Nando López

La versión de Eric


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el éxito de Ángeles, y ya te digo yo que pasará, no tenemos ni idea de qué vamos a hacer contigo... De cada serie hay uno, dos o, con mucha suerte, tres actores nuevos que sobreviven, pero el resto caen devorados por sus personajes. En cuanto mueren estos, ellos ya no interesan. ¿O eres tan ingenuo que no te has dado cuenta? Hay miles como tú. Miles con tu edad. Con tu formación. Con tus ganas. Así que o empiezas a diferenciarte del resto o acabarás en el olvido. Lo que estás viviendo ahora mismo es solo una burbuja. Cojonuda, sí, pero una burbuja.

      Por mucho que detestase lo que me estaba diciendo, Hugo tenía razón.

      –¿Lo entiendes, Eric? –en su mirada creí encontrar una preocupación sincera. A veces no sé si soy para él una mercancía o si de verdad hay una conexión emocional entre ambos–. Aunque seas muy joven, deberías comprenderlo.

      Sabía que llevaba razón.

      Pero no estaba dispuesto a dársela.

      «Su obcecación, que se pone de manifiesto a menudo a lo largo de las diferentes sesiones, es otro de los rasgos sobresalientes de su carácter».

      –No voy a diferenciarme de los demás por soltar chorradas.

      –Ayudarías a mucha gente.

      –¿Mintiendo?

      –Solo tienes que contarles que todo pasa.

      Como si eso fuera verdad.

      Como si yo no guardara rencor a quienes decían mi deadname con saña.

      Como si Tania no siguiera teniendo ataques de ansiedad cuando escuchaba el nombre de Cristian. Como si su autoestima no se hubiera quedado agrietada para siempre desde que unos cuantos animales decidieron rompérsela sin más motivo que no ser como todos, porque era demasiado tímida, o demasiado poco delgada, o demasiado pelirroja, o demasiado pecosa, o demasiado ella.

      –Pero es que eso es una mierda –me defendí–. Las cosas pasan o no pasan, Hugo, pero cuando terminan, no se van. Se quedan, puedes estar seguro. La gente que te ha jodido la vida sigue ahí, en tu cabeza. Y los ves riéndose de ti cuando caminas. Cuando avanzas. Hasta cuando maduras. Yo los veo. Antes de un estreno o de una entrevista. Antes de una reunión como la de hoy. Los sigo viendo. Y eso no me ha hecho más fuerte. Ni más creativo. Eso, lo único que ha conseguido es que no sepa cómo quitarme esta maldita inseguridad de encima.

      Hugo, por un segundo, no dijo nada.

      –¿Lo entiendes? –le devolví su pregunta y, de paso, mi incomodidad–. Porque, aunque no seas muy joven, deberías comprenderlo.

      Me miró con una mezcla de desolación (por lo perdido) y de intento de empatía (por lo escuchado).

      –Como quieras... –accedió–. Pero seguimos necesitando un concepto.

      Mi madre, supongo, también necesitaba otro.

      Su propio concepto.

      Y por eso fuimos a la consulta de la doctora García, para confirmar que su hijo no solo era diferente: su hijo era especial.

      Como si la diferencia fuera algo que solo me perteneciera a mí.

      Como si la rareza no fuera el único rasgo que nos une a todos.

      La rareza de la mujer que busca, entre cuerpos de los que solo conserva el perfume, al único hombre del que una vez estuvo enamorada.

      La rareza del tipo que guarda toda su vida en una maleta en una sola tarde.

      La rareza de quien «trata de protegerse, encerrado en su propio mundo interior» (gracias por su diagnóstico, doctora García) porque ha aprendido pronto cuánto daño pueden infligirle las palabras ajenas.

      Aún recuerdo el brillo en la mirada de mi madre cuando recogió aquel informe y agradeció que alguien, por fin, le diera la razón.

      En ese momento, mientras ella sentía que todo era algo más lógico, incluso más sencillo de lo que lo había sido hasta entonces, supe que caía sobre mí una nueva losa.

      Otra etiqueta.

      Mi madre, a su manera, esperaba de mí un don.

      Y aquel informe, del que le hizo llegar a mi padre una copia que ni siquiera sé si llegaría a leer, era la certeza de que el mío sí existía: yo tenía un don.

      Aunque no lo quisiera.

      SÁBADO, 13 DE JULIO

      02:17 a. m.

      –¿Se puede saber qué haces, Eric?

      Hugo acaba de llegar y está desencajado. Da vueltas furioso por la sala en la que nos han permitido que entremos juntos después de que haya irrumpido como una furia en el despacho donde empezaban a tomarme declaración.

      –¿Me quieres contestar de una vez?

      Lanza sus llaves con rabia sobre la mesa en un gesto con el que pretende descargar la violencia que lo invade. Si eso fuera posible, me zarandearía. O incluso me abofetearía. Me trataría como al pelele que a veces siento que quiere que sea y en el que no pienso consentir que me convierta.

      –Deberías buscarte otro repre –me aconsejó Tania cuando los presenté en la fiesta.

      –Este es el mejor.

      –Eso es lo que dice él... Pero tú y yo sabemos que hay muchos más.

      –No puedes juzgar a alguien a quien acabas de conocer.

      –Recuerda que soy muy intuitiva...

      –¿Qué pasa? ¿Que tienes poderes o qué?

      –Igualita que Eleven –y se rio de ese modo tan contagioso con el que logra que yo también lo haga.

      –Hugo fue quien me consiguió el papel.

      Tania negó con la cabeza. La encontraba preciosa aquella noche –en realidad, siempre he pensado que lo es–, a pesar de que hubiera estado a punto de darle plantón solo unos minutos antes porque, según ponía en su wasap, no se veía bien con nada. «No querrás aparecer en tu primer gran evento público con una gorda al lado», añadió. «Lo único que sé», le respondí, «es que no pienso aparecer allí si no voy de la mano de mi mejor amiga».

      –El papel, Eric, lo conseguiste tú –insistió.

      –Pero cuando la productora se enteró de que Hugo era mi repre, se interesaron más. Estas cosas funcionan así: ellos querían a Rex y Hugo los convenció de que si lo contrataban a él, que era el famoso, también tenían que cogerme a mí, aunque fuera un don nadie.

      –Eso es lo que tú te dices, Eric. Te lo repites para no dar el paso y largarte. Pero sabes que podrías estar en otro sitio. En una agencia mejor, una que sí tenga algo que ver contigo. Con lo que eres. Este tío te vendería a cambio de lo que fuera...

      «Con lo que eres».

      Cuando Tania dice cosas así, me descoloca. Debe de ser que tantos años a la defensiva han desarrollado en mí una suspicacia que hace que cualquier alusión a lo que soy, o a cómo soy, abra una pequeña grieta de incertidumbre que ella, por suerte, no tarda en deshacer.

      –¿Y qué soy, Tania?

      Me conoce demasiado bien como para caer en según qué trampas, así que también aquella noche dio con la respuesta correcta. O con la menos mala.

      –Un tío honesto, joder. Eso es lo que tú eres.

      Hugo no le cae bien. Lo decidió en aquella fiesta en la que, en realidad, el único que le gustó aparte de mí fue Rex.

      Ya se habían conocido durante el taller que la productora había propuesto a modo de casting, pero entonces apenas hablaron. Incluso parecía sentarle mal que él y yo, por el hecho de compartir representante, nos hubiésemos acercado.

      La noche de la fiesta, sin embargo, Tania no dejó de