se está en presencia de relaciones “no paritarias”, esto es, aquellas en las que una parte tiene un poder de imposición, realmente responden a la diferencia de poderes y a la victoria que este tiene sobre su contraparte. El contrato, más que el campo en el cual se concilian intereses contrapuestos para lograr una finalidad común es un lugar deshumanizado donde uno de los contratantes busca imponerse sobre el otro, logrando el mayor beneficio, aunque ello suponga el aprovechamiento de los demás, lo que se maximiza en los eventos de posiciones contractuales dominantes, pues la parte fuerte tomará ventaja de su condición para lograr los mayores beneficios81.
Reinterpretación del concepto de autonomía de la voluntad
La coexistencia de las teorías racionalistas clásicas, normativistas, solidaristas y críticas llevó a replantear el concepto de autonomía de voluntad, el cual se mostró insuficiente para comprender el sustrato último del contrato, pues es claro que a partir de la intervención estatal esta figura dejó de ser expresión exclusiva de los contratantes, para convertirse en una mixtura entre autorregulación e imposición normativa o moral, que en sí misma se contrapone a un señorío sobre su patrimonio.
La crítica a la noción de autonomía de la voluntad no se hizo esperar82. ¿Qué es lo autónomo? No es la voluntad sino el sujeto que expresa su querer; “querer” que se encuentra inserto en un contexto que lo condiciona e influye. ¿Qué es la voluntad? Es el simple reflejo de algo que se desea o necesita; sin embargo, en sociedades industrializadas, despersonalizadas y con mercados masivos, los sujetos actúan movidos por deseos socialmente impuestos y que no obedecen a una racionalidad individual, por lo que mal podría pensarse que existe autonomía83, como sucede con los contratos forzosos o los vínculos de adhesión, no obstante, lo cual siguen considerándose verdaderos contratos.
La primera solución a estas críticas fue complementar la expresión “autonomía de la voluntad” con las de “autonomía privada” o “autonomía individual”, las cuales simplemente fueron utilizadas como sinónimos, para indicar que el sujeto es el que posee la facultad de autorregular sus intereses a través de manifestaciones de su querer (de su libertad)84. Así, se quita relevancia al concepto de “voluntad” y se deja vislumbrar que el sujeto no necesariamente se mueve por decisiones racionales individuales, sino que pueden concurrir en su interior otros elementos (condicionamiento o necesidades), que le exceden pero que en manera alguna impiden la configuración de vínculos contractuales de obligatoria observancia.
Ya no interesará el acuerdo, entendido como la concordancia de voluntades de los contratantes, sino el nacimiento de obligaciones en virtud de la configuración de un contrato, el cual puede nacer de comportamientos, manifestaciones, necesidades, etc., siempre que estas se originen en una decisión individual de querer hacerlo85. La autonomía privada busca superar la idea de la prevalencia del querer subjetivo, en tanto lo relevante no es la voluntad, sino la declaración o exteriorización, la cual es fundamental para que el contrato nazca a la vida jurídica86.
La segunda solución consistió en asentar la autonomía individual en el concepto de libertad, entendida como una potencialidad para contratar o no hacerlo, la cual se hacía evidente al momento en que había una exteriorización del deseo interno en orden a producir consecuencias jurídicas87. La libertad se vuelve el sustrato de la autonomía, en el sentido de que aquella es la potencialidad para contratar y la autonomía es la potestad de configurar los vínculos contractuales88. La libertad permitirá celebrar o no contratos, mientras que la autonomía será la que determine el contenido y la forma de los contratos89.
Para que el contrato nazca a la vida jurídica bastará la libertad, aunque la autonomía se encuentra reducida o intervenida, salvaguardándose así el fundamento básico de las teorías subjetivas: que siempre se requiere una exteriorización de un querer para que el contrato nazca a la vida jurídica. Esto porque “el derecho de este siglo ha ido disminuyendo cada vez más el poder de la voluntad […], pese a esas leyes restrictivas, la autonomía de la voluntad sigue siendo el resorte que mueve el derecho privado, es la expresión de la personalidad humana y no podrá, en consecuencia, desaparecer jamás”90.
Así comienza un lento y continuo proceso que busca insertar el concepto autonomía de la voluntad dentro de uno más comprensivo denominado libertad de contratación91, bajo la consideración de que, en sociedades contemporáneas, no es posible sostener, como se hizo en el período de la Revolución francesa, que los sujetos cuentan con plena libertad de estipular todas las reglas que regirán su relación, sino que en muchos casos se entenderá que existe libertad cuando se tiene la potestad de decidir si se contrata o no, aunque ello suponga consentir para someterse a las reglas que son dispuestas por el otro contratante a través de contratos predispuestos92.
Al admitirse la existencia de contratos predispuestos, en los cuales el adherente o aceptante se limita a consentir en lo que la contraparte ha determinado, es claro que bastará con esta potestad de aceptar o no para entender que existe voluntad contractual, al margen de que se carezca de otros atributos como la potestad de definir el contenido contractual o escoger el tipo contractual93. Señala el tratadista Pietro Rescigno:
La producción masiva conduce a una sustancial falta de libertad contractual, en el sentido de libre determinación del contenido, también por fuera de los contratos concluidos mediante módulos y formularios y de las condiciones generales del contrato; y comporta falta de libertad no solo en el nivel del consumidor que es alcanzado por los productores en la última fase de la distribución. Es una constatación antigua aquella según la cual la autonomía contractual, en la plenitud de sus modos de manifestarse, es hipótesis de escuela. Aun si se la reduce a los aspectos de la libertad de contratar (el si estipular o no) y de la libertad de determinar el contenido del contrato, la actual fenomenología del contrato presenta una vastísima gama de figuras respecto de las cuales se advierte el distanciamiento de la idea tradicional de la autonomía negocial y sin embargo se considera que el nombre (y, en cierta medida, la disciplina) todavía tiene razón de utilizarse.94
Por ello, compilaciones contemporáneas en materia contractual, como son los Principios de la Unidroit sobre Contratos Comerciales Internacionales –que si bien no constituyen regulaciones en sentido estricto, sí son parte de la lex mercatoria internacional95– evitan hacer referencia a la autonomía de la voluntad y acogen el principio de libertad de contratación, según el cual las partes se encuentran dotadas de la libertad para celebrar o no los contratos y, consecuentemente, establecer su contenido. En el comentario oficial de esta compilación se advierte que “los comerciantes gozan del derecho a decidir libremente a quién ofrecer sus mercaderías o servicios y por quién quieren ser abastecidos, también tienen libertad para acordar los términos de cada una de sus operaciones”96.
En el mismo sentido, el artículo 1.102 de los Principios del Derecho Europeo de Contratos (Principios Lando) utiliza la expresión “libertad de contratación” para referirse a la potestad que tienen las partes de dar