume en dos cuentas calendáricas: una abarca el año solar de 365 días; otra, el ciclo adivinatorio de 260, donde 20 signos de los días se combinan con trece números. Cuando se agota toda posible combinación de trece números con 20 nombres se cierra la cuenta: 13 x 20 = 260, de ahí que tengan que pasar 260 días para que se repita la combinación del mismo signo del día con el mismo número. Según Krystyna Magdalena Libura en Los días y los dioses del Códice Borgia, las veinte unidades de trece días se llamaban trecenas. “Como el ciclo de 260 días es más corto que el de un año: 360-260 = 100, en cada año solar se repetían 100 signos del calendario adivinatorio. Parecería que sobre una rueda calendaria de 260 días impregnada con las fuerzas divinas se deslizara otra más grande de 365. Estas dos ruedas se juntaban después de 52 años, es decir, se acababa entonces toda posible combinación de los días del ciclo solar con los del tonalamatl. Ese momento se llamaba toximmolpilla, “se atan nuestros años”. El gran ciclo de 52 años contenía 73 ciclos del tonalamatl (libros de los días)”.

      Al calendario sagrado de los mayas lo llaman tzolkin, recordamos. Es el sistema más antiguo para medir el tiempo. La cuenta larga, más propio de olmecas, zoques, mayas yucatecos o choles se basa en un ciclo de 360 días llamado en maya una piedra (tun). Da lugar a una cuenta vigesimal, de días (kin), de veinte días (uinal), de dieciocho veintenas (tun), de veinte tunes (katun), de veinte atunes (baktun), y aun más múltiplos de veinte para cálculos astronómicos.

      Para Munro S. Edmonson “la creación del calendario es quizás el triunfo máximo de su civilización”. No sólo llegan a trazar el movimiento de los planetas más visibles y a predecir eclipses, sino que miden la noción aparente del Sol “con la misma exactitud del calendario moderno gregoriano. Sólo que los mesoamericanos llegaron a la solución correcta, que el año solar dura 365.2422 días, en 433 a.C., mientras que nuestro calendario gregoriano se promulgó hasta 1584 d.C.”.

      Los mayas, por tanto, se distinguen por sus complejos avances en la escritura y el cómputo del tiempo. Esta es la versión de mayor complejidad. La bifurcación cultural parece residir “en las diferencias sociales” y Austin y Luján apuntan que “es muy interesante comprobar que el pueblo más poderoso del clásico, el teotihuacano, no utilizara ni una escritura, ni una numeracón, ni un calendario semejantes a los mayas”.

      Otra diferencia importante entre ambos pueblos está en el ejercicio de las armas y ninguno de los dos “fueron pueblos pacíficos”. Los mayas viven en un clima de tensión bélica casi “endémica”. Pero las guerras mayas de la época Clásica no tienen el “pronunciado militarismo” del Posclásico.

      “así decían nuestros padres, nuestros abuelos, decían que así nos creó, nos formó aquel de quien somos sus criaturas, Topilzin Quetzalcóatl, y creó el Cielo, el Sol y el Señor de la Tierra”.

      Pasaje de Sahagún, del Códice Matritense, de la Real Academia de la Historia, España

      Según avanza la religión organizada, se perfecciona la época Clásica. La religión domina la vida de los antiguos mexicanos. Es una sociedad teocrática. Así, una gran parte del panteón mesoamericano se fragua en el Clásico, a la par que el afán constructor de pirámides y centros ceremoniales. Los dioses aparecen en representaciones pictóricas y escultóricas con atributos y atavíos que permiten reconocerlos a partir de la iconografía de épocas posteriores. Los dioses de la lluvia, el fuego, la tierra “y la sucesión temporal alcanzan una enorme importancia y amparan el poder de los gobernantes”. “Es verosímil que desde los inicios del Clásico el clero monopolizara todas las sabidurías: la del transcurso del tiempo, la de la voluntad de los dioses, la matemática, la astrología, la historia, la artística y posiblemente –así lo han supuesto algunos autores– la comercial y la política”. Los sacerdotes dedican todo su conocimiento e influencia religiosa al servicio del poder, en palabras de Austin y Luján. El clero queda adscrito, así, como el auxiliar más útil.

      Mito y caos

      De los mitos, uno de los dioses más poderosos de Mesoamérica entre los antiguos mexicanos (nahuas), con Tezcatlipoca, es Quetzalcóatl Ehácatl, la serpiente emplumada. Es el regente del Viento, un dios creador, porque con Tezcatlipoca separa el cielo de la tierra, “desgarrando al enorme monstruo Cipactli”. Ambos crean también otras deidades para poblar el cielo y el inframundo. Quetzalcóatl da vida a los hombres, es Venus y Sol.

      Este dios mesoamericano nace de la vieja deidad del agua (la serpiente-nube de lluvia), asociada al rayo-trueno-relámpago-fuego. Según Román Piña Chan, su origen y culto procede de Xochicalco (Morelos), a finales del Clásico, pero admite que otros investigadores lo sitúen en Teotihuacán. En todo caso, es una figura que aparece luego en la región maya de Yucatán, durante el Posclásico, convertido en Kukulkán y transportado en la leyenda de los hombres barbados que vienen de Oriente, gracias a los toltecas. Quetzalcóatl se transforma entre los mayas quichés de Guatemala, en Gucumatz.

      Sobre el origen del poder, los relatos fundacionales de nahuas, mayas y mixtecos coinciden en atribuirlo al mismo Quetzalcóatl.

      Antes que la historia fue el mito, afirma Enrique Florescano en Memoria Mexicana. Y antes que el mito, el caos. Por tanto, los hombres y sus leyendas se dedican a narrar el comienzo de una nueva era y el ordenamiento del cosmos “para fabular sus orígenes y definir sus ideas del espacio y el tiempo”. Los mesoamericanos construyen poco a poco la historia del mundo en el que viven a través de sus dioses, encargados a su vez de “reordenar el cosmos”, víctima de cataclismos. Ante cuatro infructuosos intentos de controlar el universo, el mito produce la creación del Quinto Sol en Teotihuacán.

      Los mayas y sus contemporáneos y los pueblos que les preceden construyen sus primeras poblaciones como una réplica de la organización fundamental que perciben en el cosmos: orientados hacia los cuatro rumbos del universo, conectadas verticalmente con el inframundo, la tierra y el cielo. La pirámide es un centro sagrado “donde convergen los espacios cósmicos, una construcción humana que, a semejanza de la montaña natural era el lugar donde se unían la región celeste, la tierra y el inframundo”.

      En efecto, todas las culturas de Mesoamérica tienen sus propios mitos a pesar de que muchas de ellas tienen un tronco común, como en la leyenda de la creación. Los mixtecos, según Gregorio García en Origen de los indios del Nuevo Mundo, dicen:

      “antes que hubiese días, ni años, estando el mundo en grande oscuridad, que todo era un caos y confusión, estaba la tierra cubierta de agua; solo había limo y lama sobre la haz de la tierra”.

      Entre los quichés, siguiendo el relato del Popol Vuh, libro de los mayas de Guatemala:

      “Ésta es la relación de cómo todo estaba en suspenso, todo en calma, en silencio; todo inmóvil, callado