Norberto Chaves

Ser posmoderno


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«desregulación de la forma». En este caso, de la formalidad.

      El origen real, entonces, debe buscarse en el contexto. Y el contexto de la falta de urbanidad es el de la desurbanización, el espacio de la abstracción, de las relaciones despersonalizadas, o sea, de la ausencia de vínculos por ausencia del otro.

      Se expande así un nuevo tipo de sujeto que no participa de ninguna manifestación cultural en sentido estricto, ni practica, él mismo, ningún género.

      Ajeno a toda forma de cultura, ha pasado en menos de dos generaciones de los cantos de taberna al karaoke.

      Más significativo aún resulta el hecho de que esta inapetencia de cultura sea abiertamente declarable. La cultura es expulsada del campo del deseo sin pudor ni remordimiento. O, incluso, con jactancia, como prueba de una liberación.

      Pues ya no constituye un bien, un valor ni un atributo esencial. No hace falta indagar en las estadísticas para dar por seguro que gran parte de turistas que visitan Orlando son universitarios.

      El consumismo, masivamente concentrado en los abalorios, opera como un sucedáneo de la cultura; ocupa su lugar y la relega al olvido. Se trata del imperio de la pequeña gratificación inmediata y efímera, fruto de un puro reflejo no mediado por ningún proceso mental, privado de todo esfuerzo.

      Un goce no reproductivo, regresión de la genitalidad a la oralidad. El sujeto se desubjetiva: igual que el bebé, no sabe ni necesita decir «yo».

      A diferencia de la personalización, de la individuación, el individualismo es fruto de una pulsión genérica. No se trata de un tipo de individuo sino de un tipo de comportamiento masivo e indiferenciado.

      Eugène Ionesco, solo diez años mayor que Pasolini, publica en 1959 su relato «Rinoceronte», fábula breve, compacta, metáfora exacta de la sociedad de masas. Preanuncia, con ella, la pasoliniana «mutación antropológica».

      En aquel pueblo, los vecinos van uno a uno transformándose en rinocerontes. El protagonista y narrador de aquella catástrofe es el único que no logra mutar.

      Oigamos su confesión final, la que cierra el relato. La transcribo íntegra pues da prueba de la implacable precisión de la metáfora escogida, comenzando por la elección de aquel paquidermo como análogon. Nada más parecido a un rinoceronte que un peatón que avanza por la calle con su cabeza inclinada sobre su teléfono móvil.

      Una metáfora que, al ilustrar el fenómeno de la masificación hasta en sus más mínimos detalles, transforma la obra, inscrita en el llamado «teatro del absurdo», en un ejemplo extremo de literatura realista.

      Y por todas partes los bramidos, polvaredas, carreras incesantes… De nada me servía encerrarme en casa y ponerme algodón en las orejas: los veía hasta en sueños, por la noche.

      ‘No hay otra solución que convencerlos’. Pero, ¿de qué se les podía convencer? Las mutaciones ¿eran reversibles? Y, además, para convencerlos era imprescindible hablar con ellos. Para que reaprendiesen mi lenguaje (que además comenzaba ya a olvidar) tenía primero que aprender el suyo. Porque yo seguía sin distinguir un bramido de otro, ni un rinoceronte de otro rinoceronte.

      Mirándome un día en el espejo, me encontré espantoso, con mi rostro pálido, alargado: me haría falta un cuerno, o incluso dos, para realzar mis rasgos vacilantes.

      ¿Y si — como me había dicho Daysi — la razón estuviera de su parte? Me había quedado atrasado, había perdido pie, era evidente.

      Luego descubrí que sus bramidos tenían, en todo caso, cierto encanto, por más que fuesen ásperos, sin duda. Debería haberlo comprendido cuando aún estaba a tiempo. Intenté bramar, pero era débil, me faltaba muchísimo vigor. Esforzándome más solo lograba emitir aullidos. Y aullar no es lo mismo que bramar.

      Pero es evidente que no hay que dejarse llevar siempre por los hechos, y que es preciso conservar algún espacio de originalidad. Sin duda hay que tenerlo todo en cuenta: diferenciarse, sí, pero aún así… mantenerse entre nuestros semejantes. Ahora yo ya no me parecía ni a nadie ni a nada, salvo a una vieja foto pasada de moda que carecía de toda relación con los vivos.

      Sentía crecientemente una consciencia dolida, desgraciada. ¡Ay, me sentía un monstruo! Nunca me transformaría en rinoceronte: no podía cambiar.

      No me atrevía a mirarme en el espejo. Me sentía invadido de vergüenza. Y sin embargo… ¡Pero no podía! ¡Yo no podía, no, yo no podía!

      Premonitoriamente, el personaje de «Rinoceronte» acaba lamentándose de no haber renunciado a tiempo, consciente de la espantosa condición a que lo conduce la soledad.

      Retomando la advertencia inicial, debemos señalar que esa disolución de la cultura no implica su ausencia: solo indica que la vida cultural ha dejado de ser hegemónica y hoy se aloja en otro espacio, paralelo, alternativo; que analizaremos más adelante.

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