Juan Carlos Gozzer

Animales disecados


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al cuadro definitivo apretó el obturador y devolvió la cámara a los brasileros que le agradecían con la misma sonrisa de la foto. Al menos ellos, pensó, habían logrado encerrar a Madrid en un marco. Walter redujo el paso para ver mejor cómo se alejaban en su misma dirección.

      Quizás olvidar es algo más que alejarse, se dijo al tiempo que sacaba un Ducados del bolsillo. Lo encendió y le dio una calada agachando la cabeza y con un deseo enorme de mandarlo todo a la mierda.

      Walter Alabama, quien desde niño lo había tenido todo salvo el amor incondicional de su madre, parecía estar, después de años de lucha silenciosa, a punto de rendirse. No lograba entender que toda la culpa que cargaba sobre sus hombros no era suya, simplemente había aparecido mucho antes de que él naciera. Quizás, el mismo día en el que Jhonny B. Alabama y Elizabeth se conocieron.

      Elizabeth Pacefull, como era conocida entonces su madre, era una película en ocho milímetros mal rodada. Vestía faldones tan largos como su pelo rizado y calzaba unas sandalias de piel mucho más oscura que su rostro blanco y demacrado por el LSD y esa forma de dejarse llevar por cualquier mano.

      Por eso fingía protestar contra todo: Vietnam, la sociedad, la represión o lo que su amante de turno le propusiera. Así viajaba por toda la costa californiana en una combi Volkswagen sin nada que perder. Haciendo el amor con tantos hombres cuantos se le cruzaran por esos días de amor libre y de sus tetas siempre al aire que ya no eran novedad para nadie, al igual que el olor o la forma de su sexo o algún trozo de su cuerpo tan público como su tristeza.

      Sobre todo, Elizabeth Pacefull sobrevivía, en medio de esos hippies desenfrenados, a su propia vida y a su padre —el primer hombre que conoció desnudo—, el abuelo que Walter nunca conoció.

      Con el cigarrillo entre los labios, Walter se esforzaba por borrar ciertos recuerdos de su cabeza, reemplazándolos con el rostro de Helena y sin poder imaginar que cuando John B. Alabama, su padre, vio a Elizabeth Pacefull por primera vez, esta parecía una perra abandonada tras un día de lluvia inclemente.

      En algún lugar de Washington, Elizabeth estaba sentada en el rincón de un bar con toda la heroína y el Jack Daniels que le podía caber en las venas. Tenía el rimel corrido, el pelo alborotado y el faldón recogido sobre un par de piernas sucias de tanto viajar. Jhonny B. venía de una manifestación más frente a la Casa Blanca contra la guerra de Vietnam, un lugar que ni siquiera sabía con certeza dónde estaba. Aún así, no tuvo el menor reparo en exponer su culo blanco de joven bien posicionado de San Francisco por él.

      Como mucho de lo que pasaba en esos días, aquello solo sirvió para provocar risas, gritos tontos y para incentivar que los culos y tetas presentes junto al memorial a Abraham Lincoln también vieran la luz.

      Con los ojos enrojecidos y achinados por la marihuana, Jhonny y sus amigos decidieron celebrar su hazaña en The Little Cave, el bar donde encontraría a Elizabeth Pacefull hundida en su trance de mirada perdida.

      Quizás por el efecto de la hierba y el alcohol, Jhonny se sentó a su lado y empezó a reírse como un imbécil. Miraba sus piernas blancas cruzadas, sus manos sucias y todo el rímel corrido.

      —¿Cómo te llamas? —le preguntó Elizabeth Pacefull con lo poco de vida que le quedaba entre los dientes.

      —Jhonny B.

      Esforzóndose, la Pacefull lo miró a los ojos y apenas con un hilo débil de voz le dijo:

      —Jhonny, ¿quieres olerme? ¿Tocarme? ¿Montarme? Vamos, Jhonny, no seas tímido, no serías ni el primero ni el último. Por eso te sentaste aquí, ¿no?

      Por un momento, la risa de Jhonny se calló. La miró con más atención y vio sus labios resecos, su cuello largo y sus tetas pequeñas y trajinadas que se ponían firmes con esfuerzo. Encaró su mirada y la vio totalmente perdida.

      La tomó por la cintura y como pudo la sentó sobre sus piernas y sin mayor dificultad encontró su sexo en ese rincón oscuro de The Little Cave, mientras unos imperceptibles acordes de Bob Dylan se movían por el aire pesado que respiraban todos.

      Con esa melodía de fondo para los jadeos lastimosos y casi desinteresados de la Pacefull, Jhonny B. la olió, la tocó y la montó un buen rato sin siquiera conocerla. Igual hubiera podido ser cualquier otro, solía decirle Elizabeth muchos años más tarde, cuando la Pacefull se había convertido en Elizabeth Alabama, una señora a la que le gustaba comprar ropa en las mejores tiendas de Fillmore Street y beber Bloody Mary junto a la piscina de la casa de Vallejo mientras rumiaba en silencio sus propias amarguras.

      Y todo por esa noche en The Little Cave, sobre el sexo de Jhonny B., una vez como tantas otras que ni siquiera pudo recordar bien. Tras eso, despertó en una combi que no era la misma en la que había llegado a Washington, junto a un tipo al que nunca había visto en su vida. Nada de eso tampoco era ninguna sorpresa para ella. Se levantó con naturalidad, como la superviviente que era, se vistió el faldón y las sandalias. Miró a Jhonny B. y se dijo a sí misma que hubiera podido ser peor.

      Jhonny B. abrió sus ojos y la vio viva de nuevo. La tomó por el brazo y le dijo que se iba a San Francisco. Y no se dijeron nada más. Nadie nunca habló de amor ni nada por el estilo. Lo hicieron un par de veces más durante el viaje de regreso y cuando llegaron a San Francisco, Jhonny descubrió que Elizabeth Pacefull, que había pasado por tantas manos, no tenía ninguna que la recibiera. No tenía en donde quedarse ni familia ni un miserable dólar.

      Solo tenía su cuerpo trajinado, maltratado y con un hijo dentro del que ninguno de los dos sospechaba aún. Se vio sola frente a Jhonny y él la miró con lástima, con tristeza y quizás algo de amor mezclado.

      Preso del espíritu pusilánime que tanto odiaba su padre y de la mirada celosa y extrañada de su madre, la llevó consigo a su casa.

      Cuando supieron de la existencia de Walter, Jhonny se tomó la cabeza a solas y pensó que estaba perdido. La buena acción le acababa de costar el resto de su vida. Entretanto, la Pacefull, ajena al mundo que transcurría más allá de su cuerpo, recogía flores en el jardín y pensaba en nombres bonitos para su hijo. Un hijo que, muchos años después, se encontraba aplastando un cigarrillo contra el pavimento de la Gran Vía de Madrid y preguntándose por qué todo debía terminar tan mal.

      Tres

      Tan pronto como cruzó la puerta violada del piso de la calle del Pez, el detective Italo Torrisi sintió que estaba de nuevo en su Nápoles natal. Escuchó el grito de los niños y mujeres en la calle, la brisa salobre del mar azotándoles la piel y el sonido de las Vespa huyendo por callejones laberínticos, entre sábanas y pantalones al sol. La Italia de sus recuerdos, la del sur, la de la Camorra, la de la Cosa Nostra, que no era nostra sino de ellos nada más.

      Se detuvo en la mitad del salón y trató de recordar cuántos pisos había visto por ese mismo estilo en Nápoles, en Palermo o en Catania, persiguiendo a toda la red de Tomasso Buscetta, de Salvatore Riina o Bernardo Spera; investigando asesinatos y vendettas evidentes en medio de cuerpos a los que tarde o temprano podría unirse el suyo.

      Hacía un frío inusitado esa noche cerrada de domingo y el italiano tenía las manos en los bolsillos de su abrigo, que cargaba con un olor añejo a nicotina. Tras él, entraron un joven delgado oculto en una bata blanca de médico forense y un agente petizo y de bigote fino al que llamaban Arcas.

      Por alguna extraña razón, Arcas era el único que siempre andaba tras los pasos de Torrisi, intrigado por las historias de la época dura en Sicilia, del escudetto de Maradona y la manera cómo el italiano había sido trasladado a Madrid gracias a la abundante correspondencia amenazante que no le cabía en el buzón todas las semanas. Por eso y por la triste y trágica muerte de Emanuella de la que nunca quiso hablar.

      —Si es para vivir con miedo, con una sola carta me basta —dijo Torrisi en aquel entonces.

      Y la verdad no es que tuviese miedo a morir. En el fondo, Italo Torrisi era uno de esos italianos duros y curtidos de la posguerra que no le tenía miedo a nada. De los que había caminado cuatro kilómetros descalzo y con el hambre raspándole