de tan repugnante cuadro? De ninguna manera. ¡Un hombre que sube a gatas la escalera del patíbulo, besando uno a uno todos los escalones, un verdugo que le suspende y se arroja con él, dándole un bofetón después que ha expirado, una ruin canalla que al verle en el aire grita: «Viva el Rey absoluto»…! ¿acaso esto merece ser mencionado? ¿Qué interés ni qué enseñanza ni qué ejemplo ofrecen estas muestras de la perversidad humana? Si toda la historia fuese así, si no sirviera más que de afrenta, ¡cuán horrible sería! Felizmente aun en aquellos días tan desfavorecidos, contiene páginas honrosas aunque algo oscuras, y entre los miles de víctimas del absolutismo húbolas nobilísimas y altamente merecedoras de cordial compasión. Si el historiador acaso no las nombrase, peor para él; el novelador las nombrará, y conceptuándose dichoso al llenar con ellas su lienzo, se atreve a asegurar que la ficción verosímil ajustada a la realidad documentada, puede ser en ciertos casos más histórica y seguramente es más patriótica que la historia misma.
VI
El triste día de la ejecución todo Madrid asistió a ella, lo mismo los absolutistas rabiosos que los antiguos patriotas, a excepción de los que no podían salir a la calle sin peligro de ser afeitados o arrojados en los pilones de las fuentes, cuando no hechos trizas por el vulgo. Pero entre tanto gentío faltó un hombre que durante el verano había vivido casi constantemente en la calle, entreteniendo a los desocupados y dando que reír a los pícaros. Echábanle de menos en las esquinas de la Puerta del Sol y en los diversos mentideros, por lo cual le creían muerto. No era cierto. Sarmiento vivía, gozando además de una regular salud.
La primera noche que se quedó en casa de Solita durmió de un tirón once horas, y habiendo despertado al medio día, llamó con fuertes voces para que le llevaran chocolate. Dióselo la misma dueña de la casa con mucha amabilidad, y entre sorbo y sorbo, el preceptor decía:
– Puedo aceptar estos obsequios porque hoy mismo entraré por la senda a que me lleva mi destino… Si fuera por mucho tiempo de ningún modo aceptaría… Mi carácter, mi dignidad, los recuerdos de nuestro antagonismo no me lo permiten.
– ¿Qué tal está el chocolate? – le preguntó Sola con malignidad.
– Así, así… mejor dicho, no está mal… quiero decir, muy bueno, excelente, o hablando con completa franqueza, riquísimo.
– ¿Hoy se marcha usted?
– Ahora mismo… Me presentaré a las autoridades – repuso Sarmiento dejando el cangilón y arropándose de nuevo entre las sábanas, – y les diré: «Aquí tenéis, infames sicarios, al que os ha hecho tanto daño; quitadme esta miserable vida; bebed mi sangre, caníbales. Quiero compartir la inmortalidad del insigne Riego…».
– ¿Todo eso va a decir usted?… Pues un poco perezosillo está mi buen viejo para hacer y decir tantas cosas.
– ¡Yo perezoso! – exclamó incorporando el anguloso busto y extendiendo los brazos. – ¡Venga al punto mi ropa!
Soledad le mostró ropa blanca limpia y planchada.
– He estado arriba – dijo.
– ¿En mi casa?
– Sí; saqué la llave del bolsillo de usted, subí, revolví todo buscando ropa mejor que la que usted tiene puesta… pero no encontré nada.
– ¡Cómo había de encontrar, alma de Dios, lo que no tengo! No se burle usted de mi miseria… Pero entendámonos, ¿qué ropa es esta que me ofrece?
– Estaba en la casa… son piezas desechadas, pero en buen uso.
– ¡Ah! ya… es ropa desechada del señor D. Salvador Monsalud… Pues mire usted, si fuera obsequio de otra persona lo rehusaría; pero siendo de aquel noble patriota lo acepto. Conste que no he pedido nada.
– De ropa exterior podríamos arreglarle algunas piezas decentes – dijo Sola sonriendo, – siempre que usted tarde algunos días en marchar a la inmortalidad.
– ¡Tardar! Basta de bromas… ¿Para qué quiero yo ropas bonitas? ¿Voy acaso a entrar en algún salón de baile o en los Elíseos Campos, donde los justos se pasean envueltos en mantos de nubes?… Fígurese usted la falta que me hará a mí la buena ropa…
– Puede que tarden en matarle a usted un mes o dos. Y si siguen estos fríos no le vendrá mal una buena capa.
– Tanto como venir mal precisamente no… ¿La tiene usted?
– La buscaremos.
– No, no es preciso… Voy a levantarme.
Soledad se retiró y al poco rato apareció en la sala D. Patricio completamente vestido. Sentose en el sofá, y contemplando a la joven con bondadosa mirada, dijo así:
– Desde el tiempo de mi Refugio, no había dormido en una cama tan buena… ¡Ay! ¡ella era tan hacendosa, tan casera! Nuestro domicilio estaba como un oro, y nuestro lecho nupcial podía haber servido para que en él se revolcara un Rey… ¡Pobre Refugio! Si me vieras en mi actual miseria… ¡Pobre Lucas, pobre hijo mío! Hoy tu muerte es digna de envidia porque estás en la morada de los héroes y de los elegidos; pero tu padre no tiene consuelo, ni puede vivir sin verte…
Derramó algunas lágrimas y por largo rato estuvo silencioso y cabizbajo, dando muestras de verdadero dolor. Soledad, ocupada en sus quehaceres, no se presentó a él sino a la hora de la comida.
– Supongo que no saldrá usted hasta después de comer – le dijo poniendo la mesa.
– Saldré antes, ahora mismo, señora – dijo Sarmiento irguiéndose súbitamente como un asta de bandera. – El peso de la vida me es insoportable. Una voz secreta me grita: «Anda, corre…». Todo mi ser avanza en pos de la gloria que me está destinada.
– ¡Cuánto mejor irá usted después de comer!… ¿Es que desprecia usted mi mesa?
– ¡Oh! no señora, de ningún modo – replicó Sarmiento con cortesía; – pero conste que sólo por acompañar a usted…
Comieron tranquilamente, siendo de notar que el espiritual D. Patricio, creyendo sin duda poco conveniente el aventurarse por los ideales senderos con el estómago vacío, diose prisa a llenarlo de cuanto la mesa sustentaba.
– ¡Qué buena comida! – dijo permitiendo a su paladar aquel desliz de sensualismo. – ¡Qué bien hecho todo, y con cuánto primor presentado! Solita, si usted se casa su marido de usted será el más feliz de los hombres.
Al final de la comida, los ojos de D. Patricio brillaron con resplandores de gozo, viendo una taza llena de negro licor.
– ¡También café!… ¡Oh! ¡cuánto tiempo hace que no pruebo este delicioso líquido!… el néctar de los dioses, el néctar de los héroes… Gracias, mil gracias por tan delicada fineza.
– Yo sabía que a usted le gusta mucho este brebaje.
– ¡Gracias!… ¡y qué bueno es!… ¡qué aroma!
– Será el último que beba usted, porque en la cárcel no dan estas golosinas.
– ¿Y qué importa? – repuso el anciano con solemne acento. – ¿Acaso somos de alfeñique? Cuando un hombre se decide a escalar con gigantesco pie el último círculo del cielo, ¿de qué vale el liviano placer de los sentidos?
Dijo, y poniéndose el farolillo de fieltro que desempeñaba en su cabeza las funciones propias de un sombrero, se dispuso a salir.
– Adiós, señora – murmuró, – gracias por sus atenciones, que no esperaba en persona de quien soy encarnizado enemigo… político. Su papá de usted y yo nos aborrecimos y nos aborreceremos en la otra vida… Abur.
Salió precipitadamente hacia la puerta, mas no pudiendo abrirla, volvió diciendo:
– La llave, la llave…
Soledad rompió a reír.
– ¡Y creía el muy tonto que iba a dejarle salir! – exclamó. – No faltaba más. Eso querrían los chicos para divertirse.