Benito Pérez Galdós

Episodios Nacionales: El terror de 1824


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desfigurándola y escondiendo su fealdad, no ha variado cosa alguna desde 1823. Entonces, como hoy, tenía aquel aire villanesco y zafio que la hace tan antipática, el mismo ambiente malsano, la misma arquitectura irregular y ramplona. Aunque parezca extraño, entonces las casas eran tan vetustas como ahora, pues indudablemente aquel amasijo de tapias agujereadas no ha sido nuevo nunca. La iglesia de Nuestra Señora de Gracia, viuda de San Millán desde 1868, tenía el mismo aspecto de almacén abandonado, mientras su consorte, arrinconado entre las callejuelas de las Maldonadas y San Millán, parecía pedir con suplicante modo que le quitaran de en medio. La fundación de D.ª Beatriz Galindo no daba a la plaza sino podridos aleros, tuertos y llorosos ventanuchos, medianerías cojas y covachas miserables. La elegante cúpula de la capilla de San Isidro, elevándose en segundo término, era el único placer de los ojos en tan feo y triste sitio.

      Esta plazuela había recibido de la Plaza Mayor, por donación graciosa, el privilegio de despachar a los reos de muerte, por cuya razón era más lúgubre y repugnante. Aquella boca monstruosa y fétida se había tragado ya muchas víctimas, y ¡cuántas le quedaban aún por tragar desde aquella célebre fecha de Noviembre de 1823, que ennobleció la plaza-cadalso, dándole nombre más decoroso que el que siempre ha llevado!

      En la mañana del 6 estaba llena de curiosos que por las calles afluyentes entraban para ver los dos palos largos plantados en medio de tal plaza, y asistir con curiosidad afanosa a la tarea de seis hombres que se ocupaban en unir los topes de dichos árboles con un tercer madero horizontal. Los corrillos eran muchos y la gente iba y venía paseando como en los preliminares de una fiesta. Veíanse hombres uniformados, otros con armas y sin uniforme, mucha gente del populacho que por aquellos barrios abajo tiene sus albergues, y no pocas personas de la clase acomodada. Un hombre alto, seco, moreno, de ojos muy saltones, de rostro fiero y ademán amenazador, mirar insolente, boca bravía, como de quien no muerde por no menoscabar la dignidad humana; un hombre que francamente mostraba en todo su condición perversa, y en cuyo enjuto esqueleto el uniforme de brigadier parecía una librea de verdugo, avanzó resueltamente por entre el gentío, abriéndose calle bastón en mano; y dirigiéndose después con airada voz y gesto a los que trabajaban en el cadalso, les dijo:

      – ¡Malditos!… Mal haya el pan que se os da… ¿No he mandado que se pusieran los palos más grandes que hay en los almacenes de la Villa?

      Uno que parecía jefe de los aparejadores balbució algunas excusas que no debieron de satisfacer al vestiglo, porque al punto soltó por su abominable boca nueva andanada de denuestos:

      – ¡Ahora mismo, ahora mismo, canallas!… quitarme de ahí ese juguete, si no quieren que los cuelgue en él… Traigan los palos grandes, los más grandes, aquellos que estaban la semana pasada en el Canal… ¿Entienden lo que digo?… ¿Hablo yo en castellano?… Los palos grandes.

      Otra vez se disculparon los aparejadores, pero el del bastón repitió sus órdenes.

      – Si hace falta más gente, venga más gente… Estos holgazanes no comprenden la gravedad de las circunstancias, ni están a la altura de un suceso como este… Por vida del Santísimo Sacramento que yo les haré andar a todos derechos… Sr. Cuadrado, lleve usted al Canal a todos los operarios de la Villa para transportar esos leños, y si no iré yo mismo, que lo mismo sirvo para un fregado que para un barrido.

      Tres horas más tarde, el deseo de aquel hombre tan atroz se empezaba a cumplir, y la gente allí reunida (porque había más gente) vio que se elevaban con majestad dos maderos como mástiles de barco, gruesos, lisos, hermosos, gallardos.

      – ¡Ah, muy bien! – dijo el endriago, observando desde lejos el golpe de vista. – Esto es otra cosa. Así es como el Gobierno quiere que se haga. ¡Magnífico efecto!

      Sus miradas de satisfacción recorrieron toda la plaza, por encima del mar de cabezas, y parecía decir: «¡Feliz el pueblo que tiene al frente de su policía un hombre como yo!».

      Clavados los altos maderos, los aparejadores se ocuparon en atar la traviesa horizontal. El efecto era soberbio.

      Daba nuevas órdenes para perfeccionar tan bella obra el formidable polizonte, cuando se llegó a él un hombre cuadrado y de semblante oscuro e indescifrable, que le saludó cortésmente.

      – ¿Qué te parece Romo lo que hemos hecho? – dijo el del bastón, cruzando atrás las manos con el emborlado instrumento de su autoridad.

      – ¡Oh! es la mayor que se ha elevado en Madrid – repuso contemplando la horca. – Y si hubiera maderos de más talla, a mayor altura la pondríamos. Esto debiera verse de toda España.

      – Desde todo el mundo; que fuera de aquí también hay pillos a quienes escarmentar… Yo traería mañana a esta plaza a todos los españoles para que aprendieran cómo acaban las porquerías revolucionarias… No hay enseñanza más eficaz que esta… Como el nuevo Gobierno no se empeñe en ir por el camino de la tibieza, habrá buenos ejemplos, amigo Romo.

      – Es que si se empeña en ir por el camino de la tibieza – dijo Romo dando un golpe en el puño de su sable, – nosotros no le dejaremos ir…

      – Bien, bien, me gustan esos bríos – afirmó un tercer personaje, casi tan parecido a un gato como a un hombre, y que de improviso se unió a los dos anteriores. – No ha salido el Rey de manos de los liberales para caer en las de los tibios.

      – Sr. Regato – dijo el del bastón, – ha hablado usted como los cuatro Evangelios juntos.

      – Sr. Chaperón – añadió Regato, – bien conocidas son mis ideas… ¿Ve usted esa horca? Pues todavía me parece pequeña.

      – Se puede hacer mayor – dijo el que respondía al nombre de Chaperón. – Por vida del Santísimo Sacramento, que no se quejará el Cabezudo… y su bailoteo será bien visto.

      – ¿Conoce usted la sentencia? – preguntó Regato.

      – Será conducido a la horca arrastrado por las calles – dijo Romo. – Si hubieran omitido esto los jueces habría sido una gran falta.

      – Es claro: hay que distinguir… Según pedía el fiscal, la cabeza se colocará en el pueblo donde dio el grito nefando el año 20, y el cuerpo se dividirá en cuatro cuartos.

      – Para poner uno en Madrid, otro en Sevilla, otro en Málaga y otro en la isla de León – añadió Chaperón dando gran importancia a tan horribles detalles.

      – Pues ayer se dijo… yo mismo lo oí… – afirmó Regato, – que los dos cuartos delanteros quedarían en Madrid. Yo no lo aseguro: pero así se dijo.

      – En puridad – dijo Chaperón, – esto no es lo más importante. En vez de perder el tiempo descuartizando buscaremos nueva fruta de cuelga, que no faltará en Madrid… ¿Pero qué alboroto es ese?… ¿Por qué corre mi gente?

      Volvió los saltones ojos hacia Nuestra Señora de Gracia, donde los grupos se arremolinaban y se oía murmullo de vivas. El fiero jefe de la Comisión Militar frunció el ceño al ver que el buen pueblo confiado a su vigilancia relinchaba sin permiso de la policía.

      – No es nada, Sr. Chaperón – dijo Regato. – Es que tenemos ahí a nuestro famoso Trapense.

      – Hace un rato – añadió Romo, – venía por Puerta de Moros con su escolta. Entró a rezar en Nuestra Señora de Gracia y ya sale otra vez. Viene hacia acá.

      En efecto, avanzaba hacia el centro de la plaza la más estrambótica figura que puede ofrecerse a humanos ojos en esos días de revueltas políticas, en que todo se transfigura, y sale a la superficie confundido con la clara linfa el légamo social. Era un hombre a caballo, mejor dicho, a mulo. Vestía hábitos de fraile y traía un Crucifijo en la mano, y pendientes del cinto sable, pistolas y un látigo. Seguíanle cuatro lanceros a caballo y rodeábale escolta de gritonas mujeres, pilluelos y otra ralea de gente de esa que forma el vil espumarajo de las revoluciones.

      Era el Trapense joven, de color cetrina, ojos grandes y negros, barba espesa, con un airecillo más que de feroz guerrero, de truhán redomado. Había sido lego en un convento, en el cual dio mucho que hacer a los frailes con su mala conducta, hasta que se metió