Norberto Chaves

Ser posmoderno


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social de lo social».

      La sociedad de masas, o sea, de flujos, sustituye lo específicamente social por lo pulsional; e instala lo pulsional en el núcleo del consumo, que deviene así «consumismo».

      El consumismo, por oposición al consumo, no consiste en disfrutar del bien adquirido sino del acto de adquirir. Y esa no es una «desviación» o un «daño colateral» sino el núcleo mismo del funcionamiento socioeconómico actual.

      Esta pulsionalidad obra como respuesta automática a estímulos primarios: novedad, sensación, estridencia, sorpresa, atipicidad, extravagancia, curiosidad, transgresión, enfatismo… Sobreestimulación que capta una atención no mediada por la consciencia.

      Podríamos considerar al sensacionalismo, en todos sus sentidos, como la esencia de este modelo de mercado: la oferta no va dirigida a la racionalidad ni a la sensibilidad sino a la sensación.

      Una dinámica estresante que el poder denomina «creatividad» e «innovación» y las considera «motores del desarrollo económico»; pues lo son.

      Manuel Vicent dramatiza aquella compulsión al consumo en estos términos:

      Si al escritor le hubieran preguntado qué tragedia caracterizaba a este tiempo, su respuesta hubiera sido esta: el símbolo de la caída era ese ciudadano medio, cargado de paquetes, que está dispuesto a tragar con cualquier bajeza política o moral con tal de seguir consumiendo hasta el final de sus días. (De la nota «Año Nuevo» en el periódico EL PAÍS de Madrid)

      El vaciamiento del sujeto: disolución de la cultura

      Por fijar un hito, a partir de aquel célebre texto de

      Levi-Strauss, Lo crudo y lo cocido, a la cocina se le reconoció su justo lugar en el corazón de la cultura: matriz de matrices.

      Pero, en ese corazón la posmodernidad instaló el simulacro gastronómico: la paradójica «cocina de autor». Con ella, el consumidor de íconos compulsivo, comensal impostado, saborea el nombre del cheff.

      Desde muy atrás, Nietzsche en sus Consideraciones intempestivas, nos describe esa forma de decadencia:

      El hombre moderno, en fin de cuentas, arrastra consigo una enorme masa de guijarros, los guijarros del indigesto saber que, en ocasiones, hacen en sus tripas un ruido sordo, como dice la fábula. Este ruido deja adivinar la cualidad más original del hombre moderno: es una singular antinomia entre un ser exterior y «viceversa». Esta antinomia no la conocieron los pueblos antiguos […] para todo lo que es vivo, esta oposición es falsa. Nuestra cultura no es una cosa viva, porque, sin esta oposición, es inconcebible. Lo que equivale a decir que no es una verdadera cultura, sino solamente una especie de conocimiento de la cultura: se contenta con la idea de cultura, con el sentimiento de la cultura, sin llegar a la convicción de la cultura.

      Nada cuesta asimilar su «hombre moderno» (se refería a sus contemporáneos y no a la «modernidad») con nuestro «hombre posmoderno». Y aquello que él define como «conocimiento, idea y sentimiento de la cultura que no llegan a lo convicción de la cultura» enlaza claramente con nuestra visión del simulacro de la cultura. En aquella disociación «exterior-interior» vemos insinuarse los orígenes de nuestra problemática.

      Pero empecemos por aclarar nuestros términos.

      Dentro de la vasta polisemia del término «cultura», el uso ha decantado al menos tres acepciones, que se corresponden con tres escalas del campo cultural. Aun reconociendo lo borroso de sus fronteras, resulta clara la diferencia conceptual entre ellas.

      La acepción más amplia, omnicomprensiva, próxima a la antropológica, reconoce como cultura a la totalidad de actividades humanas y sus productos.

      Así, existe una cultura económica al lado de una cultura artística; una cultura científico-técnica al lado de una cultura literaria; una cultura sanitaria al lado de una cultura gastronómica…

      Pero, entre todas esas actividades, existen unas reconocidas por la sociedad como específicamente culturales. Un segundo uso del término «cultura» lo asocia, entonces, al conjunto de mitos, ritos y fetiches estructurados en géneros y practicados conscientemente como tales; desde los usos y costumbres de la buena educación hasta los grandes géneros del arte.

      Esta acepción excluye, de la anterior, todas aquellas actividades y sus productos que no tengan una finalidad específicamente simbólica. Así, podemos afirmar sin error que un excelente técnico puede ser, a la vez, una persona profundamente inculta.

      Un tercer uso de «cultura», el de campo más restringido, la acota a los «grandes géneros», los «géneros cultos» o académicos: la «alta cultura». Es esta, sin duda, la acepción más difundida.

      En este texto he descartado tanto la acepción inclusiva como la restringida, optando, en cambio, por la intermedia, aquella que considera cultura lo asumido como tal por la comunidad.

      Obviamente, es esta acepción la más pertinente para el análisis de la posmodernidad y la que tácita o explícitamente, es adoptada por sus analistas.

      A su vez, dentro de ese campo he dado predominio, por su mayor representatividad social, a los fenómenos de la vida cotidiana. Pasemos a los ejemplos.

      En un sorprendente libro-catálogo de productos para jovencitas, NIKE hace gala de su lucidez sociológica —y de su audacia— ya desde su título: «Enciclopedia de las ADICCIONES» (las mayúsculas son originales).

      En él se enumera sarcásticamente una serie de dependencias consumistas de sus usuarias, refiriéndolas a sendos productos NIKE.

      Un ejemplo: una joven a medio vestirse, rodeada de una veintena de modelos de zapatos y zapatillas NIKE, concluye desconsolada: «Todavía no tengo nada que ponerme para practicar el tiro al plato».

      El catálogo termina con un separable de bolsillo titulado: «Centros de ayuda a personas desesperadamente necesitadas de nuestros productos».

      Con este catálogo la sociedad de consumo «adviene a su para-sí» —por decirlo con un cultismo— y lo hace alegre y creativamente. La propia oferta puede denunciar el carácter adictivo del consumo a sabiendas de que tal dependencia es, como toda adicción, difícilmente reversible.

      Y este fenómeno incluye al propio individuo, que deviene, él mismo, metalenguaje, soporte de la ficción: cuerpo y comportamiento forman parte de la representación mediática.

      De la indumentaria al disfraz. De la cosmética al tatuaje. Del gusto personal a la adhesión a la moda. De la personalidad a la actuación efímera de personales permanentemente cambiantes. De la experiencia a la imagen de la experiencia: su simulacro.

      La escena urbana nos muestra hoy la creciente proliferación de personas disfrazadas; y el término «disfraz» no es aquí metafórico.

      Pues no se trata de la explosión de una diversidad de personalidades, supuestamente reprimidas por la indumentaria convencional; sino de todo lo contrario: la renuncia manifiesta a la personalidad.

      La identidad, expulsada hacia lo exterior, es sustituida por un personaje artificial y fugaz, actuado histéricamente. Entre el psiquismo primario y ese disfraz no hay nada.

      Un interesante acontecimiento comercial en España ha sido la creación y aceleradísima expansión de una cadena de ropa diseñada inicialmente bajo un principio único y sin antecedentes.

      Cada prenda mezclaba, anárquicamente, trozos de tejidos, materiales, colores y dibujos no solo distintos sino intencionalmente antagónicos, violentamente contrastados: lo que llamábamos «desregulación de la forma».

      La persona que «iba dentro» de esa prenda realizaba, sin saberlo, un doble renunciamiento a la personalidad: el implícito en toda adhesión a la moda y el —novedoso— de adherir al «estilo de la falta de estilo», a una suerte de sorna explícita a la coherencia y a la armonía.

      Una identidad patchwork: la posmodernidad indumentaria en su forma extrema, que se corresponde con la tan mentada «disolución