José Luis Gómez Urdáñez

Fernando VI y la España discreta


Скачать книгу

      A Fernando le habían ocultado las negociaciones de la boda para que no las frustrara Bárbara comunicándolo a Portugal, de donde era seguro que irían a Viena y a Londres; sin embargo, nada trascendió de su reacción al enterarse. Era una afrenta más, a la que se sumaba ahora Francia, de donde tampoco le habían llegado noticias; pero el príncipe había aprendido a callar y a disimular. La boda de Luisa Isabel y Felipe, que se había publicado en Madrid el 22 de febrero de 1739, se celebró en Alcalá en octubre y dio ocasión de ver al rey y a Fernando alegres en las ceremonias. La música, la nueva distracción de palacio, había endulzado el carácter del rey, que salía muy poco, mientras Isabel estaba gozosa. Felipe, su adorado Pippo, tenía un futuro político prometedor.

      Sin embargo, en el aspecto personal, no fueron años felices para la nueva pareja. Luisa Isabel tendría que esperar diez años hasta salir de la corte española para ser princesa en Parma, siete de ellos sola, sin su marido, que partiría en febrero de 1742 a la guerra. Ella tenía entonces poco más de 15 y ya era madre de un hijo. «Madame», como la llamaron en Parma por afrancesar absolutamente la corte del principado —«refrancesa» la llamaba Carvajal—, y Felipe, que solo hablaba en francés incluso en Madrid, no mantuvieron con Fernando y Bárbara más que relaciones protocolarias. Luisa Isabel nunca se entendió con la Farnesio y fue una sombra en una corte extraña, rodeada del personal íntimo que se había traído de Francia y que le acompañaría luego a Parma. De la marquesa de Lede, «la Chocha», que fue su camarera mayor hasta 1753, decía Carvajal: «es mala y tiene dominada a la Infanta».

      Los seis últimos años de los príncipes de Asturias discurrieron en el clima de guerra desatado tras la muerte del emperador Carlos VI el 20 de octubre de 1740. Incluso la «cábala» profernandina se relajó, seguramente a causa de que esta guerra, en especial su escenario marítimo contra Inglaterra, acabó por ser mucho menos impopular que las anteriores. Fueron años de marginalidad del príncipe y de ausencia de los escenarios cortesanos y políticos; tiempos de intensas negociaciones entre España y Francia, dominadas por embajador Louis Guy Guérapin de Vauréal, el Obispo de Rennes, un hombre intrigante y altivo que alimentó la opinión desfavorable contra la omnipresencia de Francia y, de paso, encendió las críticas en la corte española contra la inmoralidad de los Borbones franceses, cuyo frenesí mujeriego era conocido. Precisamente el obispo, acostumbrado a andar entre las cortesanas de Versalles que se preciaban de tener «amantes mitrados», había dejado sus habitaciones a Luis XV para que frecuentase a la Tournelle cuando ya se acababan sus amores con la Mailly.

      La casa Borbón había firmado un segundo Pacto de Familia, el de Fointainebleau (28 de octubre de 1743), pero el desarrollo de la guerra, favorable a España hasta 1745 en que se aseguraba Parma, Plasencia y Milán para el infante Felipe, obligaba a Luis XV a incumplir muchos de sus términos, lo que alimentaría sentimientos de desconfianza del futuro rey. La paz secreta entre Francia y Cerdeña en diciembre de 1745, que dejaba a España sola en Italia, produjo en Fernando y Bárbara efectos de aversión contra los franceses muy duraderos que fueron compartidos por muchos de los que luego serán con sus ministros y diplomáticos. Tanto José de Carvajal como el duque de Huéscar (1714-1776) —enviado en embajada extraordinaria a París tras el incidente— o el marqués de la Mina —general del ejército español en Italia en 1743-1744 y 1746-1748—, incluso el propio Ensenada, ya ministro, no olvidaron jamás la más importante defección francesa, que, sin embargo, a Voltaire le pareció «el proyecto más útil y más hermoso que se ha hecho en quinientos años». Quizás el filósofo solo quería agasajar a Argenson, su fautor.

      Por el contrario, en Versalles se supo el efecto que había producido en el príncipe y se temió su distanciamiento. Para evitarlo, se envió en embajada extraordinaria (abril-junio de 1746) al duque de Noailles (1678-1766), mariscal de Francia, bienquisto con Ensenada y enemigo de Argenson, al que se presentaría como único culpable de la política antiespañola de Versalles. No fue suficiente ni siquiera con el anuncio de la próxima caída del ministro: Fernando, que a veces demostraba su soberbia exclamando «soy Borbón», no olvidó el agravio de los franceses.

      Fue durante estos años cuando se empezaron a manifestar los «accidentes» del príncipe — «tiene la cabeza mala», dice la Farnesio en varias ocasiones— y se demostró su carácter huidizo, apocado y rencoroso. Solo se le verá en un lugar relevante: durante las ceremonias de la boda de la infanta María Teresa con el delfín de Francia el 18 de diciembre de 1744. Hizo de apoderado del novio, un papel para el lucimiento, pero no lo aprovechó. Sus «vapores», la enfermedad neurótica de su padre, habían sido ya objeto de rumores. Su hermanastro Felipe decía dos meses antes: «Pienso que esto le durará toda la vida, pues todo el mal está en la imaginación, de la cual es más difícil curarse que del cuerpo».

      Isabel, siempre política, decía que el mal del príncipe eran las impresiones que le transmitían contra el rey y contra los hermanastros. Repetía que eran infundadas, sin embargo, cuando Fernando al fin subió al trono en 1746, los hijos de Isabel vieron con enorme preocupación el futuro de su madre (también el suyo propio). Felipe decía a su madre al poco de la muerte de Felipe V: «Me imagino la situación en que se halló V. M. teniendo que cumplimentar a Sus Majestades. La mía sería igual si tuviese que regresar a ese país. No puedo acostumbrarme a este cambio tan funesto para mí y para todos los servidores de mi pobre padre».

      Isabel parecía alimentar el desdén de quien dentro de poco estará pidiendo dinero a su «querido» hermano el rey de España. En un alarde de soberbia, se refiere a Felipe con estas palabras: «Estaba (Felipe) reservado ser la primera víctima del nuevo Gobierno, considerándose feliz con ser la única».

      En realidad, la víctima sería ella. Y lo sabía. El duque de Noailles, que dejó las descripciones más inteligentes de la corte y de sus personajes, ponderó los sentimientos de los actores de un previsible y próximo drama; vio gordo y viejo a su amigo Felipe V, que le inspiró lástima; comprendió a Isabel por su temor cierto de verse sola y desterrada y, en fin, supo valorar las esperanzas que despertaban los futuros reyes y apreciar sus cualidades. Coincidía con Vauréal, que permaneció en Madrid hasta 1749 y supo intuir el alcance de la opinión popular al comienzo del reinado de Fernando VI: «No nos engañemos —escribía el embajador—, 46 años de reinado de Felipe V nos han ganado muy pocos corazones españoles; no habremos de combatir los arrebatos de una reina italiana, sino una oposición constante en toda la nación.»

      En efecto, se iba a producir la euforia del verano de 1746 en torno a un rey que, como el propio mariscal decía, «tenía muchas ganas de agradar» y al que los pasquines pedían que hiciera «salir de España todo gabacho al momento». Los que serían los «hombres nuevos» del futuro rey estaban unidos, en buena parte, por el resentimiento contra la presión francesa sobre el rey anterior, lo que sabían era compartido por Fernando.

      Los que iban a caer al comienzo del reinado iniciaron precisamente su descrédito al aferrarse a la vieja política farnesiana, sentenciada por su dependencia de Versalles. Es el caso del ministro de estado Villarías y del embajador en París Campoflorido (1678-1757), que no aceptó verse suplantado por Huéscar. No sabían que el futuro ministro Carvajal era un hombre en ascenso, querido por Bárbara y por Ensenada, y que además era desde antiguo amigo de los Alba, en particular de la duquesa, la madre del joven duque de Huéscar que luego heredaría el título de Alba. Lo mismo le pasó al marqués de Tabuérniga, el conspirador fernandinista encarcelado en 1731, exiliado desde 1738 en Lisboa y luego en Londres, que fue suplantado por Wall, y a muchos altos cargos de la corte que no resistirían verse relegados por los «hombres nuevos».

      Los que habían esperado al lado del cuarto del príncipe dejarían ver de nuevo su incapacidad para abrirse paso, demostrando así que la conspiración fernandina no fue más que un amasijo de resentimientos dispares sin posibilidad de articu-lación política. La verdad desnuda, un pasquín que salió en septiembre de 1746, volvía a denunciar la tiranía y la corrupción de los ministros para prevenir a Fernando contra el régimen ministerial que había asentado su padre; de nuevo, apelaba a la legitimidad de Fernando —«veinte años ha estado su real cabeza desposeída de la corona»— y le aconsejaba «arrojar lejos de Vuestra