recordar los ejercicios de relajación que he aprendido con Julia. Los mismos que, por otros motivos, me recomendaba Helena.
Ahora necesito serenarme.
Hacer callar el sonido de la ambulancia que sigue dando vueltas en mi cabeza.
Así que me esfuerzo por alejar de mí la imagen de ese cuerpo tendido sobre la calzada.
Sus miembros.
Rígidos.
El charco de sangre.
Creciente.
Y la expresión desencajada.
Siniestra.
Pero cuanto más me empeño en no verlo, con mayor detalle se dibuja todo ello en mi cabeza.
El silencio no piensa concederme ni siquiera un instante, así que cojo fuerzas y elijo las palabras precisas para decir, sin que las sombras me hagan enmudecer, lo que me ha traído hasta aquí.
Un hecho que, de algún modo, siento que abre todas las escenas de mi vida.
Un guion escrito por muchas y muy diferentes manos –las mías, las de quienes se cruzaron en mi camino– durante estos veinte años en que no esperaba que el argumento girase en la dirección en que lo hace esta madrugada.
En un lugar donde no sé si he decidido estar. Donde, por mucho que aún intente negármelo, era imposible que eligiese no estar.
Así que me pregunto cómo voy a lograr que el policía que me mira impaciente al otro lado de la pantalla entienda algo.
Cómo va a comprender quién soy yo. Quién es Tania. Y quién es la persona que yace en el suelo.
Cómo voy a explicarle algo de todo esto sin que sepa cómo fue a los nueve.
A los doce.
A los trece.
Y a los catorce.
Porque las huellas de lo que he sido son las cicatrices que dibujan la persona que soy ahora.
Cada herida que conseguí cerrar, aunque la vida, tenaz en el recuerdo, se esmere en abrirlas de nuevo.
El policía más joven me mira con algo que podría parecerse a la complicidad.
El más veterano, sin embargo, empieza a dar muestras de cansancio.
–¿Tienes algo que denunciar o no, chaval?
–Algo que confesar –matizo.
–Pues tú dirás.
Y abre las palmas de las manos a ambos lados del teclado como si quisiera dejar claro que no piensa perder conmigo ni un solo minuto más.
–Aquí estamos para ayudarte –apostilla el más joven, que quizá tenga un sexto sentido para detectar cuándo alguien necesita ayuda. Cuándo alguien, en este caso yo, está a punto de decir algo que tal vez merezca ser escuchado.
A ellos no se lo cuento.
No les describo esas escenas de todos los años que precedieron a esta madrugada.
Pero esas imágenes sí desfilan, una tras otra, en mi cabeza.
Así que me refugio en el único superpoder que –tenías razón, abuelo– me hace fuerte: mi verdad.
Junto las manos, las agarro con fuerza y, mientras en mi cabeza vuelve a surgir el recuerdo de un niño de nueve años que lleva puesta una camisa azul demasiado grande, al fin les digo lo único que necesito que apunten en su estúpido ordenador.
Lo único que hoy, ahora mismo, de verdad importa.
–Creo que acabo de matar a alguien.
1
LO QUE NO SUCEDIÓ ANTES
EL ABRAZO
El día que mi padre nos abandonó, yo llevaba una camisa suya.
Era una de esas tardes sofocantes de agosto, en medio de un verano que parecía que no iba a acabarse nunca.
–¿Hoy tampoco bajas? –me preguntó mi madre, empeñada en que me relacionase con los demás críos de la urbanización–. En la piscina seguro que se está bien.
Negué con la cabeza.
La piscina era uno de los lugares prohibidos. Resultaba imposible no verse en el reflejo de esa agua que parecía acusarme. Que me recordaba que había algo en mí que, a mis nueve, todavía no era capaz de expresar. Algo que no me atrevía a decir, aunque sabía que me molestaba. Y en el agua, en medio de ese azul cruel y transparente, era imposible esconderlo con las mismas tácticas que había aprendido a desarrollar, de manera inconsciente, fuera de ella.
–¿Estás segura, Alicia?
Entonces todavía respondía a mi deadname y, aunque no me reconocía en él, me dolía tanto escribirlo como ahora.
Ni siquiera se me había ocurrido aún elegir Eric.
Mi verdadero nombre vendría poco después, en casa del abuelo, gracias a una de esas historias que él me contaba –aquel amigo, aquella vez en que consiguieron huir juntos, aquellas revoluciones universitarias de las que ambos fueron parte en tiempos más oscuros– y que luego, cuando ya no estuviera junto a mí, tanto echaría de menos.
–Seguro que en la piscina estarías mucho mejor –mi madre es incansable cuando se le mete una idea en la cabeza.
–No me apetece.
–Tan cabezota como tu padre...
No sé en qué momento ellos dos decidieron rendirse, ni por qué pensé aquella tarde que era buena idea entrar en su dormitorio y coger una de sus camisas.
Elegí una azul, de un azul casi negro, mucho más intenso que el de la piscina a la que me negaba a bajar y en la que se oían las voces de decenas de niños con los que, de repente, se había vuelto más complicado saber cómo relacionarme.
Hacía tiempo que mi padre no se la ponía. Entonces aún era un hombre fuerte, bastante atlético –no sé cómo lo habrá tratado el tiempo en estos años: la última vez que nos vimos fue poco después de mi segundo ingreso–, aunque hacía demasiado que había dejado de entrenar y su cuerpo había iniciado una decadencia prematura con la que era fácil intuir que tampoco él se encontraba satisfecho.
En realidad, no había nada en nuestra familia que pareciera gustarle demasiado.
Ni nuestra casa.
Ni mi madre.
Ni las visitas de mi abuelo.
Ni yo.
Ni siquiera su propio cuerpo.
Tal vez por eso había dejado de mirarnos. De mirarse.
Nada de lo que hacíamos le importaba mucho.
Así que debí de imaginar que tampoco le molestaría que tomase prestada aquella camisa para uno de los juegos en que me creía director, actor, guionista y hasta escenógrafo al mismo tiempo. Había empezado a imitar una escena de Wall-E, que aquel año se había convertido en mi película favorita. Uno de mis muñecos, sentado a mi lado, era la robot Eva, y yo, el protagonista que trataba de conquistarla.
–Has salido a la abuela –se reía mi abuelo cuando me veía organizar mis muñecos como si fueran el reparto de un musical.
–¿En serio?
Y él, que todavía no me había hablado de Eric –de ese amigo al que yo transformaría en un mito hasta el punto de robarle su nombre–, me decía que sí, y me contaba alguna anécdota de los años en que aquella mujer que murió demasiado joven, y que yo jamás llegué a conocer, aún se paseaba por locales y tugurios donde, según me explicaba, interpretaba revista, zarzuela y algo de teatro clásico.
–Nunca