una evidente prevalencia a la autonomía de la voluntad como requisito indispensable para el nacimiento a la vida jurídica de los contratos, a través del procedimiento de la confluencia de la oferta y la aceptación130.
Esta posición claramente se encuentra reconocida en el artículo 1502 del Código Civil, el cual prescribe que “para que una persona se obligue a otra por un acto o declaración de voluntad, es necesario que consienta en dicho acto y declaración”, denotando con ello que la autonomía de la voluntad es la base del contrato y fundamento para que puedan obligarse las personas.
El Código de Comercio de 1971 confirmó esta visión al remitir al Código Civil en lo relativo a la formación de los contratos (artículo 822) e insistir en que el “contrato es un acuerdo de dos o más partes para constituir, regular o extinguir entre ellas una relación jurídica patrimonial” (artículo 864).
Por ello, ante la claridad del sistema regulatorio los autores nacionales simplemente adhirieron, muchas de veces de forma acrítica, a la teoría subjetiva del contrato, manifestada en el férreo respeto a la autonomía de la voluntad; pero ¿a cuál de sus versiones? La doctrina ha recurrido a todas las versiones. Desde quienes omiten suministrar datos precisos (Juan Camargo), hasta quienes defienden el racionalismo francés (Ángel Linares), el normativismo kelseniano (Jorge Suescún Melo), la solidarista (Luis Enrique Cuervo, Miguel Betancourt Rey y, en cierto sentido, Guillermo Ospina) y la libertad contractual (William Namén Vargas y José Manuel Gual Acosta).
Sin embargo, en todos los casos es un punto coincidente el reconocimiento de la autonomía de la voluntad sujeta a los límites del orden público y la moral social, como se infiere de una interpretación literal y sistemática de los mandatos aplicables a la materia, entre otros, los artículos 16, 1518, 1523, 1524, 1741 y 1742 del Código Civil, en concordancia con los artículos 105, 143, 824, 846 y 899 del Código de Comercio; los cuales son unánimes en reconocer que la voluntad es la base del contrato, siempre que esta se avenga con el orden público, la moral social y las buenas costumbres131.
Lamentablemente, nuestra regulación permaneció siendo tributaria de la teoría racionalista, con influencias del solidarismo, sin que se observara una evolución que era necesaria en virtud del cambio en el modelo contractual, amén de la evolución del sistema económico. Nuestros códigos Civil y de Comercio no tienen en cuenta la masificación de las relaciones económicas, la producción automatizada y robotizada, las nuevas formas de colocación de bienes y servicios, y la tecnificación de los objetos negociados, que en cierta medida llevan a que el contrato no sea expresión de un libre y voluntario cambio de voluntades, sino que es un instrumento que puede esconder una explotación de la parte contractual débil132.
Contemporáneamente, encontramos una tendencia que reconoce importancia a las nuevas realidades contractuales, para reclamar una revisión de las tendencias clásicas que logre una mejor explicación de los vínculos contractuales, pues la voluntad no tiene el papel que quiso reconocérsele desde el racionalismo, y menos aún es la base del contrato. Por ejemplo, doctrinantes como Arturo Valencia Zea y Álvaro Ortiz Monsalve, años atrás, advertían sobre la existencia de dos procedimientos diferentes de formación del contrato: el instantáneo y el sucesivo, reclamando reglas especiales para cada uno de ellos133, aunque omitiendo, lamentablemente, el realizar un desarrollo completo del tema.
Jaime Alberto Arrubla Paucar advierte que el concepto de autonomía de la voluntad de corte racionalista no tiene asidero en una economía como la actual, siendo necesario adecuarlo a la realidad134. Similar apreciación efectúa Jorge Suescún Melo, para quien se puede hablar de una verdadera crisis de la autonomía de la voluntad, pues las bases sobre las cuales se construyó y asentó este concepto, como son la igualdad y la libertad, no tienen el mismo alcance en una economía de mercado caracterizada por la existencia de posiciones contractuales dominantes y contratos de adhesión.
Autores más categóricos, como Alejandro Duque Pérez, proponen una revisión del concepto de contrato para indicar que el mismo no puede limitarse a ser expresión de la voluntad, sino que al lado de esta debe reconocerse la adecuada satisfacción de las necesidades sociales connaturales al mismo, “siendo la suma de estas dos condiciones la que constituye el supuesto normativo que habrá de realizarse para el perfeccionamiento del contrato y consecuentemente la creación de normas particulares y concretas cuya fuente formal sea este”135.
De forma concordante, Fredy Andrei Herrera Osorio habla de la necesidad de una nueva noción de contrato contemporáneo, asentado en una balanza entre los conceptos de libertad de contratación y justicia contractual, “con una pérdida de importancia de la autonomía privada, para entrar a proteger a ciertas personas que se encuentran en una situación de desventaja frente a su contraparte, como sucede con los consumidores”136.
EL CONTRATO CONTEMPORÁNEO Y LA OBJETIVIDAD
La teoría contemporánea del contrato impone ir más allá del querer para admitir que los vínculos contractuales también se nutren de las expectativas razonables que las partes ponen en su contraparte. Por ello, debe considerarse el contexto social que los rodea, de suerte que el contrato esté abierto a la finalidad socioeconómica que debe satisfacer, aunque ello suponga morigerar la voluntad que le sirve de base y mirar los efectos que en la sociedad debe cumplir. Esta pretensión, no obstante, es incompatible con el entendimiento clásico del contrato, que le brinda más importancia a la voluntad que a su declaración.
En tal sentido, la teoría objetiva del negocio jurídico, que se enfoca en la declaración de la voluntad, permite alcanzar aquel objetivo de reducir la importancia de la voluntad en aras de alcanzar los fines sociales del contrato. Por ello, en el presente apartado se desarrollará la teoría objetiva del contrato y su aplicación y alcance en el derecho contemporáneo.
No debe olvidarse que la voluntad tiene un nuevo alcance en nuestros días y se encuentra en claro proceso de reducción. Para el predisponente de un contrato, por ejemplo, su voluntad carece de la proyección necesaria para determinar la persona con quien entablará sus vínculos contractuales, ya que, ante la masividad, no le es dable controlar la persona que finalmente aceptará su propuesta. Adicionalmente, para el adherente su voluntad se limita a la facultad de aceptar o rechazar las condiciones impuestas por el productor o proveedor137; más aún, ante la necesidad de un bien o servicio, carece de autonomía para decidir sobre la celebración del negocio jurídico, sin que por ello pueda concluirse que no nació a la vida jurídica138.
Esta nueva realidad nos lleva a la admisión de la teoría objetiva del contrato, particularmente para los contratos no paritarios139, en donde la autonomía de la voluntad tiene un contenido más reducido y se hace necesario acudir a la protección de la confianza del otro contratante para atribuir eficacia a las actuaciones que se hacen reconocibles a terceros140.
Al respecto, José Luis Monereo Pérez señala:
La posibilidad de dos o más personas de quedar jurídicamente obligadas por su propia iniciativa significa el reconocimiento del poder creador de la autonomía de la voluntad. Ese paradigma de libertad se rompe en los abundantes supuestos en que expresamente el esquema contractual se construye sobre una diversa posición de los sujetos contratantes […], en estos casos no existe propiamente negociación ni equilibrio de intereses entre los particulares,