Juan Carlos Gozzer

Animales disecados


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y cuando finalmente se convenció de que nadie le respondería, intentó abrirla con una tarjeta de crédito tal y como viera en las películas. Forcejeó, sudó y asomó la lengua entre los labios. Se contorsionó un poco más pero lo único que obtuvo fue una tarjeta rota.

      Solo pensaba en entrar. Quería tomar algo del refrigerador —un zumo, una cerveza o inclusive agua— y recostarse sobre la cama. Podría encender la pequeña tele y ver la programación de domingo, pero sin Liga. Dejarse caer sobre el colchón mullido a pesar de tener que soportar los humores viejos y retorcidos de Antonio y Helena y adormecerse con el sonido vacío de los anuncios de refrescos, compresas o algún coche que nunca tendría.

      Decidido y cansado, tomó un pequeño impulso y descargó su cuerpo sobre la puerta con la fuerza suficiente para romper la cerradura y dejarla abierta de par en par.

      —¡Hostia, gilipollas! ¿Que no vas a dejarnos en paz? ¿Quieres que llame a la policía? —gritó el vecino del piso de arriba interrumpiendo ese pequeño momento de júbilo.

      Movido por una rabia ciega, en apenas dos zancadas, Javi alcanzó el rellano del piso de arriba y se encontró con el dueño de la voz que lo increpaba. Sin mediar palabra, le asestó un golpe tan bien dado que un único ruido fuerte y seco terminó por callar el edificio. El hombre trastabilló y soltó el suplemento deportivo que intentaba leer.

      —Si me vuelves a decir algo, subnormal, te rompo la cara otra vez.

      Con un pírrica satisfacción en el rostro, bajó y entró al piso de Helena pensando únicamente en alcanzar la cama. Por un instante miró hacia el refrigerador y deseó algo más frío que le calmara la resaca.

      No era tanto la sed como la falta de cigarrillos lo que le molestaba. Empezó a rebuscar entre algunos cajones y encontró un Ducados viejo y amarillo que Walter habría olvidado. Lo encendió como si fuera un trofeo digno de exhibirse y se dejó caer sobre el colchón viejo que escupió un tufo a sexo que le entró por la nariz con fastidio. También había un aroma tenue de sangre fresca, a mujer muerta y a tristeza asesinada. Pero Javi, era de esperarse, no lo sintió.

      Recostado sobre la cama, encendió la tele para sentirse acompañado mientras miraba las manchas de humedad y suciedad pegadas al techo. Poco a poco se adormeció, en posición de ronquido, pensando en una tortilla de patatas, un zumo de naranja y la piel de Helena sobre la suya.

      Cuando despertó, se sintió desorientado. Se restregó los ojos y quiso saber la hora pero no insistió: no tenía ningún reloj cerca. El Ducados se había apagado en el cenicero y por poco hubiese podido ocasionar un incendio de haber caído sobre la cama.

      Se sentó, tosió y pasó una de sus manos sobre el poco pelo que le quedaba. Estuvo así un buen rato, pensando qué hacer y cuánto habría dormido, con la mirada perdida en el vacío. Le habría gustado despertar y ver a Helena allí.

      Con el sabor amargo y reseco del tabaco atravesado en la garganta, se levantó de la cama y caminó hacia el refrigerador con paso ingenuo.

      Solo quería una cerveza, nada más. Como un cordero inocente, se acercó, estiró el brazo y agarró la manija del refrigerador con la mente aún desubicada por el sueño diurno. Al abrirlo, se topó con un cuadro que no supo entender.

      —Pero, ¿qué coños le ha pasado a Helena que se ha comprado toda la carne de Madrid? —dijo en voz alta repitiendo lo primero que la estupidez le sugirió.

      Empezó a revisar entre algunas verduras y frutas lo que guardaba en realidad el refrigerador y descubrió los trozos del cadáver entre puerros y tomates. Ya no necesitó abrir el congelador para encontrar lo demás.

      Ahí estaba todo, completo, pero desmontado. Javi palideció y sintió unas ganas enormes de vomitar. Corrió hacia el baño pero solo escupió el sabor del Ducados dentro de su estómago vacío. Regresó a la cama y se tomó la cabeza con las dos manos.

      No pensaba en nada. Tenía la mente tan en blanco que sin saber bien porqué, se levantó y salió presuroso del apartamento; apenas pudo recostar la puerta, pues la cerradura estaba rota. Para entonces ya se había arrepentido de haber entrado.

      Regresó a la calle con la triste seguridad de que no tenía a quién recurrir y que la única a quien quería ver no iría a ningún lugar a menos que alguien encontrara el manual de instrucciones apropiado para armarla de nuevo.

      Sobre la calle del Pez tampoco había mucha gente. Con la mente hecha un ovillo de callejones sin salida, caminó sin rumbo lo más rápido que pudo y terminó en el Rastro mirando abrigos para ese otoño que se anticipaba bastante mal.

      Ese día, el mercadillo de ropa usada y trastos viejos estaba repleto y Javi apenas se dejaba llevar por la muchedumbre que se movía de un lado a otro.

      Ajeno a la realidad que lo había atacado de golpe, terminó por regatear un abrigo de segunda mano que igual no pensaba comprar. Nunca compraba nada. Solía decir que todo estaba muy caro y que por ese dinero conseguiría algo mejor, pero la verdad es que nunca tenía el dinero suficiente.

      Cuando salió del Rastro, de regreso al frío que llegaba con la tarde, fue incapaz de calcular cuánto tiempo había pasado.

      —¡Me cago en la puta! —dijo, cruzando los brazos mientras trataba de calentarse un poco de camino hacia la Gran Vía.

      Las bombillas del pequeño Broadway madrileño se encendían cuando Javi volvió a pensar en Helena. En ese momento el corazón se le apretó y sintió un dolor de rabia verdadera. ¿Cómo podía imaginar que lo que le había dicho la noche anterior era cierto? ¿Acaso no estaba demasiado borracha?

      Sintió ganas de llorar como un niño desamparado bajo su figura medio calva, medio vieja y completamente solitaria.

      Como era su costumbre no sabía qué hacer. Y como era muy normal en él, tomó la decisión más estúpida de todas —o la más sabia—: se metió las manos en los bolsillos y sacó un billete muy arrugado que extendió a una mujer entrada en carnes que estaba tras el cristal de la taquilla.

      Compró una entrada para ver a Meg Ryan, la mujer de sus sueños. La única que siempre tenía preparada una sonrisa exclusiva para él del tamaño de una pantalla de cine, bajo esos ojos azules en los que cualquier mortal bajo el Olimpo de Hollywood podría vivir para siempre. Eso era todo lo que necesitaba: una sonrisa de pésame y el cambio suficiente para comprar unos cigarrillos después de la película.

      Al encenderse las luces, el sollozo contenido de Javi se mezcló con un odio repentino hacia Alabama. En su vida había estado más solo y abandonado.

      A la salida, compró un paquete de Fortuna e inmediatamente encendió un cigarrillo. Lo fumó con ganas, sin querer dejarle nada al aire. Ya no tenía nada más en los bolsillos, salvo una simple moneda. Solo una, nada más.

      La miró con la misma tristeza con la que fumaba el Fortuna. La tomó entre sus dedos duros y amarillos y la dejó caer por la ranura del aparato. Apretando los dientes, marcó un número que, de todas formas, era gratuito.

      Cuando escuchó la voz carrasposa de lo que parecía ser un hombre mayor al otro lado de la línea, se derrumbó.

      —¿Hola? ¿Policía? Todo ha terminado. ¡Me cago en Dios!

      Dos

      Walter Alabama y Helena Bastidas estaban en un café de Chueca llamado Acuarela. Él esperaba un café irlandés bien cargado y ella un capuchino simple. Era una tarde de los últimos días de verano y los primeros de un otoño que se había adelantado con una brisa que calmaba con la noche los rigores del calor.

      Con los dedos entrelazados sobre una pequeña mesa junto a la ventana, parecían reproducir un cuadro romántico. Él, tan desaliñado como siempre, vestía una camiseta azul y unos pantalones vaqueros que terminaban la semana con estoica suciedad, mientras ella lucía un faldón largo pero fresco para esa época del año y una camisa bordada corta que se recostaba sobre sus pechos pequeños y firmes y dejaba entrever sus brazos delgados. Tenía el pelo crespo recogido, pero aún así un mechón