Juan Carlos Gozzer

Animales disecados


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cosas más allá de su propia autocompasión y su tristeza de ecos y abismos. Vivía con un mal humor crónico amparado en el silencio ajeno de los camareros, esos eternos oyentes que nunca tienen nada que contar. Su figura delataba una vida sedentaria de barra de bar: un cuerpo subutilizado que sobrepasaba los treinta años, que acumulaba cebada de cerveza mezclada con la grasa propia de las frustraciones y objetos que se olvidan en algún lugar del paso de los años.

      Tampoco tenía familia conocida. Tal vez un par de amigos que mencionó alguna vez. Y a Helena, claro, a quien conoció en La Soledad hacía casi un año. A la que amaba en silencio entre celos y odios. Todo por esos mechones de pelo rizado que le rozaban los hombros y por esa forma de pararse sobre la barra a bailarle todos los tristes discos que ambientaban las noches de La Soledad. Por sus ridículas fantasías de viajes y sus películas a medio comenzar y sin terminar.

      Cuando Helena apareció por primera vez en el bar, le dirigió un mirada austera y le dijo que si eso era La Soledad, era poco lo que ella podía esperar de la vida o incluso del amor.

      —El amor, Javi, es la continua huida de la soledad. Por ende, es algo que siempre te será esquivo —le dijo al cabo de algunas copas.

      ¿Y ella qué diablos podría saber si lo acaba de conocer? El nombre del bar no lo había puesto él, sino un tipo conocido como Walter Alabama, un gringo que Javi conoció cuando trabajaba en El Imperfecto.

      Alabama, quien aseguraba haber estudiado Letras en Berkeley y hablaba en español con bastante dignidad, llegó a España huyendo en silencio de las preguntas que se acumulaban en San Francisco y a las que no quería dar respuesta.

      Según Javi, Walter se había largado a Madrid a gastarse sus últimos muchos dólares en los bares en los que nunca estuvo Hemingway. Por eso llegó a ese pequeño local junto a la Plaza Mayor a beber mojitos a quince mil kilómetros de distancia de La Habana, y a contarle a Javi la absurda historia de sus padres en San Francisco y las falsas razones de su viaje. Viaje que de repente parecía dejar de serlo, pues el gringo se había quedado estancado en Madrid sumido en la rutina inquebrantable de los discos continuos de El Imperfecto.

      Y a ese ritmo era de esperarse que alguien como Alabama se percatara, tarde o temprano, de que todo comenzaba a ser tan igual como siempre lo había sido. Ese ciclo soporífero al que Javi era totalmente indiferente.

      Una tarde de comienzos de septiembre, cuando el cansancio del verano ya hacía mella en el cuerpo, Walter llegó a El Imperfecto y le propuso a Javi que abrieran su propio bar para gastar así sus últimos dólares. A Javi la idea no le pareció mala, igual, no era su dinero. Aun así, Walter Alabama le dijo que fueran socios y así se fueron, sin saber muy bien porqué, a meterse de lleno en La Soledad.

      Fue más o menos por aquella época cuando apareció Helena. El bar estaba recién inaugurado y los clientes era escasos. Pero a ella ese nombre la atraía como si fuera un poderoso imán. Quizás porque le recordaba un poco a sí misma y a la vida que, en la lotería del destino, le había tocado vivir. O, tal vez, simplemente le hacía recordar algún rincón de su Bogotá de olvidos.

      Helena Bastidas cruzó el umbral de la puerta con paso decidido y miró a los dos hombres que fumaban mientras tomaban un café junto a la barra. Ambos se callaron y le devolvieron la mirada de manera impertinente. Ella se sentó, ordenó un café con leche y ahí comenzó la historia que Javi habría de recordar con cierto cariño, junto a Italo Torrisi y su ayudante Arcas, frente a una botella de grappa Nardini cuando todo terminó. Esa tarde, fuera de La Soledad, caía una insólita llovizna que parecía baba cayendo del cielo bajo la tristísima voz de Jhonny Hartman.

      En poco tiempo, pasó lo que debía pasar y que resultaba lógico desde ese primer encuentro. Helena creyó enamorarse de Walter Alabama, de sus historias en San Francisco y de toda esa artimaña de galanes baratos pero inevitablemente atractivos y viajados por el mundo. Alabama descubrió que Helena podría ser ese bálsamo temporal a sus heridas mientras, Javi, en medio de ese intento colectivo de felicidad, descubrió que su humor comenzaba a hacerse añicos tras la barra de La Soledad.

      Javi dio un último sorbo al café ya frío y endulzado con whishy que le quedaba en la taza, mientras el sol de ese domingo de otoño que entraba a través de los cristales de las ventanas barría con todo lo que encontraba a su paso.

      Sonrió. Un poco nada más. Solo y casi a escondidas, mostró sus dientes amarillentos y desordenados. Una sonrisa escasa, pero suficiente para darse cuenta de que lo hacía por Alabama y por Helena. Por Helena siempre, por todo lo que la amaba en silencio y porque no había tenido el valor o la oportunidad de protegerla.

      Dejó la taza vacía sobre la barra, cerró todo con un afán extraño y salió a la calle. Una brisa fría le corrió por las mejillas sin afeitar. Ese aire nuevo de ciudad vieja le inundó los pulmones y se sintió bien, extrañamente bien, para un domingo y para esa resaca de tristezas y soledades a la que estaba tan acostumbrado.

      Remontó la calle del Pez hacia el piso de Helena. Si ya Antonio se había marchado, era posible que pudieran hacer algo juntos. Tal vez ir al Rastro, a comprar algo de ropa usada y maloliente. A Javi le hacía falta un buen abrigo para ese otoño que se anticipaba inusitadamente frío. Quizá podrían comer juntos en ese lugarcillo paquistaní y de buen precio que estaba en Lavapiés.

      El dinero escaseaba en sus bolsillos y eso lo molestaba más que nada. Le habría gustado invitar a Helena a un buen sitio. No estaría mal ducharse, vestirse de una manera un poco más digna y sentirse una persona normal, pensó.

      Encontró el portal del edificio de Helena entreabierto y mientras subía por las escaleras estrechas y empinadas, se palpó los bolsillos y comprobó que se le habían acabado los cigarrillos. Maldijo entre sus dientes amarillos y desordenados la mala suerte que solía acompañarle. Resignado, se detuvo frente a la puerta del piso de Helena, el 3ºC, y tocó el timbre una, dos y tres veces sin obtener respuesta alguna.

      Se sentó sobre uno de los peldaños de las escaleras a esperar como si fuera un perro fiel, mientras pensaba a dónde se habría ido Helena a esa hora de la mañana.

      Quizás había salido a comprar algo para el desayuno, se mintió. Una vez más dejó entrever sus dientes amarillentos y desordenados al imaginarse una tortilla recién hecha y un buen zumo de naranja. Tal vez traería El País bajo el brazo y ambos se tumbarían sobre la cama a leerlo y, como los gatos, aprovecharían los tímidos rayos de sol de ese otoño de exilio.

      El golpe seco del portal reavivó sus esperanzas. Sintió una respiración cansada y el chirrido de la madera de los peldaños de la escalera. Escuchó también el ruido plástico de una bolsa que Helena traería en sus manos.

      Pero no era Helena, sino el vecino del cuarto o quinto piso que siguió con pan, leche y huevos en una bolsa de plástico blanca, sin siquiera mirarlo o saludarlo o verle esa cara de hambre y de rabia.

      Preso de los nervios, golpeó la puerta con el puño bien cerrado, lo suficientemente fuerte para que se oyera en todo el edificio. Alguien en el piso de arriba se asomó con una evidente mueca de disgusto.

      —¡Joder, que no ves que no hay nadie, deja de hacer ruido, gilipollas! —le gritó.

      Con la rabia y el hambre arañándole el estómago, Javi habría podido subir y darle un par de golpes al vecino entrometido que seguramente tendría su estómago lleno, el sabor a café en la punta de la lengua y el suplemento deportivo de El País esperándole en el sillón.

      —¡Que te den! —le respondió antes de darse por vencido.

      Bajó resignado y se detuvo un instante en el portal del edificio. Maldijo una vez más y se cagó en mil cosas. Miró hacia ambos extremos de la calle y no encontró ni un rastro de Helena. No supo qué hacer. No tenía a dónde ir. Solo sentía los embistes del hambre en la boca del estómago, resequedad en los labios y rabia por todas partes.

      —¡A la mierda! —dijo—. He de entrar aunque tenga que tumbar la puñetera puerta.

      Envalentonado por una decisión que creyó ser la más acertada, subió de nuevo por la escalera, pisando fuerte y deseando encontrarse