Adriano Messias

Todos los monstruos de la Tierra


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«apocalíptico». Mientras que este último solo consigue ver la decadencia de la alta cultura, el integrado está al tanto de los movimientos de masa, de la «industria cultural», y la analiza con el mismo empeño, sin prejuicios. Adriano, siguiendo esa senda, en este libro, muestra cómo, tras el 11 de septiembre de 2001, el cine transformó las imágenes de horror, haciéndolas más realistas o hiperrealistas.

      Como espectadores, muchos estudios del campo psicológico muestran que podemos hacernos más fuertes viendo imágenes de violencia. Si las soportamos, claro está. El privilegio del cine de terror viene siendo la degradación de los cuerpos, como las que vimos (o deducimos) en las espantosas imágenes de Nueva York. Y el cine regresa a lo grotesco de la Edad Media, a lo satírico, cuando el retrato del horror y del declive de lo humano también servían para recordar lo divino.

      El monstruo le da voz al mal. No reconoce al humano; de ese modo, se reserva el derecho de destruirlo. El psicoanálisis aventura que el terror aniquila la figura narcisista idealizada. ¿Quién no vibra con el asesinato del típico chulito, creído y vacilón de las películas de miedo baratas? ¡Qué gozada presenciar cómo acaba literalmente despedazada la figura mítica que nos acosa en el colegio o en el trabajo!

      Más que nunca, las bestias cinematográficas están al servicio de la catarsis. El monstruo nos recuerda nuestra finitud, pero también señala la continuidad. Siempre acaba regresando en secuencias interminables.

      Así, Adriano Messias no se propone dar respuestas definitivas, ni examinar por completo este género fascinante del cine: el del terror. A fin de cuentas, prescindiendo de la solemnidad del cine, las películas forman parte continua de nuestra existencia: desde los enormes televisores domésticos hasta las pantallas de los móviles.

      Algo está claro tras esta hercúlea investigación: necesitamos a los monstruos.

      Cada vez más.

      Para volvernos humanos.

      JOSÉ PAULO FIKS

      Psiquiatra y psicoanalista

      Doctor en Comunicación, tiene un posdoctorado en Ciencias de la Salud, Investigador del Programa de Atención e Investigación en Violencia (PROVE) del Departamento de Psiquiatría de la Universidad Federal de Sao Paulo

      Prefacio

      El mostrador de los miedos de la Tierra

      En Halloween, típica festividad de los países nórdicos que el neocolonialismo globalizado implantó en el resto del mundo, muchas personas de las grandes ciudades, aprovechando la ocasión, salen a la calle a divertirse con disfraces de lo más variopinto. ¿Sería una orgía del mal —sin ángeles ni hadas, en versiones de la propia imaginación o del vestuario hollywoodiense de los famous monsters del cine— nuestro telón de fondo mental colectivizado? En cualquier caso, a los niños les encanta, en la domesticación de la angustia, percibir que nuestra especie es mortal, que moriremos natural o violentamente. Y, lo que es peor: también sus padres, tan poderosos como frágiles, podrían ser exterminados por… ¡un monstruo! En la actualidad, las sociedades de consumo y del espectáculo han cambiado completamente la significación de un término que antes solía denominar a algo horrible, pero que hoy se presenta de formas bastante diferentes a las anteriores: lo que era terrible se ha convertido en algo conocido, familiar, íntimo y éxtimo1 al unísono; así que, dialécticamente, hasta nuestra propia prole podría ser siniestra (¡todavía más si su apellido es Addams o Munster!). Freud ya había hablado de ello —mucho antes que la industria cultural—, destacando el hecho de que las palabras pueden tener dobles sentidos e, incluso, sentidos opuestos2.

      «Mostrar» quiere decir «dar a ver», pero no todo debería ser visto: el límite es lo «obsceno», lo que nunca debería ser puesto en escena, ya sea por motivos morales, estéticos o ideológicos. Con todo, y desde tiempos inmemoriales, primero en la transmisión oral de historias y leyendas y, luego, potenciado hasta el infinito gracias a las mañas de las artes visuales y de los efectos especiales, los exotismos se apoderaron del escenario, de la programación y de la imaginación. En otras palabras e imágenes: a Michael Jackson no le hizo falta morir para ser un walking dead; junto con su música y estilo únicos, merecedores de aplausos póstumos, el secreto de su éxito fue «parecer un zombi». De poco sirvió, más tarde, lavar su imagen, intentar ser padre y blanquearse el semblante: ¡quien quiere ser visto como un monstruo, sin duda, lo consigue!

      Lo que era para asustar y desagradar, ahora es campeón de audiencia y modelo de identificación: Frankenstein, el proletario mecánico; Drácula, el paradigma del elitismo y del parasitismo social; la Momia, la realización de deseos pendientes a lo largo de milenios; el Hombre Lobo, un ciudadano animal y pulsional, contrario a la civilización en las lunas llenas. Todos ellos son marginales y nocivos; fascinantes y, sin embargo, peligrosos y, nítida y especialmente, antisociales. Entretanto, todos estos, emblemáticos, aliados a una legión de réplicas y versiones, son cosas de un pasado remotamente reciente, porque ya estamos en el mañana; como decía Manoel de Barros, «Antes era peor; después, fue empeorando».

      Hasta hace poco tiempo, había una carta de monstruos a disposición del cliente en los videoclubs (que ya no existen). En adelante, cualquiera puede ser uno, ya que los tópicos, arquetipos y mascaradas están harto disponibles para el parque humano. ¿Cómo saber todo lo que hay por ahí, sea en las tinieblas o a la venta como disfraces inofensivos? Aquí empiezan los méritos del trabajo de Adriano Messias de Oliveira. En estos «tiempos interesantes», hay tantos espantos nuevos que, en primer lugar, han de ser descritos, analizados y recensados como frutos recientes de la producción masiva: feos, sucios y malvados ahora pueblan nuestros sueños y realidades urbanas, proporcionado algunos deleites paradójicos, más allá del (políticamente correcto) principio del placer. He ahí la cuestión: ¿de qué forma los monstruos forman parte de nuestra economía libidinal, gustándonos o no?

      Escribiendo este texto, escucho a los Ramones cantando «Cretin Hop», una oda a los descerebrados. Ellos mismos, y sus fans, fueron cariñosamente apodados pinheads. ¿De dónde vino eso? De una película clásica de... monstruos de verdad: La parada de los monstruos (1932). En efecto, su director, Tod Browning, también el del primer Drácula (1931), adaptó una historia ficcional, usando actores no profesionales —mejor dicho, atracciones circenses—. Junto a los personajes típicos —la mujer barbuda, el hombre sin huesos, los varios tipos de enanos de todos los sexos y demás troupe—, estaban también los oligofrénicos microcéfalos, «cabezas de alfiler». No obstante, tanto el film como aquel tipo de rocanrol son cosas antiguas; del siglo anterior, para ser más exactos: nuestra «antigüedad clásica». En el actual, más allá de la imaginación convencional, hay fruiciones desconocidas hacia eternos miedos, como el extraño placer de conocer, y vale la pena analizarlos como verdaderos indicadores de la cultura.

      El exhaustivo estudio que tienes entre tus manos recopila la prolífica y fantástica fauna que habita en el «imaginario colectivo», alias público; es decir, todos los espectadores, empezando por los más pequeños y siguiendo por los adultos a los que, sin miedo, todavía les gusta llevarse sustos pasterizados. Y los hay para todas las edades, para todas las preferencias: en las fábricas de sueños, la manufactura en serie del cine no para nunca, con novedades y reciclajes de criaturas consagradas. ¿Cómo orientarse, para elegir o huir, en medio a tanta oferta y variedad? Pues de la manera tradicional: con los «bestiarios», es decir, los catálogos de monstruosidades, un género literario-clasificatorio que existe desde hace muchos siglos, con lo más destacado de cada época histórica y sociedad. Así pues, se puede decir que Adriano realizó, con mucho tino, dos tareas simultáneas: en los términos del discurso universitario, su tesis organizó semióticamente el universo de estos entes fabulosos que requieren estudio. Y, al hacerlo, se forjó un nuevo e inédito bestiario; necesario, porque, en el siglo XXI, de facto, los horrores pueden ser muy reales, nunca antes vistos. El hito traumático del 11 de septiembre inauguró la centuria con la violencia, partera de la historia, dando a luz insólitos terrorismos. A partir de entonces, los pavores nocturnos nunca más serían los mismos…

      Como retorno de lo reprimido, muchos miedos vienen del pasado. El futuro, no obstante, también puede