Juan Pedro Cavero Coll

El pueblo judío en la historia


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más variados, la información que van aportando las nuevas investigaciones históricas y el poso que deja el paso del tiempo facilitan la comprensión de los acontecimientos pretéritos y actuales.

      Como tantas otras iniciativas que surgen a diario en el mundo, es también propósito destacado de esta obra contribuir a mejorar el conocimiento entre los seres humanos y a fomentar la mutua ayuda, con independencia de las legítimas diferencias que hay. Considero la pluralidad de razas y de culturas una mera circunstancia, siempre accidental con relación a esa igual dignidad que compartimos por nuestra condición de personas, que nos capacita para salir de nosotros mismos y entrar en comunicación con los demás.

      Recuerdo la utilidad de leer textos coetáneos a los hechos que se narran, por aportar una visión más completa sobre el pueblo «más tenaz de la historia», en opinión del historiador británico Paul Johnson. La conveniencia de no extendernos en exceso explica el breve tratamiento de la mayoría de los temas. Remitimos por tanto a la bibliografía especializada al lector que desee ampliar la información. Y acabo esta Introducción agradeciendo a mi hermana Ana su paciente trabajo para proporcionarme citas fundamentales para la redacción de la primera versión del texto ―sin la cual el presente libro no habría podido escribirse así― y a José Luis Ibáñez Salas, editor de Punto de Vista, que decidiera contar conmigo en los primeros pasos de otra de sus iniciativas culturales.

      I. En la memoria colectiva

      El problema de las fuentes

      La tradición, la memoria, es una fuente histórica anterior y coetánea a la escritura, pero la profundización en el conocimiento del pasado obliga igualmente a referirse al lenguaje. Sabemos que este existe desde tiempos prehistóricos, aunque no podemos determinar cuándo apareció. El Génesis afirma (Gn. 2,20) que «el hombre puso nombres a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo». Entre otros, el psicólogo suizo Jean Piaget comparte la idea que subyace en esta conocida frase, que inspiró a Bob Dylan una de sus más célebres canciones. Según Piaget el desarrollo del lenguaje es consecuencia de la existencia en nosotros de principios lógicos innatos. Frente a este hecho básico la diversificación lingüística es cuestión accidental, que pudo resultar de la dispersión de los grupos humanos, de las distintas capacidades intelectuales de las personas y del diferente desarrollo técnico y social de las colectividades.

      Interesa recordar todo esto porque, a lo largo de los siglos que recorreremos en este capítulo, haremos referencia a distintas civilizaciones, cada una con su propia forma de comunicarse. E interesa también porque, gracias a las excavaciones arqueológicas y a los descubrimientos realizados, disponemos de material escrito en varias lenguas con información directa o indirecta sobre los hebreos, pueblo nómada durante centurias. No debe extrañar que ellos mismos hablaran, y si es el caso escribieran, igual o de forma parecida a los pueblos que compartieron su entorno o que llegaron a dominarles.

      Conviene, pues, ofrecer una síntesis de las lenguas empleadas por las distintas culturas próximo-orientales de la Antigüedad. En esa larga época, las diferencias sociales eran tan grandes o más que hoy día: unos grupos humanos vivían tiempos paleolíticos, otros mesolíticos y algunos habían entrado ya en períodos históricos y habitaban en núcleos urbanos, formando civilizaciones complejas. Los mayores avances sociales y técnicos se han localizado en torno a los valles de grandes ríos continentales como el Tigris y el Éufrates (Oriente Próximo), el Nilo (Egipto), el Indo (India) y el Río Amarillo (China), así como en pequeñas islas de fácil acceso como Creta y las Cícladas (Europa oriental).

      ¿Qué lenguas se hablaban en Oriente Próximo en los milenios inmediatamente anteriores a nuestra era? Las investigaciones realizadas por especialistas, en función de los datos que poseemos, han concluido que las lenguas empleadas en esta amplia zona pertenecen a la rama semítica de la gran familia lingüística afro-asiática. A partir de un origen común proto-semítico, y como consecuencia de migraciones o de conquistas, brotaron nuevas lenguas semíticas, que suelen ordenarse según criterios geográficos. En la clasificación que ofrecemos a continuación, tras las lenguas-madre indicamos entre paréntesis sus filiales principales y, en cursiva, las lenguas extinguidas:

      Nororientales, usadas mayoritariamente en la antigua zona mesopotámica: acadio (asirio y babilónico).

      Noroccidentales, empleadas en el área sirio-palestino-israelita: ugarítico, cananeo (amonita, moabita, edomita, fenicio, hebreo), arameo (arameo moderno).

      Sudoccidentales, utilizadas en Arabia y Etiopía: árabe (maltés) y etiópico.

      El logro de un sistema completo y simple de escritura fue fruto de un laborioso proceso. Tras los primitivos petrogramas (dibujos) y petroglifos (grabados) de las paredes de las cuevas o de las rocas, imitando unos y otros seres vivos o inertes, se desarrollaron sistemas más avanzados. Las escrituras nacientes fueron pictográficas (representación de objetos por medio de dibujos) y más tarde ideográficas (combinación de imágenes de objetos para expresar ideas y acciones abstractas). Los pictogramas se emplearon, por ejemplo, en los primeros escritos que nos han llegado (hacia el año 3100 a.C.) procedentes de la civilización mesopotámica sumeria. Los ideogramas, utilizados con posterioridad, enriquecieron la escritura. Mayor avance constituyó la aparición de la escritura fonética cuyos signos se combinaban para formar palabras. A diferencia de los sistemas actuales, también fonéticos, tales signos representaban sonidos silábicos y, por tanto, complejos. De todos modos, el cambio fue trascendental y se produjo tanto en la escritura jeroglífica egipcia como en la mesopotámica sumeria.

      Los textos sumerios, denominados cuneiformes (del latín cuneum, ‘cuña’) por la forma de sus signos, se grabaron al principio en piedras y metales. Sin embargo, fueron sustituidos progresivamente por tablillas de arcilla, más aptas para trazar signos mientras conservaran humedad. El procedimiento favoreció la gradual estilización de los caracteres, simplificados con la incorporación de líneas rectas y oblicuas en detrimento de las curvas. Como varios pueblos semitas adoptaron el sistema sumerio, aunque adaptándolo a su propia fonética, la escritura cuneiforme se extendió no sólo por Mesopotamia sino también por Oriente Próximo y Asia Menor.

      La reducción de los signos fonéticos silábicos a los sonidos más simples de la garganta humana era desde luego cuestión complicada y, quizá por eso, se tardó en solucionar. Se piensa que el primer alfabeto fue el semítico septentrional, aparecido en Oriente Próximo entre los siglos XVII y XV a.C. Formado por 22 signos consonánticos y combinado de derecha a izquierda para formar las palabras, los sonidos vocálicos carecían de representación y había que sobreentenderlos. A pesar de ello, este alfabeto revolucionó la historia de la escritura. Conocido el lenguaje, la nueva grafía permitía múltiples combinaciones de fonemas con escasos signos. Y esta ventaja, ausente en otros sistemas, contribuyó a su afianzamiento.

      Hacia el siglo X a.C. el antiguo alfabeto semítico septentrional ya se había diversificado en cuatro variantes: semítica meridional, cananea, aramea y griega, estas dos últimas consideradas por algunos derivadas de las dos anteriores. Mayor acuerdo hay en suponer la escritura cananea origen de la hebrea antigua y la fenicia, si bien influyó más la escritura aramea por proceder de ella alfabetos semíticos y no semíticos empleados por las lenguas de Asia occidental.

      Vemos pues que, a lo largo de la Antigüedad, algunas lenguas semíticas incorporaron sucesivamente diversos sistemas de escritura, desde el cuneiforme hasta el alfabeto semítico septentrional, del que derivaron otros. Esta temprana recepción de modos de escribir constituyó, sin duda, una adaptación extraordinaria de esas lenguas a las novedades culturales que surgieron. Y esto, junto con el frecuente y continuado ejercicio de redactar de los escribas y la conservación de originales milenarios, ha hecho posible reconstruir su historia. De las lenguas semíticas poseemos escritos que abarcan un periodo cercano a 4.500 años, desde el siglo XXV a.C. hasta la actualidad. Ello convierte a esta familia lingüística en la mejor documentada de todas las existentes, aventajando a otras lenguas y escrituras milenarias como la china, la griega y la egipcia.

      Dicho esto, ¿cuáles son las fuentes escritas antiguas que conservamos para alumbrar los primeros tiempos de la historia del pueblo judío? La principal es, sin duda, la Biblia, compuesta