José Luis Gómez Urdáñez

Fernando VI y la España discreta


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y España, pero habría de pasar más de medio año hasta que la corte mostrara interés de nuevo, así que el concejo se lo tomó con calma. El 28 de mayo de 1728 recibía una real cédula en que se le ordenaba la tala de 1.500 troncos para la construcción de los estrados en los que se situaría la Corte española en el río Caya, una decisión sin duda funesta para los paupérrimos bienes comunales de la ciudad, pero la primera que hacía concebir esperanzas.

      Tras la larga espera, la fijación de la fecha se hizo con inusitada precipitación. En Badajoz se conocía el 20 de diciembre de 1728 que la Comitiva Real tenía previsto salir de Madrid el día 7 de enero, la misma noticia que llegaba a Lisboa el 22 de diciembre. Apresuradamente, el concejo pacense aprobaba un humilde programa a base de dos corridas de toros, fuegos artificiales, tres arcos triunfales, luminarias y demás. Los regidores pensaron salir a recibir al rey uniformados «con casaca y calzón de terciopelo negro y chaqué de persiana, pluma y medias de color de perla y sombrero negro», y acordaron un protocolo de recepción, el usual en las visitas reales a las ciudades castellanas, que se basaba en el tradicional respeto monárquico hacia la institución municipal, sus costumbres, fueros y privilegios. Sin embargo, pronto notarían las novedades.

      A los cuatro días, el propio marqués de la Paz se encargó de comunicar a los regidores de la ciudad que solo debían esperar al rey y darle un sombrerazo «respecto de que llegando cansados sus Majestades no parece oportuno a la mayor brevedad de su Real recibimiento». Al día siguiente los reyes entraban en la ciudad y nadie los vio hasta el día del besamanos después de las ceremonias. La casa real se alojó en el Palacio Episcopal, a escasos cien metros del templo nupcial. A Fernando y su casa les hospedaron en un palacio de menores dimensiones y a los infantes Carlos y Felipe en otro.

      Pasaron tres días hasta que se celebró en Caya el intercambio. Formadas las tropas a cada lado de la frontera —unos seis mil soldados por cada corte—, los portugueses hicieron avanzar a sus infantes hasta el puente en dirección a la familia real española y otro tanto hicieron los españoles con la infantita María Ana Victoria y con Fernando. En este preciso instante, quienes no conocían a Bárbara, que eran la mayoría, temieron lo peor. La muchacha estaba muy gorda y era de una fealdad extraordinaria. Fernando, un adolescente de 15 años, no puedo ocultar su turbación. Benjamin Keene lo contaba así: «me coloqué ayer de modo que vi perfectamente la entrevista de las dos familias, y observé que la figura de la princesa, aunque cubierta de oro y brillantes no agradó al príncipe de Asturias, que la miraba como si creyese que le habían engañado.»

      Cuando acabaron los actos en el Caya volvieron todos en comitiva hasta la catedral de Badajoz, un edificio de aspecto militar y con evidencias de que estaba todavía a medio construir después de siglos de obras: lo más alejado del gusto clásico dieciochesco. En solemne ceremonia, el cardenal Borja confirmaba la boda. Dos días después, el 22 de enero, el Ayuntamiento era recibido por la Real Familia, primero por Felipe V e Isabel, luego, repitiéndose el protocolo, por Fernando y Bárbara y, por último, por Carlos y Felipe.

      No hubo más celebraciones populares, ni siquiera los típicos alardes militares a los que se recurría con cualquier pretexto. Lo único que había interesado, por parte de las dos cortes, fue mostrar masivas comitivas en cada lado y rivalizar en la exhibición de trajes dorados y plateados, joyas y demás. En la ciudad hubo que despedir a los danzantes, devolver las máscaras y los fuegos artificiales y repartir los dulces entre los pobres. Ni siquiera hubo toros. La Real Familia salió precipitadamente hacia Sevilla, donde el rey se estableció hasta 1733 en el viejo Alcázar mudéjar que Pedro I redecorara para su concubina. Allí pasarían Fernando y Bárbara sus cuatro primeros años de vida conyugal.

      Los príncipes de Asturias

      Un cuarto de espera

      Solo había un lugar para la política en el despotismo ilustrado, la Corte. El gran escenario refleja la conspiración permanente y el choque de los intereses más variados, pero no hay forma de articular una alternativa de poder al que encarna la corona, ni siquiera desde el «cuarto del príncipe», lugar privilegiado, sí, pero... para esperar. Tanto las abdicaciones y los «vacíos de rey» que propició Felipe V como la larga enfermedad final de Fernando, el año con rey y sin rey, demuestran que aun en esas graves circunstancias —ocasiones bien favorables—, la sacralizada fuente del poder es única e inmarcesible.

      Resentidos desde que fueron relegados del poder por extranjeros y por hidalguillos medrados, los grandes concibieron durante todo el siglo secretas esperanzas de cambio, pero las expresaron solo eligiendo un personaje como blanco de sus invectivas y otro contrario en quien depositaban sus esperanzas. La Farnesio y Fernando empezaron a desempeñar esos papeles desde la década de los treinta, pero de ahí no pasó la «oposición». «Esperanza mesiánica, ídolos tempranamente rotos, desilusión, ataques violentos para retornar de nuevo a la esperanza del nuevo redentor y volverse a hundir en una nueva decepción»..., tal fue, en palabras de T. Egido, la «cansina cadencia», la triste y larga antesala de las ilusiones hasta la coronación del príncipe «español» en 1746.

      El «cuarto» de Fernando no fue lugar de conspiraciones como algunos hubieran querido. El príncipe no fue nunca un hombre que reaccionara de manera directa ni a las insinuaciones de la opinión ni a los ofrecimientos de los embajadores. Fue siempre irresoluto, tardo de reflejos y hosco con sus inmediatos servidores. Muchas veces aparentaba que cedía por la fuerza a las peticiones que se le hacían, mostrándose como molestado por todo, otras reaccionaba con furia contra el portador de malas noticias; siempre delató ante los reyes padres cualquier movimiento a su favor; en fin, no fue hombre para conspiraciones. Además, veneraba a su padre. Las graves fricciones familiares que estallaron en el verano de 1733 acarrearon el distanciamiento del príncipe Fernando de Isabel de Farnesio, pero no de su padre.

      En realidad, Fernando temió durante su juventud un desenlace fatal que le llevara al trono, pues le costó muchos años lograr una mínima autoestima, lo que era público en la corte. El embajador Rottembourg, probablemente el mejor amigo francés que tuvieron los príncipes, hacía un desgarrado balance de la situación en una carta remitida a Chauvelin en diciembre de 1731: «Supongamos que el rey falta —le decía—; el Príncipe no posee hoy conocimiento alguno por sí mismo; la princesa conoce poco los individuos aptos para los diversos empleos; natural es, pues, que el príncipe consulte a su viejo ayo» que «no concederá empleos sino a sus vizcaínos, gentes completamente afectas a su persona y que pronto harían tan detestado su Gobierno como el de los italianos de Isabel de Farnesio»

      Los largos años de espera de Fernando como príncipe de Asturias aportan sólidas pruebas de la esterilidad de las facciones en el siglo de los déspotas. La nota más destacada de la tensión generada por el «partido del príncipe» después de 1724 fue la prisión del marqués de Tabuérniga en 1731, encausado por idear un plan que consistía en que Fernando VI proclamara desde Portugal su derecho al trono. No hubo más, a excepción de las intrigas de los embajadores —algunas bien torpes como la de Champeaux, en 1738— o los efectos de las tensiones entre España y Portugal, que afectaban directamente a los príncipes y ofrecían ciertas oportunidades de intrigar poniéndose a su lado.

      La Farnesio solía recordar a menudo el alto encumbramiento de la dinastía Borbón, una garantía de poder en el humillante mapa que salió de Utrech. Pero, lo mismo pensaba el príncipe Fernando, al que alegraban más que nada las cartas que recibía de su tío Luis XV o las que enviaba su hermanastro Carlos una vez coronado rey de Nápoles. Despechados, los grandes podían hacer creer que cualquier éxito o celebración farnesiana eran una humillación contra Fernando, pero la política matrimonial y granborbónica siguió inexorable y solo consiguió que las tensiones desatadas se volvieran frecuentemente contra los príncipes.

      Durante la espantosa crisis del rey en 1728, los hechos pondrían a prueba la visión política de la reina y algunas actitudes de Fernando, nada fáciles de olvidar. Felipe V atravesaba una de las peores neurosis, hasta el punto de que Isabel temió por su vida (y, lógicamente, también