Sergio Barce

El libro de las palabras robadas


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      −Mamá decía que era una injusticia.

      Nos miramos como si el pasado nos hubiera traído una carta olvidada y tras leerla ninguno supiera qué decir. Y eso sí que fue un presagio… Entorné los párpados, con ganas de encerrarme en alguna parte donde nadie pudiera encontrarme en años.

      −En casa de papá estuve un rato mirando aquella foto de Tetuán, y hubo un instante en el que pensé que podía tratarse de un burdo montaje, que la Medina sólo era un decorado, y que Damián nos la tomó en algún estudio y que nos han hecho creer todos estos años que aquel viaje fue real…

      −¿Te pongo otro? Quizá eso te ayude a recordar tu niñez.

      −No te burles…

      Silvia me echó tres cubitos de hielo, dos dedos de ginebra y el resto del tubo lo completó con tónica Nordic. Miré la hora y me quedé ahí observando las manecillas mientras avanzaban inexorables. Jugaba a deshojar la margarita mentalmente, decidiendo si contarle lo ocurrido con Arturo Kozer y la acusación de O´Neal. Finalmente decidí que la última hoja que arrancaba era un no bastante cabal, no tenía por qué preocuparla también a ella.

      Llené los pulmones de aire y, por un segundo, pensé que si lo retenía varios minutos sin expulsarlo tal vez perdiera la consciencia, incluso podría dejar de respirar para siempre, y la sola idea de que pudiera suceder me causó un inesperado regocijo interno. Sin embargo, no lo hice y acepté el vaso que me ofrecía mi hermana.

      −¿Por qué le atraería tanto a papá fotografiar campos de fútbol vacíos? −mi hermana lo pensó durante un rato, pero no encontró la respuesta−. ¿Echas de menos a mamá?

      −Muy poco –se sinceró Silvia en voz baja.

      También estuve tentado de hablarle de la aparición fantasmagórica de Ágata, pero si se trataba sólo de un sueño no merecía la pena gastar saliva en ello. Poco a poco iba hurtándole mis últimas novedades y finalmente me desahogué con lo de siempre.

      −Querría saber por qué he de ser yo el que siempre llama, por qué dejó de hacerlo Marco –me quejaba como si fuese algo que estuviese en las manos de Silvia−. Beatriz me convenció de que, si yo no tomaba la iniciativa, podía perder el contacto con él. Al muy cabrón nunca se le ha ocurrido venir a verme por sorpresa, o de darme un toque y decirme que se viene a casa sin más… Me gasté el dinero que no tenía para comprar un dormitorio, el escritorio nuevo y el maldito ordenador Mac para que se sintiera a gusto cada vez que decidiera pasar unos días conmigo. Sólo he cambiado las sábanas de su cama en una ocasión, y eso es más que lamentable –di otro sorbo, y noté el líquido refrescando el ardor de mis entrañas−. Me lo he llevado todo a la nueva casa, pero allí tampoco resulta. Cada vez que lo llamo se me hace un nudo en la garganta, me cuesta que las palabras se formen y no te cuento el esfuerzo que supone el pronunciarlas. Suelo quedarme unos segundos callado, y por último le dejo un estúpido mensaje en el contestador o corto sin más antes de que note que ya no puedo hablar… Lo echo tanto de menos… −mis dedos, al otro lado del vaso, parecían más grandes, como si los mirara con una lupa−. Muchas veces abro la puerta de mi casa y contengo la respiración creyendo que va a ocurrir lo que sucedía cuando vivíamos juntos, que Marco va a aparecer por el corredor urgiéndome a que lo siga enseguida hasta su cuarto para enseñarme algo que ha encontrado esa tarde por Internet… Pero por supuesto nunca sucede. Eso pertenece a un tiempo que se ha disfrazado de lejanía. Me pregunto si lo habrá seguido haciendo con su madre, y entonces me invade una sensación de envidia malsana… Querría escucharlo de nuevo moviéndose por la casa, encontrar su ropa tirada por el suelo o los restos de su bocadillo en la mesa del ordenador. Lo añoro todo de él, pero nunca se lo he dicho. A veces estoy a punto de confesárselo a través del contestador de su móvil, pero eso es de cobardes, ¿no te parece? Quizá me haya culpado de la separación, de ser el causante de que nuestra familia se haya ido a pique, y mi condena sea la de soportar su ausencia…

      −Ya basta –me susurró Silvia al oído−. Cállate, por favor.

      Me di cuenta en ese instante de que hacía rato que ella había apoyado la cabeza en mi hombro y de que me abrazaba por la cintura. La noté temblar, igual que un niño pequeño que hubiera sentido miedo en la oscuridad. No me moví para que no se separara. Era agradable permanecer así quietos, igual que cuando dormíamos juntos en los hoteles en los que nos hospedábamos durante aquellos largos viajes.

      −¿A dónde nos llevó papá la última vez?

      −¿No lo recuerdas? –la voz de Silvia se llenó de incredulidad−. Fue a Tánger, un par de años después del viaje que hicimos a Tetuán. Después de Tánger, no hicimos ninguno más. Algo ocurrió allí.

      −¿Por qué lo dices?

      −Papá no fotografió ningún campo de fútbol.

      Me llevé el vaso a la boca, y luego me quedé callado en la misma posición, sintiendo la respiración entrecortada de Silvia.

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