felices y más acompañadas. Todo lo que él añoraba en ese mañana de domingo.
Recordó el rostro de Helena: su piel, su inocencia de cordero y el olor que había dejado impregnado en las yemas de sus dedos. Imaginó sus brazos largos y blancos que parecían esperarle a la otra orilla de ese río tormentoso. Si una sucesión de tristes coincidencias le había llevado a probar cierta dosis de felicidad —y al mismo tiempo a jugarse la vida— era posible, pensó, que una última jugada del azar le ofreciera un final feliz.
Sin darse cuenta, había llegado a Atocha Renfe. Se sentó a esperar el tren de cercanías con destino a Getafe junto a otras pocas personas que hacían lo mismo.
Como si fuera una estatua fija sobre el andén, volvió a pensar en Helena y en los pasos que estaría dando en ese momento sobre su cabeza. Allí estaría, muy cerca, esperándolo y haciéndole señas con su mano frágil en alto.
Se subió al tren y buscó el asiento más cercano a la puerta. Apenas logró acomodarse cuando empezó su lucha contra el sueño que duraría hasta llegar a la estación de La Margaritas, en Getafe.
El aire fresco y más limpio de Getafe lo volvió a despertar. Se ajustó el abrigo y empezó a caminar con la única compañía del ruido de sus zapatos contra el asfalto negro. El siguiente paso sería dormir un poco y dejar que las cosas se tranquilizaran, mientras soñaba que había matado a la Helena de los otros, pero no la auténtica. Con la verdadera, soñaría, se tumbaría en una playa de arena blanca y agua cristalina a ver pasar sin prisa los días que les quedaban por vivir.
—¡Qué carajos! —dijo en voz alta mientras llegaba a la esquina de la residencia estudiantil de la universidad Carlos III, y la tristeza del metro se convertía en una felicidad embriagadora que le susurraba, con la voz de Helena, tranquilo Antonio, todo saldrá bien. Todo saldrá bien.
Solo volvió a la realidad cuando en el umbral de la puerta se asomó una señora bajita, morena y de acento colombiano que parecía recién levantada de la cama.
—¿Y vos dónde andabas metido, mijo? Estaba muy preocupada, pues.
—Discúlpeme —le respondió Antonio bajando la cabeza—. Perdí el último tren desde Madrid y me quedé caminando por la ciudad. No quería molestarla.
Peor antes de que pudiera encontrar una explicación más convincente, la señora ya estaba en la cocina preparando el café sin prestarle demasiada atención.
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