F. Xavier Hernàndez Cardona

La guerra de Catón


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los legionarios, echando maldiciones, desmontaron las tiendas para empezar a embarcar. Los centuriones no paraban de gritar. Los sacerdotes, popes y augures ofrecían sacrificios en improvisadas aras. Cada una de las grandes naves alojó un manípulo. Cada contubernio cargó con su tienda y con un mínimo de alimentos, y cada legionario con su equipo personal. La caballería, los asnos y demás bagajes, así como las cargas de grano y vino, se embarcaron en un segundo convoy formado por naves menores.

      Los barcos, cargados hasta las amuras, salieron del puerto remolcados por chalupas y por la acción de los remos. La brisa de levante facilitó la orientación de las velas para navegar hacia el norte. El quinquerreme de Catón encabezaba la marcha. Al atardecer llegaron a Genua. Las naves anclaron, pero no se permitió bajar a tierra. Al día siguiente, nonas de maius, continuó el viaje. Ahora lucía un Sol espléndido. Los legionarios, por estricto orden desplegaron las tiendas sobre las cubiertas para que se secaran. El viento dominante giraba a norte pero los Alpes Marítimos y las montañas costeras protegían el convoy. Al menor indicio de temporal las naves pondrían rumbo a tierra, hacia el puerto o playa más cercanos, en ningún caso se correría el riesgo de perder tropas en un naufragio.

      Por la noche fondearon frente a Portus Mauricio y continuaron al día siguiente, hasta alcanzar Nikala, la tarde del día VIII antes de los idus de maius. Se permitió a las tropas bajar a la playa para hacer un poco de ejercicio físico, y se tomaron las provisiones preparadas por los servicios logísticos. Zarparon de madrugada el día VII antes de los idus de maius, pero la falta de viento ralentizó la navegación, tardaron dos jornadas hasta llegar al cabo de Olbia.

      Al día siguiente, V antes de los idus de maius, continuaron hasta alcanzar Masalia. Por la noche, las cuarenta naves flanquearon la bocana del puerto y desfilaron delante de la fachada marítima de la ciudad. Cientos de ciudadanos bajaron hasta el puerto para ver el espectáculo. La flota pasó frente al arsenal y ganó el extremo interior, el Cuerno del Puerto.

      Se permitió que la tropa desembarcara y acampara extramuros, frente a la puerta que daba al Cuerno. Agrimensores y agentes romanos se habían adelantado y habían estudiado el terreno de acampada. En poco tiempo se marcaron calles, improvisaron letrinas y repartieron víveres. Los legionarios bajaron desarmados, y una potente guardia mixta de masaliotas y romanos impidió que entraran en la ciudad. Catón desembarcó con sus legados, y se encaminó al ágora para rendir honores a los magistrados de la ciudad. Pidió permiso para que sus hombres pudieran permanecer dos noches en tierra firme y renovó los compromisos de alianza entre Masalia y Roma. Acordaron bloquear el puerto hasta dos días después de la partida del convoy, de esta manera nadie podría delatar el tránsito de la flota. Pero Catón sabía que era una medida inútil, había barcos anclados fuera del recinto portuario, en las Bocas del Rodanus, por otra parte seguro que alguien habría detectado su salida de Luna y habría partido a toda prisa para dar la alarma. Con todo, el aviso sería muy ajustado, los íberos tardarían aún semanas en movilizarse.

      Masalia y costa sordona. La flota de Catón se acerca a Hispania. Del día V antes de los idus de maius al día XVII antes de las kalendas de junius (del 11 al 16 de mayo del 195 a. C.).

      Lucio pudo pasear por las calles de Masalia, cenó nuevamente, y por capricho, en el Tridente de Poseidón. Allí había comenzado su última misión, la que le había llevado a los brazos de Friné. La voluminosa matrona propietaria del hostal lo reconoció al instante y se deshizo en abrazos y besos.

      ─ Mi pequeño romano, veo que ya estás aquí de nuevo. Haces bien, nada como Masalia, la mejor ciudad del mundo... y pienso alimentarte de manera muy especial.

      ─ Muchas gracias señora. Por cierto, aquel tipo que me recomendó para hacer la travesía hacia Emporion..., un tal Tirval, resultó ser un criminal. Mató a mis criados e intentó acabar conmigo. Debe tener cuidado con sus amigos, pueden ser peligrosos.

      ─ ¡Cómo lo siento, romano!, mi intención fue buena y hace tiempo que no veo a ese Tirval... Ahora disfruta de la hospitalidad de mi establecimiento.

      Lucio tomó vino caliente con especias, jugó varias partidas de dados contra un capitán de Chipre, un comerciante celta reciclado y un tratante de ganado ligur. En las apuestas perdió 52 ases... demasiadas monedas. Aquella ciudad de tahúres y busconas era peligrosa. Demasiado vicio y demasiados placeres...

      Al día siguiente se dirigió a la zona portuaria de intramuros. El ambiente de Masalia le encantaba. Era una ciudad viva. Docenas de barcos se apiñaban contra la dársena que daba a las escalinatas que conducían al casco urbano. Cargaban y descargaban de forma febril. Las calles adyacentes al puerto, reconvertidas en mercados, más parecían las de una ciudad púnica que las de una helenística. Los aromas de perfumes y comida se mezclaban con los olores más malolientes de orines y restos fecales. Esclavos y mozos de cuerda transportaban ánforas. Colgaban el recipiente de una percha con un portante en cada extremo y circulaban a toda velocidad haciendo sonar una campanilla que les ayudaba a abrirse paso. Otros trabajadores y esclavos llevaban los más diversos fardos a la espalda. Algunos se protegían de la lluvia con sagum, otros con lonas rematadas con caperuzas. Los callejones, talleres y almacenes eran un hervidero de actividad. Lucio deambulaba sin saber qué buscar. Intuía que había una importante red de ojos al servicio de los íberos y, en definitiva, de Aníbal. Pero tenía que haber algún cerebro que organizara el conjunto y que dominara las redes de transmisión. Recordó que en el barrio del astillero estaba La Luna Creciente, un local frecuentado por marineros púnicos. Decidió dar un vistazo.

      La puerta estaba vigilada. Lucio se dispuso a entrar pero el portero lo detuvo y lo interpeló.

      ─ ¡Que Tanit sea contigo, larga vida a Cartago!

      Lucio miró a los ojos del individuo, que parecía esperar una respuesta que él no sabía. Bajando la mirada trató de pensar, fue entonces cuando vio que el portero llevaba una cadena de plata de la que colgaba una mano de Tanit. Seguro que era la señal de la secta de Tanit. El guarda, tranquilo, repitió la pregunta.

      ─ ¡Que Tanit sea contigo, larga vida a Cartago!

      ─ ¡Larga vida, larga vida! ─intentó responder Lucio hablando un perfecto fenicio con acento africano─. Soy amigo de Tirval el ebusitano... he quedado con él, tenemos pendiente un negocio de perfumes...

      ─ ¿Tirval? Hace tiempo que no lo veo... ¿Cuál es tu nombre y a qué tripulación perteneces?

      ─ Soy Lukhatal de Melito, mi barco está fuera del puerto, los romanos han cerrado los accesos... y he tenido que venir a pie.

      ─ Está bien, puedes tomar un vino y esperar dentro...

      En el local había bastante gente y las chicas eran muy bonitas, con unos ojos repintados al estilo egipcio. El ambiente, mal iluminado, estaba muy cargado por el humo de pebeteros y lucernarios. Los comerciantes murmuraban... la presencia de los romanos era el único tema de conversación... Algunos de los presentes llevaban la cadena de plata y la consiguiente mano de Tanit, y entraban o salían raudos del establecimiento. Lucio se sentó con una jarra de vino, y en máximo estado de alerta, aquel lugar era sin duda el centro del espionaje púnico y sede de la Mano Negra de Tanit, el brazo armado de los comerciantes cartagineses, es decir, de Aníbal. De repente, un objeto en movimiento cayó sobre la mesa sobresaltando a Lucio. Era un mono que, de manera violenta, comenzó a gritar y a tirarle la túnica, era como si lo hubiese reconocido.

      ─ ¡Por Cástor y Pólux! Es el macaco de Creonte... con el maldito gorro frigio.

      No podía dar crédito a lo que veía, era la mascota de uno de sus amigos emporitanos. ¿Y qué hacía su amigo en aquel nido de espías? Lucio apartó el bicho de un empujón y se levantó rápido, tenía que marchar antes de que llegara el dueño. En el pasillo que daba al patio intuyó una figura de grandes dimensiones: era Creonte sin duda... El mono se aferró a la espalda de Lucio pero éste avanzó decidido hasta la entrada. El portero intentó detenerlo pero Lucio, sin parar, le propinó un puñetazo en el estómago y lo derribó. El mono se replegó de un salto y volvió a entrar en el local. Lucio se perdió rápidamente por las callejuelas de los alrededores... había recibido un