José Luis Gómez Urdáñez

Fernando VI y la España discreta


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hija en la corte.

      No habría reacciones por parte de Fernando, pero estos sucesos «familiares» y el conocimiento de que Francia firmaba los preliminares de Viena (octubre de 1735) a espaldas de España contribuyeron a agriar su idea de la diplomacia y a afianzar en su personalidad el desdén por las intrigas políticas. También, como el propio Vaulgrenant intuía, Fernando empezaba a desconfiar de Francia (en adelante tendría nuevos motivos para hacerlo). Al poco, morían el ayo Salazar (9 de septiembre de 1736) y Patiño (3 de noviembre de 1736). Se restablecieron las negociaciones con Portugal (mayo de 1737) y se enviaron embajadores a Lisboa y Madrid. Las dos cortes se reconciliaban y Fernando se preparaba para celebrar su mayoría de edad, su veinticinco cumpleaños. Llegaban años más felices, bodas y fiestas. En la primavera de 1737 había llegado a la corte Farinelli.

      «Con el motivo de la última mayor edad que cumplía por septiembre van entreteniendo algunos sus vanas esperanzas con suponer que hasta entonces y no más adelante llegará el gobierno que veneramos». El cardenal Gaspar de Molina, gobernador del Consejo de Castilla, reaccionaba así en agosto de 1738 contra los pasquines que esta vez incluso habían llegado a las manos de Fernando. No era, como es obvio, la mejor manera de preparar las celebraciones.

      Ya durante el santo de Fernando en mayo de ese año resonaron públicamente los desaires. Los infantes no acudían al baile. Unos días antes los príncipes no habían asistido al besamanos que dio el rey con presencia de toda la corte y del ya imprescindible Farinelli. Luego vinieron los pasquines, los sobresaltos de la conjuración que, en realidad, era de nuevo una minucia urdida o aireada en embajadas.

      Nada podía inquietar en un momento de nuevas euforias farnesianas. El infante Felipe se preparaba para casar con una princesa de Francia, la mejor manera de acceder a un trono en Italia, y la infanta María Teresa se prometía con el heredero de Luis XV. También Carlos, que ya era rey indiscutible en Nápoles, se casaba. La elegida era Amalia de Sajonia, una joven de la que llegaron a Madrid retratos y opiniones destacando su belleza y su bondad para gozo de Isabel y Felipe. El 9 de mayo de 1738 se celebraba la boda por poderes en Dresde.

      Volvía a ratificarse ante el mundo la unión y el esplendor de la casa de Borbón. Carlos mandaba pintar en sus habitaciones en Nápoles una Alegoría del genio real con la apoteosis de la Casa de Borbón cuyo boceto en lienzo se envió a La Granja en ese mismo año, acompañado de las explicaciones del marqués de Salas (1692-1771), su ministro de Estado, al marqués de Villarías (1687-1766), su homólogo en Madrid.

      Isabel de Farnesio también exhibía el triunfo a través de las bellas artes, mandando pintar alegorías de los Borbones y exaltaciones del trono con los atributos de poder de la familia. El «jeroglífico de cuando el rey Carlos fue a Nápoles», pintado por Amigoni para la reina, es la mejor exhibición del pensamiento monárquico en el despotismo: Marte señala el camino del reino —el Vesubio está al fondo—, mientras la Fama con su trompeta pregona al mundo el hecho, que Clío, cálamo en mano, recoge por escrito entre un Apolo, imagen del rey sensible y culto, y un angelote de tradición clásica que entrega la corona. Es la máxima expresión del rotundo éxito Borbón que, paradójicamente, se producía entre los torpes movimientos al lado del cuarto del príncipe olvidado.

      Terminada la embajada del conde de Vaulgrenant a solicitud de los reyes, fue nombrado en abril de 1738 el conde de La Marck, mientras, interinamente hasta su llegada, se hacía cargo de los negocios Claude Champeaux. La embajada que terminaba había sido particularmente intrigante y Champeaux uno de los personajes más activos en el espionaje y la siembra de rumores profernandinos. Su labor, sin embargo, era conocida por Sebastián de la Cuadra, marqués de Villarías, que leía su correspondencia, especialmente la secreta que mantenía con Maurepas, plagada de desdeñosos calificativos contra Felipe, el «rey loco» e Isabel, la «bribona».

      La inclinación de este Champeaux por Fernando y les espagnols iba mucho más allá de las recomendaciones a los embajadores sobre la prudencia con que había que acercarse al príncipe para no provocar la enemiga de Isabel de Farnesio; en la propia correspondencia oficial con Amelot, Champeaux hacía notar constantemente la situación de marginación de Bárbara y Fernando que comparaba con los festejos y atenciones que recibían los hijos de la reina. Después de criticar el retrato negativo que habían hecho sus antecesores sobre los príncipes, decidió por su propia cuenta entrar en la peligrosa aventura de los panfletos de la «cábala» activados ante la proximidad de la mayoría de edad de Fernando. En julio introducía en el correo del príncipe un papel firmado por El tapado que venía a ser de nuevo una legitimación de Fernando negando la validez de la vuelta de Felipe V. Era lugar común desde hacía tiempo, pero el texto buscaba la coincidencia con «el concierto de unas bodas, publicando su delirio en su tiranía»; era, como todos, el típico reclamo contra el mal gobierno: «Un Presidente aturdido, / con otro grande malvado, / un Consejo desalmado, / y un ministro presumido, / un secretario fingido», etc.

      Fernando envió inmediatamente el papel al ayo Arizaga, quien lo hizo llegar al rey. Las gestiones, de las que se encargó el cardenal Molina, no tardaron en señalar a Champeaux, que se declaró culpable ante Villarías el 4 de agosto, justificándose con un argumento endeble: lo que él había querido es que Fernando hiciera llegar al rey el papel tal y como había hecho. Versalles llamó inmediatamente a Champeaux y Fleury dio explicaciones al marqués de la Mina (1690-1767), el militar ya prestigioso que desempeñaba el cargo de embajador español en París, a quien le confesó que Champeaux había cometido une betisse.

      Había sido un mal prólogo para la mayoría de edad de Fernando que se cumplía un mes después, pero los aventureros no cejaron. El 18 de agosto Fernando encontraba otro papel entre el correo ordinario similar al anterior. Lo hizo llegar también al rey y se organizaron las pesquisas. Cayeron algunos sicarios y, finalmente, se llegó hasta el autor, Jerónimo Argento, el conde Dolegari, residente en Barcelona. Siguiendo la pista francesa, la sospecha alcanzó hasta el mismísimo Melchor de Macanaz (1670-1760), desterrado desde 1714, y otros españoles residentes en París. De Macanaz, el «viejo loco», no es de extrañar por su espíritu crítico y por su extrema locuacidad, lo que habría de conducirle a su nueva y definitiva desgracia cuando Fernando ya rey le confíe una misión diplomática y Ensenada acabe con él en prisión.

      La oportunidad de la mayoría de edad pasó. No se logró sino que La Marck, enviado inmediatamente, fuera instruido sobre la prudencia con que había que tratar los asuntos del príncipe: «necesitará toda su inteligencia» para no «proporcionar inquietud a la reina» y, a la vez, «no dar lugar a pensar al príncipe que el Rey de Francia tiene hacia él falta de amistad y de atención», decían sus instrucciones de setiembre de 1738. En su corta embajada (1738-1741), La Marck traía algo más importante para la corte española y, desde luego, para Versalles: las negociaciones para las bodas francesas. Luis XV accedía a casar a su hija Luisa Isabel con el infante Felipe. Era otro objetivo Borbón, por eso, nada más llegar a Madrid, el embajador acordó con Arizaga que sus relaciones con Fernando serían las puramente oficiales.

      Como era habitual que cualquier estrategia matrimonial tuviera más alcances que los aparentes, Fernando entraba también en las combinaciones. Ya se aseguraba que el príncipe no tendría sucesión, por lo que el infante Felipe, todavía «sin tierra» pero ya Almirante de España y de las Indias —un brillante cargo creado para ensalzarle—, podía ser rey de Nápoles cuando Carlos ciñera la corona de España. La Marck, para elevarse más como fautor del enlace y oráculo de la gran jugada borbónica, se atrevía a comunicar a Amelot en enero de 1739 que a Fernando «le falta naturalmente lo que a los que entran en la música en Italia», entre otras frases hirientes como «este príncipe tiene mucho fuego pero no produce llamas», «se encuentran en él movimientos necesarios para contentar a una mujer, pero...»

      La Farnesio solo pensaba ya en la boda de Pippo y en que había hecho un buen negocio pues aseguraba el mantenimiento del interés de Francia en la alianza y su implicación militar en la conquista de un trono para su hijo. Será mediante una guerra, en efecto; por medio habrá incluso un abandono de Francia que pragmáticamente mirará hacia otras