el juez Falcone y su esposa morían llegando al hospital. La explosión lo había hecho todo pedazos.
Le dio una calada fuerte al Chesterfield y dejó que el humo se llevara todos los recuerdos de Italia, del maxiproceso contra la Cosa Nostra y de los muertos que lo perseguían hasta allí como la ola de la explosión que dos meses después mandó al juez Paolo Borselino a esparcirse muchas manzanas a la redonda, junto a Emanuella.
A Torrrisi le gustaba Emanuella. Y aunque sabía que estaba a punto de casarse, por primera vez en su vida, experimentó la remota sensación de saberse vivo y de disfrutar de alguien. Y ella era eso, toda esa alegría que parecía no caberle en ese cuerpo diminuto que el propio Torrisi se encargó de recoger en el escenario del atentado. Hubiese preferido haber muerto allí también, pero de verdad, no como en ese momento en el que creía morir, pero sin dejar de respirar.
Torrisi miraba al vacío pensando en lo dantesco que le resultaba su vida. Quiso llorar por ellos, por todos esos años que se iban en la detonación de un montón de dinamita ordenada por “Totó” Riina, a quien finalmente capturó después de una persecución de años dentro de ese minúsculo laberinto que era el sur de Italia en el que todos se conocían pero nadie sabía quién era quién. De su boca salió un suspiro cansado y desganado.
Acercó los papeles que tenía sobre la mesa para distraerse un poco con la vida de los demás. Eran expedientes viejos, nuevos, fotos, testimonios, casos que se mezclaban entre sí. Tenía el de Helena Bastidas junto al caso del asesino de la fotografía. Un asunto gordo de envenenamiento en un más que probable ajuste de cuentas entre las mafias colombianas e italianas.
Era un expediente que no interesaba a casi nadie, tratándose de mafiosos muertos, pero que había despertado una extraña curiosidad en Torrisi por la forma en que todo había sucedido. El italiano sacó entre los papeles la foto de un hombre parado frente a la escultura de la Mujer con espejo tomada en la plaza de Colón. Era difícil identificarlo bajo ese sombrero y las gafas de sol, pero era el hombre que buscaba. Un tal Vincenzo d’ Aosta, un profesional que se había cargado a un narco colombiano arrepentido, probablemente siguiendo órdenes de la Camorra o la Cosa Nostra. Había sido un trabajo metódico. Casi como el de Helena.
Por un instante Torrisi miró las dos carpetas y se preguntó si tendrían algún tipo de relación como sugerían Arcas y su propio olfato de perro viejo, pero su única respuesta era que ambos muertos eran colombianos y que estaban sobre su mesa.
—¡Managgia! —maldijo tirando la imagen del asesino de la fotografía de nuevo sobre la mesa, donde se confundió con una vieja declaración de Tomasso Buscetta que el detective había robado de los archivos de Nápoles antes de largarse de Italia. Un recuerdo de un mafioso soplón que se dio el lujo de morir en casa como los padrinos de antaño.
—Nadie sabe para quien trabaja —le dijo Buscetta una tarde del 84 a Torrisi mientras salía de un restaurante en Palermo—. Tú tienes muchos huevos, hijo, pero no eres nada. Trabajas para otros criminales mientras yo lo hago para mí y para esta tierra. ¿Y tú qué haces? ¿Trabajar por un sueldo miserable para la justicia? Mira Torrisi, la justicia muere cuando nosotros queramos, tú te mueres cuando nosotros queramos. Pero yo, nosotros, la mafia, la Camorra, la Cosa Nostra, morimos cuando nos de la gana. Y en casa, como nos gusta.
Italo Torrisi nunca olvidaría esa conversación, porque al final de sus años se daba cuenta de que Buscetta tenía razón; porque Falcone y Borselino y todo en lo que él creía volaba por los aires junto a Emanuella y él terminaba en un piso miserable de Madrid, lejos de casa, con una Pietro Beretta y una pastilla de cianuro sin fecha de caducidad bajo la almohada, mientras los Buscetta, los Rina, los Alglieri y hasta Bernardo Spera dormían cómodos y tranquilos, aunque fuera en una cárcel de alta seguridad.
Se sirvió el último trago de grappa que le quedaba y empezó a revisar el caso de Helena con desgano. También ella había muerto en su casa, como los sicilianos y los calabreses. Releyó el testimonio de Javi, lo único realmente valioso que tenía, miraba las fotos y no sabía muy bien por dónde empezar a armar el rompecabezas. O no quería, o ya estaba cansado porque sabía de antemano que todo terminaría en lo mismo. O preso o forajido, el caso se cerraría y él seguiría con esa sensación perenne de partida perdida.
—Dopo tanti anni, non queda la satisfacción di niente —dejó escapar con rabia y tristeza en el momento justo en que el teléfono timbró por primera vez.
Parpadeó y no pudo ocultar el susto que le produjo ese sonido a las cinco de la madrugada. Malas noticias, se dijo, y lo dejó timbrar un poco más hasta que decidió contestar.
Al otro lado, la voz de Arcas sonaba desconcertada.
—Jefe, discúlpeme pero creo que es importante que lo sepa cuanto antes. Estoy con la gente de medicina legal y me acaban de decir que lo que encontramos en refrigerador no es el cuerpo de Helena Bastidas.
Torrisi, que creía que ya nada podía sorprenderle en la vida, sintió de repente que ya no entendía nada de lo que estaba sucediendo. Buscó otro Chesterfield, pero encontró el paquete vacío.
—¡Porca putana! —escuchó Arcas al otro lado de la línea.
—¿Qué pasa, jefe?
—Niente, Arcas, solo que se me acabó el tabaco. ¿Y qué cosa fai ahí a esta hora? ¿Perché non te fuiste a casa con la tua moglie?
Con lo que le acababa de decir, Arcas no comprendía porqué a su jefe, un veterano y curtido investigador italiano, solo se le ocurría preguntarle eso.
—Jefe —le respondió con paciencia— mi mujer se ha ido a Galicia a visitar a la familia, así que aproveché para pasar por aquí a visitar a Carmen, la encargada en el turno de la noche y me lo acaba de decir. ¿Lo ha escuchado usted bien o quiere que se lo repita?
—Arcas, io non sono estúpido. Ho capito tutto lo que has dicho, pero son las cinco de la mattina y yo apenas me he despertado. ¿Se non è Helena Bastidas, entonces quien es?
—Bueno, jefe, supongo que esa es una tarea suya. Lo único que sé que es no es la tal Helena Bastidas, el tipo de sangre no coincide con el que aparece registrado en su ficha médica.
—Va bene —respondió desconcertado el italiano—, deja la juerga, anda un pò a casa y nos vemos más tarde en el apartamento de la calle del Pez. Y llévate el archivo de fotografias, hablaremos de nuevo con questo Javi, ¿va bene? ¡Ah!
—añadió el italiano— que nadie se entere por ahora que la morta no es Helena.
Antes que Arcas pudiese hacer más preguntas, Torrisi colgó el teléfono, miró el paquete de Chesterfield tan vacío como la botella de grappa que tenía sobre la mesa y solo de pensar en la posibilidad de que Helena Bastidas estuviese viva le hizo hervir la sangre. Sintió su frente sudorosa y empezó a darle vueltas al minúsculo salón como si fuera un animal encerrado. Su olfato de perro viejo no lo habia engañado: todo era más complicado de lo que parecía. Ahora tenía un asesino desconocido en fotografía y una muerta anónima en un refrigerador.
Pensaba y mientras más lo hacía más ganas tenía de que amaneciera lo antes posible. Por primera vez en muchos años quiso ver la luz del sol y que el día empezara cuanto antes. Si la tal Helena estaba viva, quizás la partida aún no estuviese perdida.
Con esa excitación extraña abrió la llave de la ducha y dejó que el agua le humedeciera la piel como si de eso dependiese su vida.
Seis
Los ajustes de cuentas entre mafiosos era lo que menos le gustaba hacer. Prefería a los maridos infieles o a las esposas mentirosas. Y por supuesto, a los banqueros huidos o a los estafadores de poca o alta monta. Pero las lidias entre capos siempre se convertían en un cuento de nunca acabar. Porque se eliminaba a uno, y luego había que eliminar a otro del bando contrario en un círculo vicioso estúpido y arriesgado, hasta que el exceso de sangre vertida fuera un buen motivo para hacer las paces y asociarse de nuevo.
Ya había pasado la época de los poderosos cárteles, con sus ejércitos