a marcharse.
–Lo malo, Eric, es que sí que la tiene.
Creo que fue la primera vez que discutimos de verdad. Y eso que todavía no podíamos siquiera intuir todo lo que iba ocurrir después. La pesadilla que iba a venir después...
Hugo me pide que me calle.
–¿Sabes que te juegas tu continuidad en la serie? –coge de nuevo las llaves y las agita con furia frente a mi cara, como si, ahora que ya ha se ha aburrido de golpear con ellas sobre la mesa, estuviera a punto de tirármelas–. ¿Eso lo entiendes?
Asiento y, a pesar de que posiblemente esté viviendo una de las peores noches de toda mi vida, casi tengo que contener una carcajada amarga ante la paradoja que supondría para el público la noticia de que en Ángeles haya un actor que acaba de quitarle la vida a alguien.
Alguien cuya identidad aún no le he confesado a nadie y cuyo nombre hará que Hugo pierda, definitivamente, los nervios.
–Con lo que me tuve que esforzar para que te cogieran. Como si no fueras ya bastante especialito, joder...
El subtexto de su «especialito», con ese diminutivo innecesario, me resulta nauseabundo. Pero no me siento capaz de replicarle. Quizá porque estoy en territorio enemigo. O porque esta noche no soy dueño de lo que sucede a mi alrededor. O porque no me importa nada de lo que alguien como él, en este momento de mi vida, pueda decirme.
Podría contestarle que me cogieron porque valgo.
Porque soy bueno.
Porque cuando mi padre dio ese portazo no se dio cuenta de que dejaba atrás a un chico que merecía mucho la pena.
Un chico que consiguió superar aquel estúpido 3.º de ESO a pesar del primer ingreso.
Que logró el título en 4.º a pesar del segundo.
Que acabó el Bachillerato aunque intentaran llenarle la cabeza de datos que no le importaban, mientras el alma se le vaciaba de sueños que solo la interpretación le permitía hacer reales.
Y esa certeza, la de que Ángeles no es solo una carambola, sino el inicio de un camino que le da sentido a los años que he dejado atrás, es la que me hace seguir callado mientras Hugo me grita.
Me reprende.
Me amenaza.
Algo en mí se arrepiente de estar a punto de perder esa oportunidad que me ha dado la vida y que no creo tener «por ser especialito», aunque a mi representante se le caliente la boca y sus prejuicios, esos que disimula solo porque le soy rentable, le hagan pensar que sí.
–¿Sabes lo que habría pasado si no te saco de ahí y te dejo que sigas hablando con el poli ese? ¿Lo sabes?
Niego con la cabeza.
No lo sé, pero puedo imaginármelo.
Unas esposas.
Un juez de guardia.
Un calabozo.
Una llamada a casa.
–Mamá...
Y ella levantándose de la cama y corriendo hasta aquí mientras se pregunta en qué momento comenzó a pudrirse todo.
–¿Quién te ha avisado, Hugo?
–En cuanto han metido tu nombre en ese ordenador ha saltado el mío. ¿Te crees que eres el primer actor que me da problemas? Hace tiempo que no contrato a nadie sin asegurarme de que voy a saberlo todo sobre él: dónde duerme, dónde come y, si hace falta, hasta dónde mea.
Cuando se enfada tiende a ser ordinario. Procaz. Es uno de los adjetivos que, cuando hice aquellos test, sorprendieron a la doctora García y que aún hoy uso a menudo cuando alguien dice algo que no me gusta. Aunque no venga a cuento. Hay palabras que empleo solo porque descolocan a quienes nos escuchan. Y «procaz» es una de ellas.
Lo que Hugo no me dice es que seguramente conozca a alguien que, a su vez, conoce a alguien que conoce a otro alguien más. Que tiene gente que le avisa si surge algo grave porque cuenta con los contactos oportunos o, quién sabe, hasta con los sobres necesarios.
Está claro que le han pasado el soplo desde esta comisaría y, como él dice, quizá no sea la primera vez. Aunque puede que los escándalos anteriores resultaran más simples. Una pelea en un garito. O una situación incómoda en una gira. Pero nada que ver con esto. Nada que ver con alguien que lucha por su vida, que tal vez haya muerto ya en algún hospital de esta ciudad.
Nuevo golpe con las llaves sobre la mesa.
–No sé cómo, pero esto lo vamos a solucionar –la respiración agitada de Hugo niega la serenidad que se esfuerza por infundir a sus palabras–. Vamos a salir de aquí como si no hubiera sucedido nada, Eric. Tienes mi palabra.
Marca un número en su móvil y avisa a alguien para que se presente aquí de inmediato.
–Enseguida viene.
Ni siquiera pregunto de quién se trata. Tengo la sensación de que no importa que lo haga o que deje de hacerlo. Esta noche he dejado de ser dueño de cuanto sucede a mi alrededor.
Se abre la puerta: es el oficial más joven (¿será él quien le ha dado el soplo?). De su gesto, más adusto que cuando he llegado, deduzco que no trae buenas noticias.
–Acaban de confirmárnoslo.
No lo digas.
Por favor.
No digas que ha muerto.
–Según los datos que nos han dado los servicios de Urgencias, podría ser la persona de quien nos ibas a hablar antes, Eric.
Sé que vas a hacerlo, pero no lo digas.
No quiero que lo digas.
–Han llamado desde el hospital.
Intento no escuchar.
Cierro los ojos, como si eso impidiera que sus palabras llegaran hasta mí.
Aún no estoy preparado para asumir que esta pesadilla es real.
–Sigue en estado crítico.
Respiro aliviado.
–Sin embargo, nos han avisado de que el equipo del SAMUR no ha encontrado allí una sola víctima.
–¿Cómo? –Hugo no es capaz de asimilar lo que acabamos de oír.
–Han encontrado dos.
2
LO QUE (SÍ) SUCEDIÓ
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