Sergio Barce

El libro de las palabras robadas


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se divertía, pero esta vez su risa franca y elegante la dirigía directamente hacia mí. Era como si me hablara al oído, como si me susurrara algo que guardara desde hacía tiempo, y con la mirada me abrazaba acercando sus labios a mi cuello. Cuando estudiábamos juntos sentí más de una vez esa misma sensación.

      −Bueno, cuéntame qué ocurrió con Arturo Kozer –insistió Vilches.

      Entre los tres le pusimos al corriente. Noté que Joan Gilabert repetía de una manera pertinaz que no había que darle demasiada importancia; y curiosamente eso causaba en mi fuero interno una especie de rechazo, una defensa de mi dignidad que me obligaba a hacer algo. Vilches, por el contrario, se mostró contrariado.

      −Así que se cree el protagonista de tu novela. Puede ser un buen material para otra intriga, ¿no lo has pensado?

      −Propónselo a Félix. Seguro que Saverio Gris lo resolvería en la cuarta edición…

      −En cualquier caso no es más que una anécdota que podrás contar cuando envejezcas. Visto desde fuera, no ha ocurrido nada importante, Elio, nada de lo que debas preocuparte. ¿No te parece?

      Asentí, recordando de pronto que ambos, Vilches y yo, habíamos vivido experiencias muy similares, decepciones paralelas, promesas incumplidas por algún editor que finalmente se habían esfumado sin saber muy bien la razón. Yo había tenido algo más de suerte, él era en cualquier caso un buen cuentista en la sombra.

      −Es verdad, no ha ocurrido nada, pero me carcome la curiosidad, para qué voy a negarlo, y me encantaría poder hablar con ese hombre tranquilamente, saber sus razones, descubrir su verdad.

      Vilches se limpió la espuma de cerveza que se le había quedado en los labios con el dorso de la mano. Me di cuenta de que miraba con cautela a Francesca que, de pronto, había bajado los párpados, como si mi excesivo interés por ver a Kozer la turbara profundamente. Joan Gilabert parecía grabar en su memoria cuanto yo decía.

      −Elio, insisto en lo que te aconsejé en la cena –dijo de pronto−. Busca cualquiera de sus libros en la Feria de Segunda Mano y probablemente dejes de pensar en él.

      Lo miré con curiosidad, preguntándome por qué razón una obra teatral de Kozer iba a causar tal efecto y, por otro lado, qué se suponía que ocurriría si por el contrario me gustaba la pieza. Aunque no borró ese tono preocupado que entiznaba su semblante, Francesca intervino una vez más.

      −Pobre… –se asió de mi brazo, apretándose contra mí, y sentí sus senos y el vientre, y la agitación de su respiración, como si el contacto de nuestros cuerpos la hiciese temblar−. No puede acordarse de eso, Joan, os habíais bebido dos botellas y media…

      De pronto noté la mirada complaciente de Vilches, que sorbía su cerveza con parsimonia, estudiándonos, y cómo sus pensamientos asomaban de alguna manera y hacían sentirme extrañamente culpable.

      −Yo insisto, pues, o vais a la feria en pos de las huellas de vuestro enemigo o simplemente por el puro placer de hallar alguna lectura digna de vuesa merced.

      −¿Cuándo dejarás de hablar así? ¡Qué coñazo de tío! –dijo Vilches, mientras yo me zafaba prudentemente de Francesca.

      −Tened piedad de mí, don Vilches, que enojaros no es mi intento sino compartir con vos una buena jarra de cerveza… ¡Posadero, posadero! –bramó Gilabert por encima de nuestras cabezas llamando la atención de los clientes−. ¡Más cerveza para los hombres del rey!

      La verdad es que a Francesca le gustaban esos excesos de su marido, y ahora parecía que hubiese regresado a su regazo fascinada por su embrujo, dejándome a un lado como un mero atrezzo del decorado. Después de tantos años juntos probablemente él poseía la clave para complacerla.

      −¡Juradlo, señor Comendador! –me increpó cuando los cuatro brindábamos con las nuevas jarras−. ¡Jurad por Dios que cumpliréis vuestra promesa e iréis a la feria a batiros en buena lid! ¡Y si dieseis de nuevo con ese hideputa, presto hacedlo saber a vuestro señor!

      −Lo juro, Joan –le dije con ganas de zanjar su actuación, mientras la cerveza hizo removerse a mi estómago.

      −Ese interés que Francesca mostraba por ti no era nuevo −me deslizó Moses Shemtov con su voz más neutra.

      −Supongo que no –dije−. La conocí en el Instituto, coincidimos en la misma clase, y nos hicimos buenos amigos… Muy buenos amigos. Nos atraíamos, sin duda, pero por una razón u otra nuestra relación jamás cuajó, era como si la evitásemos conscientemente, como si hubiéramos decidido que nuestra amistad estaba por encima de todo, incluso de los verdaderos sentimientos. Éramos muy jóvenes, y muy idealistas. Pero nos gustábamos. Luego apareció Lola, que absorbió mis sesos, y, un día, Francesca se marchó con su familia a Barcelona. Habían trasladado a su padre. Cuando años después volví a verla ya estábamos casados; pero si he de ser sincero, enseguida comprendí que aún quedaba algo de aquella atracción adolescente… Sin embargo, algo me decía que, aunque Joan Gilabert no podía verla, su sexto sentido le hacía adivinar las intenciones de su mujer, sus apetencias, sus deseos más ocultos, hasta lo que pensaba. Y eso, aunque no había nada entre nosotros, por alguna razón me hacía actuar con una torpeza mezquina. En ocasiones resultaba muy embarazoso.

      −¿Qué piensas de ella? −insistió.

      −Es igual que un acantilado al que me viera obligado a acercarme inevitablemente; cuanto más me resistía a aproximarme más deseaba ceder. Pero cuando eso ocurría trataba de pensar inmediatamente en su marido y el remordimiento hacía su trabajo.

      −Comprendo. He de suponer, sin embargo, que más adelante volveremos sobre Francesca −por primera vez, sus ojos ancianos e impávidos mostraron un algo de interés, tal vez malsano, pero humano al fin y al cabo. No dije nada y continué con mi historia.

      Mientras Vilches se ajustaba el bolso de cuero que llevaba en bandolera, en cuyo lateral se distinguía bordado el logo de Giorgio Armani, me pregunté si el desembarco filibustero no se habría producido ya.

      −He tenido que enterarme por Almagro de que vamos a ser abducidos por Berlusconi… −di un sorbo a la cerveza, observando a mi amigo que había fruncido el ceño.

      Vilches pidió otra jarra, su forma de beber era insaciable pero siempre ha demostrado tener un gran aguante; luego abrió uno de los bolsillos laterales de su pantalón y sacó una caja de puritos. Me ofreció uno, pero preferí un Chester de mi paquete. El aire de La Casa del Guardia estaba cargado, el humo de los cigarrillos se entremezclaba y flotaba sobre nuestras cabezas.

      −Pensaba decírtelo, créeme… Pues sí, es cierto. Il Cavaliere va a comprar el Grupo… La cosa parece que es inminente. ¿Lo puedes creer?

      Joan Gilabert no disimuló una mueca de disgusto, e hizo un ademán con el brazo como si buscara su sable para desenvainarlo. Odiaba las multinacionales, el McDonald´s, los Carrefours y las malditas franquicias que ocupan todas las calles de todas las ciudades del mundo. Pero sus pantalones eran Levi-Strauss y sus gafas negras unas Ray Ban de cuatrocientos euros. A veces me pregunto qué es lo que estamos haciendo, dónde quedan los principios, incluso las utopías, y en ese momento creo que de alguna manera exploté, débilmente, pero exploté.

      −Nos van a manejar a su antojo –le dije a Vilches−. Mandarán efectuar una lobotomía al personal y nos transformarán en pequeños frankensteins para informar de la basura que nos ordenen. Vamos a formar parte del imperio berlusconiano, del lado oscuro… Y dejaremos de respirar.

      −¿Desde cuándo lo sabes, Vilches? –preguntó intrigada Francesca.

      −Se ha confirmado hace dos horas –dijo evitando mi mirada.

      Supongo que decía la verdad. Simplemente no quería aceptarlo y, en su fuero interno, aún albergaba la esperanza de que se produjera un milagro.

      No recuerdo cuánto tiempo más dedicamos al asunto, supongo que no mucho, hasta que decidimos marcharnos cuando Joan Gilabert trataba de pedir la sexta jarra de cerveza. Terminamos por perfilar el viaje