Sergio Barce

El libro de las palabras robadas


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lado la reaparición de tu madre como algo relevante para nuestro trabajo, al igual que el resto de tu sueño. Al menos por ahora…

      Asentí algo desanimado, y quizá por ello le respondí que si eso era lo que pensaba lo mejor sería que leyera mi novela, tal vez así me comprendería mejor.

      Quiso entonces amortiguar mi desilusión levantándose para acercarse con la mejor de sus sonrisas, abriendo los brazos como para abrazarme.

      −Elio, lo importante es que te has lanzado, que has hablado de tu madre y de Marco y que, sin importarte lo que yo pudiera pensar, me cuentas por fin tus intimidades y tus fantasías. ¡Eso es fantástico!

      Sin embargo, me sentía tan ofuscado con Moses que me marché sin llevarme un solo pitillo (y había un Gauloises, Dios, un Gauloises con el que me habría rajado los pulmones con todo placer). Ni siquiera me apaciguó su insistente promesa de que compraría mi novela esa misma tarde.

      LA AMENAZA

      Encontré a mi padre regando las plantas en el balcón. Yo había pasado otra noche de perros, vomitando hasta la última gota de bilis que me quedaba en el estómago, y tenía resaca. Observaba a Damián, y advertí la torpeza sorprendente con la que ejecutaba cada operación, como si sus articulaciones se hubiesen oxidado. Fue en ese instante cuando me di cuenta de que el tiempo había pasado por encima de mi padre, arrollándolo.

      −¿Cómo te sientes esta mañana? –le pregunté.

      Se encogió de hombros. Aguardó a que se le acabara el agua de la regadera, y sólo entonces se dignó a darse la vuelta y a mirarme directamente.

      −No he echado ni un polvo en todo el día, si es eso lo que te preocupa…

      Avanzó hacia mí, y hube de apartarme para que no tropezásemos. Últimamente entiznaba sus respuestas con un sarcasmo excesivo. Pero esta última contestación era desconcertante. Dejé que llenara la regadera y que volviera con ella a la terraza.

      −Tenemos que hablar, papá.

      Sacó unas tijeras del bolsillo lateral del pantalón, cortó un par de ramas secas que tiró al suelo y luego removió la tierra de una manera metódica.

      −Ya hice testamento… −masculló.

      −Vaya, por fin has decidido dejarme tus deudas…

      −¿Qué es lo que quieres? –me preguntó, mientras arrancaba las malas hierbas. Comprendí que sólo deseaba que lo dejara en paz.

      −Tendríamos que aclarar lo ocurrido en la consulta… ¿De verdad querías quitarle el bolso a esa mujer? Si fue una broma, no tuvo ninguna gracia…

      Muy lentamente se giró con las tijeras en la mano. Hallé un poso de angustia en su expresión, y pensé entonces que mi padre parecía el viejo del periódico que deambulaba perdido sin encontrar el camino de regreso.

      −No sé de qué me estás hablando… −su voz se quebró, pero irguió el cuerpo con cierto orgullo−. Si me compraras la casa que quiero me harías feliz, y no estaría cuidando estas jardineras llenas de cacas de perro, pero me dirás que no tienes dinero para eso… −se volvió para asomar la cabeza por encima del antepecho de la terraza, mirando hacia el balcón del piso de arriba−. ¡Las cacas del perro de la puta de mi vecina que no deja de tirármelas todos los santos días! ¡Váyase a la mierda!

      −¡Papá!

      Lo así del brazo y tiré de él, hasta lograr meterlo en la casa obligándole a sentarse en la mecedora. Al cogerlo, había notado la flaccidez de su carne, que seguí sintiendo en mi mano. De pronto, Damián Urrea era un viejo que se desvanecía. Nos miramos, hasta que hizo un gesto con la mano, como quitándole importancia a lo sucedido, y se apartó de mí.

      Saqué un paquete de cigarrillos y lo golpeé varias veces con un dedo, hasta que cuatro de ellos asomaron lentamente. Había un Camel, un Ducados, un Soraya (exotismo sorprendente para Málaga) y un Chester. Con los labios atrapé el Ducados, y lo encendí.

      −No sé por qué he de aguantar que me tire la mierda de su perrito… −se dio la vuelta para mirarme de nuevo, y me señaló con un dedo−. Si me encuentro a esa hija de puta en el Mercado, le quito el monedero. Eso es lo que voy a hacer, señor Elio Vázquez...

      Sus ojos glaucos se transformaron en globos sin brillo, como si fuesen los ojos apagados de Joan Gilabert. Tenía saliva en la comisura de los labios, y miraba a un punto indeterminado del salón hasta que comenzó a estudiar sus propios zapatos.

      −¿Ahora soy para ti el señor Elio Vázquez? –me había alterado de tal modo su sarcasmo que no pude evitar la pregunta.

      −Cuando alguien repudia su apellido, se convierte en un apátrida. Yo tuve un hijo que se llamaba Elio Urrea, pero ya no lo veo.

      −Elio Urrea Vázquez –lo corregí furioso−. Uso el apellido de mi madre, de tu mujer…

      −¡Olvídelo, señor Elio Vázquez!

      −Sé sincero, ¿maltrató tu padre a Ágata en alguna ocasión?

      La despreciable pregunta de Moses Shemtov me abrasó el pecho, como si hubiera escupido sobre la tumba de mi madre. Me apoyé en las manos, y tal vez le di la impresión de que me levantaría para abalanzarme sobre su cuello porque lo vi tensarse. Me limité a responderle con contundencia.

      −Mi padre jamás le puso la mano encima a mi madre; la amó hasta la extenuación, aunque seguramente desconozcas un sentimiento tan fuerte.

      −¿Tú, sí? −me respondió de la manera más mordaz.

      −No, yo tampoco −le dije devolviéndole con rapidez el golpe, aunque realmente en esta ocasión sí le habría partido la cara con gusto, por muy mayor que fuese.

      Nos quedamos mirándonos un buen rato, probablemente dándonos cuenta de que no éramos más que otro par de tipos del montón, y él, además, sin tiempo ya para rectificar el rumbo. Después del silencio, volvió su voz meliflua y su mirada decaída.

      −Dime, Elio, ¿crees que tu padre te guarda algún resentimiento por algo que ocurriera en el pasado?

      Esta vez me quedé pensando, como si no estuviese totalmente seguro de que no hubiera algún asunto pendiente entre ambos, pero enseguida me rehíce y negué con vehemencia, tenía que hacerlo.

      −No. No hay deudas que liquidar, de ninguna manera, no las hay…

      Moses pareció conforme, pero escribió una jodida palabra en su libreta que hubiera deseado poder leer.

      −Continúa, por favor –se limitó a decirme.

      Damián siguió estudiando sus propios zapatos como si se los hubiesen puesto sin darse cuenta.

      −¿Me has escuchado? –pregunté a Damián−. Dime, ¿qué es lo que te ocurre?

      Mi padre levantó los ojos para clavarlos en mí, y descubrí una mirada huidiza, la de un desconocido al que muy poco tiempo antes había respetado. Había venido para aclarar el incidente de la consulta, pero ahora no sabía muy bien qué hacer ni cómo actuar. Le vi doblar entonces el cuello, inclinando el tronco hacia el mismo lado, como si tratara de sortearme y quisiera ver qué se escondía a mi espalda. Lo imité, mirando por encima de mi hombro, y allí estaban colgadas las fotografías en blanco y negro que mi padre hizo en Tetuán en el verano del setenta. Yo tenía entonces unos once años. Esbocé una sonrisa al verlas. En una de ellas estábamos Ágata, Silvia y yo, los tres en una calle de la Medina junto a un aguador que parecía centenario. Silvia apoyaba la cabeza en el costado de nuestra madre, y yo a su lado con cara de disgusto, como si me molestara estar posando para mi padre.

      Damián siempre fue un gran aficionado a la fotografía, y se especializó en campos de fútbol. Los buscaba y los fotografiaba, siempre vacíos, cuando nadie jugaba y las gradas parecían diques que contuviesen lagos que se habían secado. En algunos lugares, se olvidaba la cámara en la habitación del hotel y no nos