Juan Carlos Gozzer

Animales disecados


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y los ladrones ocasionales que desaparecían corriendo por entre coches que se detenían con la señal verde y avanzaban cuando el semáforo estaba en rojo.

      De la felicidad del recuerdo, Helena pasó a la tristeza desoladora de la distancia y sintió un deseo inmenso de llorar y soltar de una vez por todas esas lágrimas de rabia que es el llanto de los que salen corriendo, de los que tienen que huir, de los amenazados y de los que no tienen mucho pero lo suficiente para ser espantados de la ciudad que los parió.

      Se mordió los labios y se enfrentó a ese recuerdo que había prometido olvidar. En él, un teléfono timbraba una, dos y tres veces en medio de la madrugada.

      —¿Aló?

      —¿Helena Bastidas?

      —Sí.

      Y luego aparecía un silencio momentáneo.

      —Sabemos dónde vive, perra hijueputa. Tenemos su teléfono, la vimos salir del cine hoy. No es su culpa, pero su familia nos debe un impuesto y si no nos cumple, usted va a pagar de la forma que más les duela.

      La voz aún podía retumbar en su cabeza de manera tan clara como el nuevo silencio que le siguió y su respiración agitada.

      El corazón de Helena se detuvo al filo de la madrugada para no reemprender su marcha muchas horas después en Madrid.

      Las lágrimas se le escaparon entonces de los ojos como lo hacían sobre el Paseo de la Castellana mientras caminaba sin rumbo fijo.

      Se quedó mirando el teléfono como si este pudiera ofrecerle una respuesta alternativa. No tuvo tiempo de culpar a nadie ni de lamentarse. Apenas pudo guardar su dignidad en el cajón de la mesilla y escapar del primer embiste que había recibido del destino.

      Huyó como ya lo habían hecho muchos: con un par de llamadas, una lágrima, un tiquete sin despedidas y sin amigos para no comprometer a nadie; acompañada únicamente por el llamado para abordar el vuelo de Iberia con destino a Madrid, puerta de embarque número seis.

      Le dio un último sorbo al café del aeropuerto con el terror sobre los hombros, las maletas a medio hacer, un pañuelo en la mano derecha y un cigarrillo en la izquierda a punto de esfumarse con su vida bogotana.

      Intentando no escuchar el sonido de la raíz al desprenderse de la tierra, puso su pasaporte sobre el mostrador y miró al funcionario a los ojos. El hombre impulsó su lúgubre sello y lo estrelló contra la hoja virgen. Hasta nunca, se dijo a sí misma antes de embarcar.

      Así salió Helena de Bogotá y así se quedó sin tiempo ni ganas de caminar por la carrera séptima. Dejó atrás todo lo que no pudo llevarse y que era lo que más extrañaba. Mientras ajustaba su reloj tras diez horas de viaje, reconoció que había cambiado la muerte por seis horas de su vida sin vivir. El cambio de horario era un cambio de vida.

      Se secó las lágrimas y la brisa piadosa de la noche madrileña le acarició el cuello trayéndola de regreso.

      Sin darse cuenta, había llegado a la plaza de Colón y se detuvo junto a la fuente que cubre el centro cultural Villa de Madrid para que el agua le salpicara la piel con fuerza. Desde allí alcanzó a distinguir una escultura de Botero, Mujer con espejo, en el cruce de la calle Génova. La misma frente a la cual Antonio Misas habría de fotografiarse.

      La vio de lejos, sin sentimentalismo alguno. Sin eso que sienten los colombianos cada vez que se encuentran con esa escultura y la piel se les eriza; y se creen más colombianos que nunca.

      Se preguntó si valía la pena arriesgar lo poco que tenía regresando allí aunque fuera por un par de días; después de tanto esfuerzo por olvidar o al menos intentar hacerlo.

      Helena Bastidas aterrizó en Barajas e igual podría estar haciéndolo en Estrasburgo, Moscú, o en Tokio. No conocía a nadie y tampoco sabía hasta ese momento lo que significaba ser sudaca. Solo creía que todo iba a estar bien.

      Al principio se instaló en las residencias estudiantiles del Colegio Mayor de la Complutense, junto a otras colombianas que no escapaban de nada ni de nadie, salvo de algún amor persistente o de la protección de sus madres.

      Ninguna venía huyendo de la muerte como Helena ni lloraba de rabia como ella. Ninguna se indignaba como ella al ver a los latinoamericanos, marroquíes y españoles que se colaban en el metro sin pagar o que robaban en el Seven Eleven. Le molestaba ser confundida con ellos y ser tratada con desprecio o como sudaca. Y todo gracias a los mismos que la sacaron de su casa.

      Además, en la residencia le exigían, en las celebraciones del veinte de julio, que llevara un traje típico colombiano y que organizara eventos culturales junto a sus compañeras para exaltar la patria que la parió y que le dio una patadita en el culo sin el menor reparo.

      “A tomar por culo”, es la primera expresión madrileña que aprendió a decir.

      Cansada de arrastrar con esa pesada losa, Helena decidió entonces no ser más sudaca y aceptar su expulsión. Negaría su casa así como su casa le había negado el derecho a existir.

      Helena Bastidas, la colombiana que llegó huyendo de una amenaza a Barajas, se esforzó por olvidar su acento colombiano y empezó a dejarse llevar por el sonido de la ce y la ese española, por el dequeísmo y el subir arriba y bajar abajo.

      Aprendió a hablar como madrileña con el mismo acento con el que pedía una cerveza en un café cercano a la plaza de Colón.

      Sentada frente al monumento a Cristóbal Colón y viendo la gente pasar sin prisa, pensaba en los días pasados que Walter no conocía. Aunque ella desde un principio le dijo que era colombiana —haciéndole entender lo que eso significaba—, él le hizo poco caso.

      —El lugar de nacimiento es una simple coincidencia —respondió entonces Alabama—, siempre es una mala jugada del azar, como una equivocación.

      Pero para Helena no era así. Se convirtió en madrileña por puro odio. Un odio que no se le veía por ningún lado porque lo mantenía escondido en su forma de respirar tan madrileña.

      Hizo algunos amigos, dejó pasar el tiempo y jugó con el dinero que le llegaba de Colombia. Ninguna llamada y cartas cada vez más escasas.

      Le dio un sorbo a la cerveza que refrescó de inmediato su garganta seca. Suspiró y recordó el día en el que se juró a sí misma que nunca regresaría a Colombia y que sería, de ese momento en adelante, simplemente una viajera.

      Abandonó la residencia de estudiantes y se refugió en un pequeño piso de Lavapiés, un lugar en el que de vez en cuando se dejaba ser bogotana, rodeada de gente tan viajera e inmigrante como ella.

      Desde entonces, no había vuelto a pensar en Colombia o en los vuelos que salían hacia Bogotá hasta que Walter Alabama se lo propuso en el café Acuarela. En ese momento se dio cuenta del tiempo que había pasado y de la cantidad de tierra que había echado sobre el pasado. Quizás la rabia estaba aplacada y, con un poco de esfuerzo, podría ser una turista en su casa e intentar algo que se pareciera, remotamente, al perdón.

      —Gringo de mierda —se lamentó en voz alta antes de beber de un solo trago la cerveza que le quedaba en el vaso.

      Cinco

      Torrisi se levantó de golpe, jadeante y sudoroso. Había soñado con Giovanni Falcone y Paolo Borsellino mientras volaban por los aires en la Autoestrada 29 que él conocía bien. En el sueño, los dos jueces viajaban en el mismo coche, pasaban delante suyo y sonrientes le hacían una señal de adiós con la mano, y no la terminaban de bajar cuando la explosión hizo despertar a Torrisi.

      Era un sueño recurrente. El italiano se pasó la mano por la cabeza y miró el reloj en la pared. Tres y media de la madrugada. Se levantó de la cama, sirvió un poco de grappa que le quedaba en el fondo de una botella vieja y encendió un Chesterfield mientras empujaba al suelo la ropa que tenía sobre la única silla que adornaba el piso semivacío que le habían asignado a los pocos días de llegar a Madrid.

      Había estado allí.