Norberto Chaves

Ser posmoderno


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ampliar las posibilidades de autonomía y de acción autónoma, así como trabajar para contribuir a la formación de individuos que aspiran a la autonomía y aumentar su número, es ya una obra política, y una obra de efectos más importantes y más duraderos que ciertas clases de agitación superficial y estéril.

      Cornelius Castoriadis

       Primera parte

      EL ESTADO DE LAS COSAS

      El marco sistémico: disolución de lo social

      Para analizar las características esenciales de la producción cultural contemporánea es obviamente inexcusable partir del contexto socioeconómico en que se inscribe.

      Ese marco lo brinda el modelo que ha ido cristalizando durante las últimas décadas del siglo xx y que hoy está ya generalizado: el neoliberalismo instaurado por el capital financiero multinacional. Este criterio de análisis tiene dos sustentos: uno teórico, el otro empírico.

      De partida, conviene eludir todo determinismo economicista y reconocer la autonomía relativa de todo lo cultural, sus asincronías y desarrollos desfasados. Pero esta mirada no-reduccionista tampoco puede obviar los factores económicos que obran como condicionantes de lo cultural.

      En segundo lugar, la articulación actual de la cultura con los dictámenes del capital financiero, su simbiosis, es un hecho de titulares de periódico: la relación entre el desarrollo de los negocios y los cambios culturales se detecta a simple vista.

      Ya no hace falta realizar esfuerzos de decodificación. El modelo no solo cuenta con una copiosa bibliografía sino también ha tomado estado público: «fondos buitre» no es del todo una metáfora.

      Este modelo, en lo cultural, aflora bajo la denominación de «posmodernidad»; o, siguiendo a Zygmunt Bauman, «modernidad líquida».

      La obra de Fredric Jameson El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado lo dice ya desde su título: no se trata de una corriente sino de un modelo propio de la fase superior del desarrollo capitalista.

      Si intentáramos señalar una característica de esta etapa de la cultura, que cubra desde los grandes géneros hasta los usos y costumbres de la vida cotidiana, diríamos que tal característica es la desregulación de la forma.

      Bastará enumerar las manifestaciones de esta última fase del capitalismo para detectar su coherencia sistémica y su vínculo estructural con la cultura; una articulación en la que no es fácil diferenciar causas de efectos, si ello fuera de alguna utilidad.

      Apuntemos esas manifestaciones, las más salientes, que por simple acumulación bosquejarán la etapa:

       El beneficio financiero instaurado como principio único de la economía, forma más pura y abstracta del capitalismo.

       La consiguiente implantación de la especulación como cultura: hacer rendir el dinero. Se universaliza la usura.

       La socialización de la idea de «precio del dinero» y la cristalización de una «subjetividad financiera».

       La globalización del capital, su descentramiento o deslocalización, su fluidez y desplazamiento mundial y en tiempo real; y la consiguiente internacionalidad e instantaneidad de las crisis de cambio.

       La paralela y congruente globalización del mercado: un mercado único mundial, sin fronteras ni diferencias regionales, coincidente con un consumidor tan abstracto como el capital.

       El desplazamiento de lo económico desde la esfera de la producción hacia la del consumo, y la capitalización a dos puntas: la explotación del trabajo y la explotación del consumo.

       La consiguiente equivalencia de «salario» y «capacidad adquisitiva».

       La masificación y la producción industrial de los consumidores: hiperindustrialización de la sociedad.

       La primacía del flujo en la composición de los mercados: peso de lo estadístico.

       El papel clave de la economía de escala en la fijación del precio: el flujo de ventas sustituye al costo como pauta del precio.

       La elasticidad absoluta del precio, que disuelve su propio concepto y arrastra consigo al de «valor»: nada vale nada, solo cuesta algo, provisoriamente.

       La implantación del mercado de oferta y la marginación del mercado de demanda en espacios infraestructurales: los «commodities» o «graneles».

       El recambio acelerado de la mercancía como dinamizador del mercado: innovación permanente y obsolescencia programada.

       La consiguiente pérdida de capacidad de apreciación de valor por parte de los consumidores.

       El protagonismo de la oferta en la propuesta de valor: la necesidad se explica y se crea desde la oferta.

       La primacía de lo anímico (confianza) sobre lo racional en la opción de compra: fiabilidad de la marca y fidelidad del comprador.

       La primacía de la oportunidad en el volumen total de los consumos. El hecho económico no como respuesta a la necesidad sino a la tentación: de la necesidad de mercancías a la necesidad de comprar.

      Este escenario general nos pinta un rostro de la sociedad bien distinto al que nos mostraba hasta mediados del siglo xx. Y bien distinto a la imagen que aún conservamos de ella.

      Entre las diferencias podríamos señalar una como, quizá, la más de fondo: es prácticamente imposible discriminar los hechos económicos de los ideológicos o, incluso, de los culturales.

      La tradicional división entre infraestructura y superestructura hoy resulta, si no inútil, claramente insuficiente.

      «En el capitalismo todo deviene mercancía», premonizó Marx hace un siglo y medio. Pues bien: ya lo ha devenido. La expresión «industrias culturales» lo delata.

      Ello implica que en todos los sectores —desde el comercio minorista hasta los propios Estados— la «gestión de intangibles» (calidad percibida, imagen, diseño, comunicación, identidad, marca…) haya ascendido al lugar de las decisiones estratégicas.

      O sea, el carácter simbólico del precio se confunde con el carácter económico del símbolo: la marca, actor intangible protagónico.

      De allí que la comunicación, mero servicio logístico en la sociedad de la producción, haya ocupado ahora el puesto de mando.

      Nos lo recuerda una revista de negocios en una nota sobre la informatización de los servicios: «El mítico CEO y creador de Apple, Steve Jobs, sostenía que los clientes no tienen en claro qué necesitan y que son las empresas las que deben asumir el rol de demostrar el valor de las innovaciones».

      El comentario, aparentemente inocuo, delata un hecho explosivo que marca a la época, ¡los clientes ignoran sus propias necesidades!

      Pero con lo que él llama genéricamente «clientes» hace referencia, en realidad, a un tipo de comprador diferenciado: el consumidor masivo.

      Este es, precisamente, el público objetivo del visionario proyecto Apple; proyecto que inaugura el mercado de la tecnología de consumo en el que Apple se transforma velozmente en líder absoluto.

      La sociedad de masas y de consumo redefine radicalmente la dinámica socioeconómica y cultural, instalando en su epicentro un tipo humano inédito: un individuo deseante, ignorante de sí mismo y masivamente aislado.

      La sociedad de masas es, al decir de Bauman (citando a Simmel), «la sociedad de los individuos», un oxímoron. Su «liquidez» proviene del debilitamiento y fugacidad de los vínculos.

      Se han disuelto los lazos intersubjetivos, los individuos se comportan como los granos en un silo: privados de un aglomerante, nada los liga entre sí más que la ley de la gravedad.

      Ese aglomerante